La partida del ex presidente Carlos Menem a un estado de eterna ingnominia nos genera una serie de interrogantes de relevancia no menor sobre el presente y el futuro del conservadurismo, que se extiende al de la derecha argentina.

Si hay algo que uno, sin caer en lo naive, podía extrañar del clima de época de la política noventera era su desfachatez y descaro intrínseco. Si ante la crítica moral proveniente tanto de la izquierda –K o no K– como de la derecha, el macrismo respondía “De ninguna manera”; la implícita respuesta equivalente del menemismo a sus rivales y enemigos de la época solía ser “Si, ¿y qué?”. La honestidad brutal –con especial énfasis en esto último– frente al cinismo macrista. En clave calamaresca podríamos decir que el menemismo decía la verdad hasta cuando mentía. Y el macrismo mentía hasta cuando decía la verdad.

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Mentira y verdad

La primera lectura a la que se puede arribar es ver esta aparente dicotomía en clave de fortaleza/debilidad hegemónica. Si el ecosistema del PRO, tanto antes como después de su ascenso meteórico al poder estatal, tuvo que hacer un uso estratégico de la mentira como herramienta retórica habitual, ya sea a través de afirmaciones o negaciones, fue debido a que, a diferencia de los 90, en 2015 no había un consenso ideológico neoliberal comparable al de fines de los 80 y principios de los 90. El hecho de que Macri haya tenido que ganar prometiendo kirchnerismo light, y que haya gobernado necesitado de una gran ofensiva comunicacional, discursiva y, saliendo del plano de lo simbólico, político/judicial, en donde la mentira y la alteración de hechos fácticos se volvió una táctica corriente, debe ser interpretada en clave de debilidad hegemónica. Es decir, el macrismo desde el vamos cargó con la pesada y compleja tarea de destruir el legado material y simbólico kirchnerista para poder construir su propia hegemonía neoliberal.

Los valores del macrismo, íntimamente ligados a los menemistas, no tenían un eco mayoritario en la sociedad. Y es por eso que Cambiemos nunca pudo tener una frontalidad similar a la del menemismo a la hora de pensar e instalar políticas y agendas públicas.

Ahora bien, también es posible otra interpretación. Uno puede encontrar ciertas diferencias importantes entre los protagonistas de estos procesos. Como bien señaló Pablo Touzon, el gobierno de Macri fue mucho más marcadamente clasista que el de Menem. Si el gobierno de Menem fue un gobierno para los ricos, definitivamente no fue uno pura y exclusivamente de los ricos. Una gran pluralidad de actores con antecedentes sociales y geográficos de lo más diversos dieron forma a un gobierno que en un primer momento tuvo una vocación instrumentalista del neoliberalismo. No era gente que “creyera” en la fe de Friederick Hayek y Milton Friedman.

Por el contrario, si hay algo que llama la atención de la cultura política macrista es su homogeneidad geográfica, social e ideológica. Late Boomers y Gen Xs de entre 35 y 55 años, de Capital o provincia de Buenos Aires y con títulos provenientes de universidades privadas fueron los que coparon la gran mayoría de los puestos de la maquinaria estatal. Venían a denunciar la “impureza” del experimento menemista. Estos habían sido chantas, lo peor del peronismo llevando adelante las reformas necesarias y tan largamente postergadas debido a la existencia del peronismo mismo. Los causantes de la decadencia nacional eran los que habían protagonizado la transformación más profunda llevada a cabo en Argentina en más de cincuenta años. Ahí se podía encontrar una de las principales razones de su fracaso. Pero la crítica no se quedaba en el peronismo como partido-movimiento. El problema estaba en la dinámica con la sociedad civil, remarcarían una y otra vez los intérpretes macristas. A la constante presencia de un estado estructuralmente ineficiente y potencialmente totalizante, instalada desde los años peronistas (aunque uno podría ir hacia la década del 30 para rastrear sus orígenes), siempre se le sumó la confluencia de un sindicalismo mafioso y obstruccionista y de un empresariado parasitario.

Para sacar al país de su decadencia no se podía ni se debía cogobernar con el Círculo Rojo. Si era necesario se tenía que gobernar en contra de él. Lo que se vivió en los 90 fueron reformas modernizadoras que se vieron enchastradas por una sucia dirigencia empresario-política. Si bien sus acciones fueron en la dirección correcta, estas no fueron bien implementadas ni por buenos motivos. La apertura al mundo, la desregulación de los mercados financieros, las privatizaciones y el retiro del Estado de áreas claves no podía ser sólo un instrumento para solucionar los problemas de vieja data de la Argentina. Eran metas en sí mismas, con su propia sustancialidad.

El alma argentina

Carl Schmitt es un autor que en tiempos polarizados como los nuestros cobra más importancia que nunca. Entre muchas de sus obras polémicas, la que mejor ha perdurado es El concepto de lo político, libro clásico publicado en 1932, un año antes del ascenso de Hitler al poder en Alemania, en el que afirma que lo que hace que una organización social sea política es que tenga la capacidad suficiente para reagrupar todos los actores en posiciones dicotómicas de amigo/enemigo. Esta relación siempre se ve condicionada por la posibilidad de la lucha real, de la guerra, con concomitante posibilidad del exterminio físico de por medio. La guerra no es algo necesariamente deseable o inevitable. No es un fin en sí mismo, sino que es el presupuesto constitutivo de la política, siempre como posibilidad real. El enemigo, claro está, no es simplemente un adversario o un competidor. La relación amigo/adversario recién cobra sentido frente a la relación amigo/enemigo o, dicho de otra manera, sistema social/enemigo. Los intentos de negar o diluir lo político siempre han terminado en una exacerbación del conflicto, dice Schmitt.

No podía existir acto más agresivo que el de hacer una guerra en nombre de la humanidad y la paz. Esto hacía imposible limitar la intensidad del conflicto bélico y sus implicancias. Ya que el combate se volvía absoluto. Las utopías pacifistas, o bien podríamos decir, utilizando el léxico de nuestro tiempo, las utopías en nombre de la “unión de los argentinos”, son peligrosas por el simple hecho de que al negar al enemigo, niegan su propia existencia, que es inherente a toda realidad política. La búsqueda de un consenso siempre implica la exclusión de ciertas ideas y actores. El hecho de querer que haya sólo amigos o solo adversarios implica, al menos para Schmitt, el exterminio de los enemigos para la incredulidad de los liberales bienintencionados.

Ciertos aspectos de esta lógica toman lugar en el caso analizado. El menemismo no buscaba exterminar a sus enemigos. Sólo, previsiblemente, dominarlos y tenerlos bajo control. Ellos no libraban una batalla por el alma de la Argentina. Sino una por el poder. No había ningún ideal que defender por fuera de eso. Si se defendía algún dogma no era por profesar el credo, era porque resultaba necesario para defender la gestión.

El macrismo es un caso muy distinto. En un contexto donde lo que se plantea es instalar una serie de ideas, los enemigos reales y potenciales de éstas no pueden ser bienvenidos en el sistema social. Deben ser eliminados. Para conseguir el cambio cultural necesario que purifique el alma de la Argentina populista y pecadora es necesario sacarse de encima a los deplorables que se oponen al cambio. En el sentido más maquiavélicamente anti maquiavélico, esta misión no puede limitarse a los medios. La verdad y la mentira se posmodernizan y se vuelven otro tipo de arma entre las armas. Lo objetivo se subjetiva y lo subjetivo cobra validez universal. Comodoro Py cumple su rol inquisidor purificando las almas, sean pecadoras o no. Está en juego el alma de la Argentina, esto no es joda. En este sentido, la honestidad brutal no es una opción. La pizza nunca se va a tomar con champán. La pizza tiene grasas trans y el champán, si no es de marca, no va. No se puede caer tan bajo. Porque por un lado no estamos muy alto y, por el otro, queremos ir mucho más arriba.

El fracaso del macrismo, o la oposición de la oposición, al decir de Martin Rodríguez y Touzon, tiene que entenderse en esta clave. Tal vez la obsesión por la hegemonía terminó obnubilando a Cambiemos de la búsqueda del poder, que es al fin y al cabo lo que moviliza a cualquier agrupación política. La enseñanza de Menem, y de casi todas las derechas exitosas mundiales, es que la hegemonía se construye únicamente acumulando poder y viceversa. La honestidad menemista no sólo fue síntoma de fortaleza. Sino también de un mejor entendimiento de la política.

El único cambio cultural que produjo el macrismo es el que le dio lugar al surgimiento de la alt-right argentina. Lejos quedó la retórica new age de los muchachos se entregaban al yoga en los parques porteños. Cambiemos se baby-echecoparizó y dejó a los Longobardi en retirada.

El menemismo, en cambio, supo desde el comienzo que la cultura no se crea ni se impone con retórica, sino con hechos. Una casa, una heladera y unas zapatillas nuevas a buen precio dicen más que mil libros de Francis Fukuyama o cincuenta programas de cualquiera de los Leuco sobre la fortuna de Cristina.

No olvidemos que en 1982, cuando la economía chilena explotó por los aires y sufrió la peor recesión desde 1929-1930, el dictador Augusto Pinochet no dudó un segundo en echar a los Chicago Boys y llamar a un keynesiano para que pusiera orden. Fundamentalmente orden, fue lo que el macrismo no pudo generar.

 

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Sobre el autor:

Acerca de Alonso Francescutti

Nací en el primer abril del nuevo milenio. Estudio Ciencias Políticas. Mi mayor sueño es poder vivir de esto en algún futuro, así que estamos haciendo lo necesario para que eso ocurra. Me gusta la ciencia, pero no puedo evitar coquetear con el ensayo y las humanidades. Intentaré hacer que este triángulo amoroso funcione de […]

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