Trato de imaginar cómo hubiera mirado nuestro mundo Goya, de qué modo hubiera interpretado sobre sus láminas la desmesura, lo absurdo, la violencia de este presente en el que como en oleadas sucesivas, la oscuridad le va ganando a la luz. Trato de imaginar cómo vería el hambre que se enseñorea en las calles, la estupidez de nuestros líderes políticos, la obscenidad de la riqueza que crece y se multiplica al mismo ritmo que crece y se multiplica la miseria. Me hago estas preguntas mientras observo con atención la serie de grabados desplegada en las salas del Museo Castagnino, una impresionante colección en la que el mundo de hace dos siglos atrás, más precisamente el de aquella España consumida en la vorágine de las guerras napoleónicas, la España católica y represiva, la de las familias dueñas de todas las extensiones territoriales y la de aquellas que solo tienen por patrimonio el hambre conviven bajo el mismo cielo ibérico. La atmósfera de esas imágenes está cargada de oscuridad, vileza, suciedad moral y bajezas. La coexistencia de guerra y monarquía parasitaria lo ensucia todo, es inevitable.
Monstruos
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La serie de grabados está perfectamente ordenada. Imagino a quienes decidieron el orden de exhibición de este conjunto macabro en las paredes del museo, sumergidos en una hoguera en la que el fuego quema por igual objetos y cuerpos, o también puedo verlos escarbando en un basural, el de la Historia, donde cadáveres y desahuciados, mutilados y enfermos se pudren, exudando un olor pestilente, ese que saben producir con eficacia las masacres y las hambrunas. Allí, en esos grabados tomados de un antiguo volumen donado al museo en 1942 por la familia Castagnino –que no incluía la serie de Tauromaquias–, y exhibido en sala, están los que huyen, los castigados, los que curvan su espalda para recibir los golpes, el niño que espera la dádiva y el buitre que sobrevuela un paisaje demolido buscando la carne propicia para su cría. También los poderosos y sus emisarios o servidores. Uno mira esos grabados y no puede evitar establecer el contrapunto con las majas desnudas que reciben al visitante en el Museo del Prado, mujeres de sonrisas plácidas, acomodadas sus carnes en mullidos sofás para deleite de una monarquía decadente y de una clase enriquecida a base del trabajo esclavo. Veo a las majas en medio de esa oscuridad y también el retrato de la Reina María Luisa con mantilla o el de Carlos IV, erguido, junto a su mastín, escopeta al hombro, dispuesto a partir a la caza de venados y perdices. No están allí ninguno de ellos, pero es posible intuirlos, “sentir” sus presencias “reales”, porque al frío y al horror de la guerra, a la desmesura de las expulsiones y las masacres, a la sevicia, a la arbitrariedad de los jueces y la lascivia de los obispos se le oponen, sin mediación alguna, desde el origen de los tiempos, la holganza y la buenaventura de los que viven de espaldas o sobre las espaldas de los desgraciados.

El mundo atrapado en estas aguafuertes es descabellado. Un mundo en el que la razón se ha adormecido para darle rienda suelta a los monstruos. Es el mundo de aquel ayer y también el que habitamos desde siempre. El artista se empeñó en dejar testimonio de esto, hasta límites extremos, como lo hizo en aquellos mismos años al dibujar ese perro semihundido en los muros de la Quinta del Sordo, casi una anticipación del arte abstracto y que es, acaso, la obra que de haber estado en nuestra ciudad, hubiera podido ser la elegida para “conectar”, poner en diálogo, la sala de las sombras, la de la oscuridad, con las del imperio de la luz, situada a tan solo unos pasos. Porque el perro semihundido habita los dos territorios, el que está atrapado en las penumbras, el inframundo, y el otro, aquel al que intenta, con un esfuerzo descomunal y ascendente, alcanzar, para ser bañado por la luz del sol. Ese perro que tampoco aquí vemos, ha olido los cadáveres desperdigados en los campos de batalla, ha estado encerrado en la locura de las catacumbas y ahora se eleva y nos guía. Lo vemos ir de sala en sala, sucio, maloliente, como alucinado, en busca del reposo de la luz.
Erótica del arte
“La curaduría no tiene misiones hermenéuticas: no busca interpretar el sentido final de la obra, de por sí indescifrable, sino, en última instancia, provocar deseo de interpretación o, mejor, de interpretaciones diversas y fragmentarias, fugaces. Busca, además, realzar los aspectos sensibles y sensuales del arte: su facultad, ya citada, de recibir, sentir y fruir las resonancias del mundo, así como la de devolverlas en configuraciones nuevas, (…) más que de hermenéutica, vale hablar de una erótica del arte”, esto dice, señala, Ticio Escobar, y es lo que supieron hacer María de la Paz López Carvajal y Romina Garrido construyendo una sintaxis fragmentaria y a la vez arbitraria de obras pertenecientes al acervo del Museo en las que la luz, su misterio, lo que ella provoca, se refleja en obras distantes en el tiempo. La mujer que levita en la tela de Daniel García está situada a un lado, a pasos, de la “Venere Sdraiata” de Francesco Furini, pintada hace más de trescientos años, en el que otra mujer flota sobre almohadones en una recámara burguesa y cálida, ofreciendo su perfil, su sonrisa evanescente. La primera levita hacia la locura o la muerte, la otra descansa, como las majas desnudas, en su nada cuasi eterna. Bañadas por la luz con la misma intensidad que nos permite ver los paisajes de Pizarro o Fader, que supo atrapar como un prestidigitador, casi como nadie, el modo en que los rayos del sol transforman fugazmente un paisaje serrano desde su gabinete en Ojo de Agua de san Clemente. La misma luz, u otra, claro, que llega hasta el atelier de Spilimbergo y que transforma en clave cubista el paisaje de San Juan a los costados de un carro que asciende una loma. Luz que refracta en el espacio multicromático cubierto de neones de Román Vitali y también en las escenas entrevistas de Jules Dupré y Faustino Brughetti. Obras que comparten la celebración de las formas que lo luminoso le arrebata a lo oscuro, o que le irradia, cuando penetra lo real sin herirlo.

El misterio luminoso
Para que haya vida, la luz es necesaria, indispensable. Para que el ciclo de la vida, esto que somos, tenga lugar en el mundo, para que las plantas surjan de la diminuta semilla y se eleven sobre la superficie de la tierra, la luz no solo es necesaria, sino fundamento de la existencia. Sin luz los seres vivos somos muerte, sin luz nos volvemos desecho, puro resto, detritus. Lo saben bien los dictadores cuando encierran a sus adversarios en diminutas celdas sin ventanas por las que no ingresa ningún haz lumínico y donde los prisioneros enloquecen por saturación de lo oscuro. Pero también la oscuridad puede ser la necesaria paridora de formas como ocurre en los gabinetes fotográficos en los que el milagro de la “aparición” sucede solo a condición de la absoluta penumbra. La luz exige lo oscuro no solo como definición de contraste sino como condición de su existencia misma. O de otro modo, lo luminoso resguarda siempre, evidente a los ojos o no, la memoria de la tiniebla que lo antecede.

La obra de Verónica Orta es, aunque buena parte de las piezas que allí se exhiben sean restos cadavéricos, una celebración a la vez que una memoria de la luz. La hoja, la espina, el tallo, los restos de algo que alguna vez fue parte de lo viviente están dispuestos –como testigos de un ritmo, dice Cecilia Lenardón curadora de la muestra– detrás de vitrinas, con la misma delicada minuciosidad con que Humbold y Bonpland distribuían sus hallazgos bajo el cristal de sus gabinetes. Fragmentos de un mapa natural que solo sus ojos habían visto pero que allí dispuestos invitaban a imaginar sus errancias en la espesura del bosque o de la selva.
En la obra de Orta, el azar de los hallazgos se ordena y distribuye en un orden que permite imaginar un relato en el que búsqueda, hallazgo y selección son los pilares fundamentales sobre los que se sostiene esa tarea nómade que la artista emprende en medio del paisaje natural, una errancia entre la luz que se filtra en la espesura – leve de un jardín, densa de un bosque- y que forma, junto a las sombras, una de las dimensiones que adquiere lo viviente o lo que ha vivido, sobre la piel de este mundo.

Y como si no fueran del todo suficiente esas formas geométricas y petrificadas de lo viviente para narrar el asombro de sus hallazgos, ha dispuesto allí, en el centro de la sala, la reproducción de aquella mesa de trabajo diseñada por el constructivista Alexander Rodchenko en los años 20, a cuyos lados, en bancos enfrentados, los asistentes al Club obrero ingresaban al mundo del conocimiento y la imaginación a través de las páginas de la literatura o el ensayo. Aquí no están ni Tolstoi ni Pushkin, no hay relatos de estepas ni taigas, tampoco Anas Kareninas, solo cortezas de árboles con sus interiores tallados con grafías caprichosas en las que la naturaleza ha escrito como en un papiro y a lo largo del tiempo, un mensaje que solo se rebela a quien esté dispuesto a descifrarlo. Una obra que es una invitación a descubrir lo que habita secretamente a nuestro lado y no vemos, no leemos, salvo que alguien nos señale, allí, la existencia del misterio.
El ojo que reluce

Durante años, muchos, pujaron por ser vistos, hasta que vaya a saber quién decidió que la hermandad viviente de ese mural de Mele Bruniard ubicado sobre una de las paredes del Centro Cultural Fontanarrosa debía ser admirada. Paciencia hay que tener con el tiempo y los burócratas. Ahora esas figuraciones están a la vista de todos, igual que los gallos rojos que en la sala del Castagnino le gritan al alba cuando despunta el día. Telas, palabras anamórficas, formas enrevesadas de poemas en las que se confunden naturaleza, alfabeto y rostros construyendo un entramado cromático en el que sobresalen el rojo y el negro y que hace que sea casi imposible no sentir asombro hacia una obra pacientemente construida a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. “A veces dudo de que la mano responda a la idea o a la forma soñada, dudo si la palabra repetida hasta el cansancio en el rugido del desolado Sarothamnus sea oída e interpretada por alguien y me repito las preguntas que por momentos me asaltan: si un papel puede cambiar el curso de los ríos, la elipsis del Sol, las cuatro Lunas, el titilar de una estrella y entonces caigo en la realidad. Y un trozo de madera es la respuesta”. Esa pregunta que Bruniard enunció hace más de 20 años, la dimensión de esa duda casi cósmica, es posible hallarla reflejada, ampliada, en las obras desplegadas en las salas del museo. Se trata de telas, láminas, en las que es imposible o casi imposible advertir una forma fija o encontrar un punto donde anclar el ojo para que descanse. Los contornos se confunden porque su arte litográfico está hecho de derivas en el curso de meandros de ríos imprevisibles: huecos, curvas, líneas rectas que generan rostros y figuras en los que la naturaleza, a diferencia de lo que ocurre en la sala Orta, esplende vitalidad y regocijo por estar bajo el imperio de la luz. Lo que en Orta es resto, fragmento, hallazgo, celebración de lo que la artista puede hacer con lo inerte hallado en sus promenades, en Bruniard es lo opuesto: el ojo que reluce, el rostro encarnado, los pájaros, un animal revolviéndose en la espesura comiendo semillas, royendo cortezas, las mismas u otras que años más tarde Orta encontrará ya secas y diseminadas sobre la superficie de la tierra para realizar sus frotagges.
Coda:
El mundo se oscurece, sale el sol cada mañana pero el mundo se acerca cada vez más a su sombra, más próximo a los grabados goyescos que a la luminosa efervescencia de las figuraciones que imaginó Bruniard. El mundo que habitamos ha pulverizado la utopía representada en los gabinetes de Rodchenko –han desaparecido los obreros, también la paciente dimensión dialogante que permite construir ideas– en los que se anhelaba una espiritualidad proletaria que habría de elevarse para mejorar los sentidos de la especie. El mundo se carga de sombras y la luz, la poca luz que queda, empalidece. En nuestra memoria titilan bajo la forma de la nostalgia aquellos tiempos, no tan lejanos, en los que era posible soñar con alcanzar el cielo por asalto, acercarse al sol como gesto de acelerar la redención de los justos. Ya eso es pasado, puro pretérito. Las cuatro salas de esta mega muestra, hablan o nos dicen de esto, porque es imposible no leerlas o inscribirlas como conjunto, en diálogo con el presente incierto que habitamos, cargado de asechanzas pero también de un pequeño puñado de ilusiones apretado al puño de nuestras manos. ¿Qué es la tarea recolectora de Orta sino una empedernida voluntad de hallar un resto, siquiera un resto de vida en el corazón de lo inerte? ¿Qué son esos poemas descentrados de Bruniard sino una invitación a pensar que es posible aún crear una lengua nueva para nombrar el misterio del mundo? ¿Y el arado y los caballos azules de Guido que labran la tierra con la esperanza del fruto, no es acaso señal, imagen, del insistente empeño por hacer nacer lo nuevo cada mañana, a pesar de todo?
El mundo conocido se evapora. El mañana ha dejado de alojar la promesa de la tierra prometida. Los monstruos que creíamos vencidos se han despertado. Vamos, en verdad retornamos, a pasos agigantados, hacia ese Goya que en los muros de la Quinta del Sordo intentaba conjurar la oscuridad de un tiempo que creíamos clausurado pero que ahora parece empeñado en derramarse con toda su violencia sobre nosotros.
Hace tiempo, demasiado tiempo, que un museo de nuestra ciudad no entregaba a su público una reunión de muestras tan estremecedora, cuatro propuestas visuales que “sin pretenderlo” trazan puentes entre sí, como ligadas por invisibles vasos comunicantes.
No es el Museo –el museo en sí mismo puede ser una abstracción–, son sus artistas, sus curadores, sus trabajadores, las pupilas sensibles que han sabido elegir en medio del cosmos del patrimonio existente, este repertorio que aquí brevemente describimos.
En medio de una ciudad y un tiempo que hiede a violencia, hambre y muerte, en medio de los sucesivos derrumbes y demoliciones cotidianas, el arte, así ofrecido, puede ayudar a restarle a nuestra alma, aunque sea brevemente, algo de desasosiego. No es su función, lo sabemos, pero puede lograrlo.
Ojalá todos logren escuchar, como yo lo he escuchado, el canto del gallo rojo de Bruniard, allí, en el fondo de la sala; y el leve rozar de la semilla en la palma de una mano con que Orta dibuja sobre una lámina pequeña, y el susurro de las voces obreras que asciende desde los costados del pupitre diseñado por Rotchenko y acaso también sentir, la fría brizna de aire que recorre la piel del cuerpo cuando parados frente a la tela de García vemos a la mujer en trance que levita, aferrando un ramo de violetas, su cuello apoyado en el respaldo de una silla, los ojos mirando al cielo, o al infierno. Todo eso y más. Y Goya detrás, Goya delante, al costado, Goya abarcándolo todo, como un Dios omnisciente que nos mira, con sus ojos desencajados, desde un cielo demasiado alto como para que logremos alcanzarlo desde nuestra ínfima altura.
El lado oscuro. Obra gráfica de Francisco de Goya
Caprichos, Desastres, Tauromaquia y Disparates
Curaduría: María de la Paz López Carvajal
Diseño exhibitorio: Luciano Ominetti
Conexión directa. Verónica Orta
Curaduría de Cecilia Lenardón
Parabla. Poemas trazados en tela, madera y papel. Mele Bruniard
Curaduría: María de la Paz López Carvajal y Romina Garrido
En la luz es donde está el misterio
Curaduría: María de la Paz López Carvajal y Romina Garrido