Hace un tiempo quise cambiarme de prepaga. Fui a averiguar a Federada Salud, me atendió un asesor que me contó más o menos cómo eran los planes de atención. Cuando le pedí que se explayara un poco más me preguntó: ¿Por qué te querés cambiar? Y me sugirió que no intentara hacer el traspaso porque seguramente me lo iba a denegar la auditoría médica por mi sobrepeso.
Me comenta que me van a medir el IMC (Índice de Masa Corporal) y que probablemente los valores me van a dar alterados y que en caso de que llegaran a admitirme en la prepaga iba a tener que pagar una sobrecuota por el sobrepeso. Quedé atónita. Solo atiné a decir que no podía creer lo que me estaba diciendo, a lo que me comenta que lo que pasa es que con esto de la cirugía bariátrica muchas chicas se cambiaban de prepagas sólo para que les cubran la operación y que, bueno, eso no estaba bien. Escuché en silencio todo un argumento en tono paternalista de que él me entendía porque era gordito, pero que las cosas eran así. Me fui sin siquiera tener los papeles para iniciar el trámite. No solo debería pagar con dinero extra por el volumen de mi cuerpo, sino que además era vista como una potencial estafadora al sistema de salud queriendo beneficiarme con un bypass gástrico, ya presuponiendo que mi intención es bajar de peso, lo cual es obvio porque en sus dichos se deduce que mi cuerpo es algo que está mal, algo a corregir.
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Claro que nunca me preguntaron si era fumadora, si tenía alguna enfermedad de base o antecedentes. Mi sola presencia física era muestra de mi insalubridad. Iba a tener que pagar con plata por cada kilo de más. Cuando salí de ahí lloré, pero era un llanto distinto, nuevo. No era ya un llanto de la nena gorda que siente culpa, de la adolescente gorda que se siente fea. Era un llanto de bronca, de odio, de enojo. Un llanto de «impulsión» a cambiar toda esta mierda, ya no estoy sola en esto, hay muchas voces que me anteceden y me acompañan.
Este episodio con la prepaga es el último y más novedoso en la línea de los maltratos y angustias a los que me vi sometida como parte de un colectivo de cuerpos disidentes, de cuerpos que no encajan con lo que se espera. De cuerpos que no se piensan en su individualidad y son ya etiquetados previamente como insalubres e indeseables. El cuerpo que habito sigue siendo una ofensa para otres.
Algunas situaciones o emociones por las que atravesé por lo menos una vez en mi vida:
- Nadie me va a desear
- Mi familia quiere que cambie
- La ropa que me gusta no me entra
- Dietas
- Médicos
- Pastillas
- Vómitos
- Aislamiento
- No cuento que gusto de nadie porque creo que no van a gustar de mí
- Me da miedo que me griten cosas por la calle en relación a mi gordura
- Me gritan cosas por la calle en relación a mi gordura
- Gente que conozco y que no conozco opina negativamente sobre mi cuerpo
- No me muestro en malla delante de nadie
- Me meto a la pileta con remera
- No como en público
- Uso ropa oscura y holgada
- No uso polleras ni vestidos
- Como escondida
- Me compro la ropa que me entra aunque no me guste
- Si alguien se fija en mí desconfío, creo que es una burla
- Me alegro si adelgazo
- No me miro al espejo
- No me saco fotos
- La gente que me rodea se alegra si adelgazo, me dicen que estoy más linda
- Tengo sexo con poca luz
- Tengo miedo de no entrar en algún asiento o de pasar por algún lugar estrecho
- Me da mucha ansiedad que la gente hable de cuánto pesa
- La gente que me rodea y yo misma hacemos comentarios hirientes sobre la figura de los demás
- Culpa de comer
- Guardo ropa que me dejó de entrar para cuando adelgace
- Me compro cosas que no me entran para cuando adelgace
- Rechazo invitaciones a hacer deporte por vergüenza
Esta enumeración podría ser mucho más larga. Es arbitraria, caprichosa y sometida a los impulsos de una memoria aletargada y quizás un poco cansada de atravesar ciertas zonas de opacidad emocional.
Les gordes nos manejamos durante un buen tiempo por la vía del ocultamiento, usamos la estrategia de “que no se note” que somos gordes, que tenemos rollos, que comemos. Ese oscurantismo corporal se terminó. Somos muches y abrazo a cada une de les activistxs gordxs que nos nombran y que nos contienen en toda nuestra inmensidad y desmesura, atravesándonos con palabras en la búsqueda de un nuevo orden simbólico.
Tengo 35 años, soy psicóloga, lesbiana, escritora y gorda. La mayoría de las cosas de la lista que enumeré ya no me suceden, o por lo menos, no con la misma intensidad.
Este relato es un agradecimiento a la militancia gordx que nos permite pensarnos como colectivo y resignificar nuestras vivencias para salir a demandar lo que queremos y nos fue negado. Es también un llamado a salir del closet de la gordura, nos necesitamos y nos tenemos.
Soy una militante del discurso y en relación a esto la ecuación simbólica es bastante evidente, los recuerdos traumáticos que tengo con respecto a la gordura son todos en palabras, principalmente una: GORDA. Esa es la palabra y el símbolo que hoy muches queremos como bandera.
La autoaceptación, el amor propio son la base pero no alcanza, necesitamos exigir todo lo que se nos negó, enojarnos y permitirnos ese enojo. Ganarle al rechazo con prepotencia de deseo. No estoy enferma, no soy fea, soy gorda, eso sí, y me van a escuchar. En esta lucha también la vergüenza tiene que cambiar de lado, no vamos a permitir más la violencia sobre nuestros cuerpos.
Mi cuerpo es deseable, es deseado. Soy sexy, sensual, provocadora porque puedo. Y quien piense que no, que trate de arrebatármelo. Es mi derecho y lo hago posible todos los días en que se lo disputo al mundo, algunas veces con más éxito que otras. El mundo en sí mismo puede no tener ningún atributo, por eso lo que hacemos es pedirle todo lo posible.
No me voy a conformar, porque no tengo forma, ni la que me impusieron ni la que me mendigan. Les gordes vamos por todo y tenemos mucha hambre. Nos vamos a comer al deseo normado y al discurso patologizante sobre nuestros cuerpos.
¡Córranse! estamos haciendo una revolución y necesitamos mucho espacio.
Poema realizado por Alejandra Benz para la obra «Las colinas del hambre» * (2001-2018) de Carolina Grimblat.
*Título tomado de la novela homónima de Rosa Wernicke.