El miércoles 13 de noviembre pasado, cuando me enteré de que Gilda Di Crosta había muerto, justo guardaba fotos de mi hijo –en viaje de egresados de la primaria– en mi cuenta de Google Fotos. Lo hacía porque esas fotos me habían llegado a WhatsApp en el grupo de madres y padres, que es un lugar precario para guardar archivos.
La noticia de la muerte de Gilda me golpeó precisamente en esa certeza: la vida vendría a ser ese lugar precario en el que guardamos archivos.
Suena acaso cínico y estúpido planteado de ese modo. Porque la muerte de una persona luminosa, creativa y generosa debería antes que nada agitar ese desgarro que sentí, esa cosa oscura y horrible de alguien que parte para siempre.
Pero he aquí que hablo de unos archivos y una cuenta de Google.
En ese diálogo un poco absurdo y vital que uno mantiene con la muerte (sea a través de su representante en el cada día: el paso del tiempo, la enfermedad; o sus figuraciones más abstractas), también las cosas se vuelven reales a través de algo así como archivos.
Primer archivo que encuentro en el rígido: mi hija, de vuelta del Politécnico, me dice que tiene una profesora de Literatura que le encanta, con quien empezó a leer a Jean Marie Le Clézio. «Gilda se llama», dice.
Segundo archivo: hace dos o tres meses, en el apuro con el que transito las cinco cuadras hasta la radio, me encuentro a Gilda en Corrientes y San Lorenzo, a unos 50 metros de su casa. Le digo que no puedo detenerme, pero que quiero que me asesore o me acompañe a hacerle una entrevista a Juan Ritvo. Quedamos en mensajearnos.
Tercer archivo: es el año 2011, salimos de una presentación en Iván Rosado, cuando Iván Rosado estaba en Vélez Sarsfield y Rawson. Llevamos a Gilda en el auto con mi esposa y mi hija hasta un lugar en el centro y Gilda y mi esposa hablan de sus padres comunistas y de la herencia stalinista de la que han abjurado. Con cariño hablan, con ese tono íntimo de las cosas que están ahí, al alcance de la mano, mientras la noche desciende sobre nosotros y la conversación se ilumina con las luces de los autos que corren por la calle.
Cuarto archivo: encuentro a Gilda en Oliva Libros. Hablamos. Justo compré un libro de Pascal Quignard, el segundo que adquiero en mi vida después de El odio a la música. Me habla de Quignard, de su predilección por el autor francés: por nada que pueda explicarme más allá del placer de la lectura. Claro –me diré después–, Quignard ensaya la filosofía como una forma del ensayo y, el ensayo, como una forma del relato, o de cierta poesía: son las palabras y las imágenes lo que lo intrigan y constituyen la materia de su escritura. Porque Gilda era poeta. Una poeta discreta, lectora (como la mayoría), capaz de callar en una conversación caudalosa la intriga de sus versos.
Quinto archivo: pienso de inmediato en dos de los tres libros que tengo de Gilda. Sólo encuentro, qué sorpresa (iba a poner «Qué casualidad», pero sé que esas cosas no existen). Casi boyitas junto con El sexo y el espanto, de Quignard.
Del mismo modo que Quignard usa ciertas imágenes y pinturas de la antigüedad greco-romana, Gilda escribió Casi boyitas en base a los dibujos que Daniel García –el más grande de los artistas plásticos del continente americano–, su pareja, hizo en la excursión Paraná Ra’anga en 2010, en la que un equipo multidisciplinario remontó el Paraná desde Buenos Aires hasta Paraguay.
García (él también un escritor, crítico y hacedor deslumbrante) registró entre sus bocetos durante la travesía, eso: cosas en la superficie del agua, desde bultos hasta la dura representación de cuerpos semihundidos, con el rostro vuelto hacia la profundidad del río:
«callaban silencio
en la mitad del agua
cabecitas
casi boyitas de naufragio
callaban
en la medianoche
al barro», escribió Gilda.
Archivos: quiero tocar, registrar ese ser luminoso con el que me crucé otras veces y tenía allí, presente en la cuadra de Corrientes entre Santa Fe y San Lorenzo, al alcance de la mano. como los recuerdos del padre stalinista en la conversación del auto.
Me intrigaba la Gilda lectora, la Gilda editora, la Gilda que volvía siempre de un lugar sobre el que necesitaba noticias. Una vez, también en Oliva Libros, me mencionó tres lecturas breves: una suerte de monólogo escrito por Juan Villoro, una suerte de breve diario de Robert Musil y algo más que leí en una semana. Eso que cabe en la etiqueta «recomendados» en la subcarpeta de archivos: era como una clave, la clave de un mundo propio, la de una lectura (la de los escritos de Gilda) pero, sobre todo, la clave de los signos que desparramamos en el mundo.
«en la mano
abierto
el río
la voluptuosidad
¿es ahora la tinta,
la salvación,
el flujo en lo perdido?», escribió Gilda en la página 33 de Casi boyitas.
En la página 33 de El sexo y el espanto, Quignard refiere la historia del pintor ateniense Parrasio de Éfeso que, para pintar un Prometeo torturado contrató a un viejo a quien sometió también a castigos para usarlo como modelo. Tristem volo facere: «Quiero darle una expresión de sufrimiento», dijo Parrasio, según el relato de Séneca que sigue Quignard.
En cierto momento, el anciano contratado como modelo comenzó a agonizar y exclamó: Parrhasi, moriror («Parrasio, me muero»), a lo que el pintor respondió: Sic tene («Quedate así»). Quignard concluye: «Toda la pintura es ese instante».
No poseo esa certeza estética para este hecho desolado de la vida cotidiana y, más allá de toda tentación, no quisiera forzar la coincidencia de unas páginas y unos temas.
Gilda Di Crosta nació en Capitán Bermúdez en 1967 y vivió en Rosario desde que llegó a estudiar Letras en la Facultad de Humanidades y Artes. Dio clases de literatura, fue editora y dibujante ocasional. Publicó los libros de poesía Hueco reverso (Huesos de Jibia, Buenos Aires, 2009); Umbra y otros poemas de marzo (Alción, Córdoba, 2012) y Casi boyitas (con dibujos de Daniel García), entre otros trabajos editoriales.
Ya no hay apuros. Hay archivos. Falta ese destino, maravillosa Gilda.