Tomaba vermú en la vereda del bar Blanco y ya estaba medio picado, así que no recuerdo cómo fue que Antonio, uno de los mozos amigos, me dijo en un momento de la charla:

—Antes la zona estaba llena de pensiones de estudiantes. Por Alem entre Pellegrini y Cochabamba estaba El Infierno.

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Sentí en el pecho el dulce golpe de la emoción y le confesé:

—Sos la única persona, además de mi abuelo, que me nombró ese lugar.

—Y eso que es grande la ciudad –contestó.

—Mi abuelo murió, pero una vez lo grabé hablando de esta pensión que me decís, y de muchas otras. Te voy a traer la charla desgrabada –le prometí.

—Dale, mirá que la espero –me dijo serio, y se dirigió una mesa cercana para atender un pedido.

Seguí chupando pero medio alterado, loco, fascinado con esa extraña red de palabras que reúne todas las historias de la ciudad, las de antes y las actuales. Una frase, una avenida, un recorte de diario. Una puerta hacia el misterio total de la ciudad. Una puerta que nunca encontré, aunque a veces siento su ruido al abrirse.

Mi abuelo llegó a Rosario en 1950 a estudiar Ingeniería, cosa que intentó en vano durante algunos años. Dejó el asunto cuando se decidió a pintar y hasta entonces no tuvo la más mínima ida de qué hacer con su vida. En el 2015, unos meses antes de que muera, tuvimos diez charlas que fueron grabadas para armar el libro que lleva su nombre, sugerencia y acierto de los editores de Ivan Rosado.

Es su paso por esta tierra extraña contada en primera persona. Un certero monólogo que, en ciertos momentos, evoca sus primeras impresiones de la ciudad y su relación con la Universidad, pero que lógicamente se dedica a pensar su vida en relación a la pintura. Esta charla sobre las pensiones de estudiante, una charla de palabras olvidadas y recuperadas en el azar de otra charla cualquiera, era anterior. Del 2009 o del 2010, años en que yo iba por ahí grabando a quien quisiera contar algo.

El Bar Blanco me parecía más vivo que nunca, y me quedé en la mesa para pensar. Estaba en el Blanco, pero no estaba en el Blanco. Es decir, había dos Bar Blanco enfrentados diagonalmente en una misma esquina. El de punta sureste funcionaba en el que fuera el local original. El de la punta noroeste tenía a los mozos y cocineros de siempre. Ese era mi lugar. Seguí con un par más de vermú y en la vuelta a casa llamé a todos esos fantasmas del pasado que, estoy seguro, están siempre en todas partes. Ninguno dio señales: el silencio también es una respuesta.

Tras buscar en varias computadoras familiares, encontré el audio de la charla en cuestión. La desgrabé y le di forma, pero por alguna u otra razón nunca se la llevé al querido Antonio. Después vino la pandemia, el Blanco que frecuentaba cerró y fue reemplazado por El Tradicional, cuyos dueños afortunadamente mantuvieron la tropa de mozos que venía de antes. Calculo que ahora pago mi deuda. Salud. Y por las dudas ¡salud de nuevo!

La vida distinta 

En esa época había mucha más gente humilde estudiando en la universidad, de manera que había pensiones para gente humilde, de poco precio. Se compartían las piezas y te daban la comida todos los días, menos los domingos a la noche. También había casas muy viejas donde paraban los estudiantes. Existía una ley de Perón que no permitía aumentarle el monto al inquilino, así que se seguía pagando desde tiempo inmemorial el mismo precio, una cosa ínfima. Nunca se desocupaban esas casas, porque si eso pasaba el dueño se hacía cargo y chau, le ponía un nuevo contrato.

Yo fui a parar a una pensión. Tenía diecisiete años y vine a estudiar Ingeniería, que no sabía bien lo que era y no me gustaba. Así que fijate vos qué alegría podría tener. Era un salame, un queso fresco. Sin experiencia en un montón de decisiones porque en mi casa eran bastante represivos. Me importaban, mucho más que el estudio, mis compañeros de clase y los muchachos que conocía en las pensiones.

De alguna manera éramos marginales, porque teníamos una vida precaria. A lo mejor a varios nos gustaba ser marginales y a otros les gustaba más aún. En Rioja y Buenos Aires, por ejemplo, una panadería nos daba las facturas de ayer.

La vida se volvía distinta en estos lugares. Y cada uno tenía su nombre: El Asilo, El Asilito, El infierno, La Temeraria. Estas eran de las más caracterizadas, con personajes conspicuos que hacían de las suyas. Bandidos de buenas intenciones, realmente creativos, pero bandidos.

Algunos lugares eran pintorescos, otros ya pasaban de castaño-oscuro. Empezamos por los pintorescos.

***

La Temeraria era una pensión llevada adelante por un honroso matrimonio de cierta edad. Los que vivían ahí, tipos divertidos, querían pasarla un poco mejor haciendo bromas, y se las hacían a los dueños de casa. Ellos ocupaban una habitación que daba a la calle creyendo que de esa manera controlaban la situación de entrada y salida. Es decir, que nadie entrara con una mujer. Las noches de verano los que se iban de farra salían sin llave. ¿Y por donde entraban? Por la ventana de Los Teme, que la dejaban abierta para que pasara el aire. Se subían por el balcón y pasaban caminando despacio.

Todas las noches, El Teme preparaba el cajón de la basura, el camión recolector andaba a la noche y la costumbre era llenar un recipiente y sacarlo un rato antes. En ese momento, El Teme ya estaba con el piyama puesto. Abría la puerta, miraba para los dos costados para fijarse si había vecinos, porque no quería que lo vieran en piyama sacando la basura, salía rápido a la vereda, dejaba la basura y se metía rápido. Era una secuencia con bastante velocidad. ¿Qué pasó? Llegó la noche en que le ataron una soguita bastante floja al tacho y la ligaron a la manija de la cámara séptica. He aquí que cuando el cajón transpuso la puerta se detuvo, y la basura se desparramó por toda la vereda, con gran regocijo de los espectadores.

Pero la famosa fue el día que se enteraron que El Teme había tomado purga. En esa casa las puertas de las habitaciones daban a un patio común. La cuestión es que los tipos cerraron las persianas y espiaron, y cuando lo vieron al Teme que iba apurado, uno abrió la persiana, se metió al baño y cerró. El Teme golpeaba y el otro desde el baño le decía: “¡Eh!, espere un poquito”.

Como los muchachos estudiaban Ingeniería, tenían recursos en la infraestructura de las bromas. Estábamos en la mesa estudiando y el Petiso decía “Dame un lápiz que está en el cajón”, y vos habrías el cajón y se apagaba la luz, porque el Petiso había hecho conexiones. Eran bromas de todos los días.

A un muchacho un poco mayor que el resto, muy pintón, un santiagueño de apellido Goroztiaga, las minas lo llamaban seguido. ¿Quién tenía novia de los muchachos? Él solo. El resto éramos unos secos, mal vestidos… unos pobres infelices éramos. Cuestión que Goroztiaga hablaba por teléfono mientras nosotros cenábamos en el comedor. Era un clásico ya. Todos los días hablaba con una mina que lo llamaba. ¿Qué se le ocurrió al Petiso? Ponerle un parlante al teléfono. Y a pesar de que Goroztiaga se iba a un rincón y hablaba en voz baja, para darle cierta intimidad a su conversación, todos escuchaban y lo cargaban hasta el día del juicio.

Estas eran las inocencias que hacían mis amigos.

***

En “El Asilito”, con bastante frecuencia, se organizaban concursos para ver quién llegaba más lejos orinando. Y no era así nomás, una ocurrencia de momento. Era organizado el asunto, con inscripción y todo. Pero ahí se estudiaba. También en El Asilito y La temeraria.

En cambio, en El infierno la cosa era distinta. Quedaba en Alem esquina Pellegrini, al lado de los “Hermanos Blanco”, que era el bar donde íbamos los de la Facultad y en donde se juagaba al Tute; se apostaba por diez guita, pero yo no la tenía.

Antes se acostumbraba a prender fogatas en el día de San Pedro y San Pablo. Y como en la zona de Ingeniería no había yuyos ni madera con que armarla, cuando llegó la noche la gente del Infierno vio las mesas y las sillas en la vereda del Bar Blanco, miró para todos lados y sacó una mesa, después una silla, y así le afanó un montón de cosas hasta que armaron el fuego. Los del bar salieron entusiasmados a ver, y cuando vieron las sillas y las mesas en la fogata… la cara que pusieron, se querían morir.

Una vez fui ahí a visitar al Japonés. Estábamos en su pieza y en eso empieza a ponerse nervioso. Me dice: “Vamonós”. “¿Por qué?” le pregunto. “Porque ahora va a haber joda. Pasó Fulano y Mengano. Va a haber joda, ya me doy cuenta”. Agarró una valija y se exilió directamente. Puso libros, ropa, y dijo: “Me voy a vivir a lo de Juan. Vos te quedás acá adentro y no podés salir por dos o tres días”. Si era un viernes, hasta el lunes no salía nadie. Eran farras de treinta o cuarenta personas.

Otra vez me crucé con una chica semidesnuda, comiendo de un plato mientras caminaba; era la novia de uno de los muchachos. Eran las tres de la tarde y estaba ahí, comiendo un huevo frito, sola, con una salida de baño; no le importaba estar semi-destapada… fue una cosa lunática, surrealista, porque no se veía en otro lugar eso. Se había juntado gente singular. Distinta.

Hubo tipos que vivieron ahí muchos años y nunca se inscribieron en la facultad. Uno de ellos era El Potrillo, que estaba casado y tenía un nene en otro lugar, pero llegado el momento se ponía a timbear y se jugaba hasta la plata que le mandaban para comprarle un regalo al hijo. Era tremendo eso. Un día le insistieron tanto que dijo: “Bueno, mañana voy y me inscribo”. Hacía no sé cuántos años que estaba acá. A la facultad habría ido una vez a conocer el baño. Otro era el Tuerto, que le pegaba dos tragos a la ginebra y ya estaba en curda. Y los que vivían ahí decían: “Pobre Tuerto, quiere tocar la guitarra”. Y el Tuerto se pasaba horas haciendo como que tocaba la guitarra, porque no sabía tocar la guitarra. Quería cantar pero no podía ni hablar. Era una cosa tragicómica, impresionante.

***

Chichilo había venido de Santiago del Estero y consiguió trabajo en la policía. Y aunque la policía siempre fue la policía, por supuesto, no era la policía que fue después y quedó hasta nuestros días. Era una policía mucho más provinciana. Chichilo era escribiente, era el que entregaba la Cédula de Identidad. La cuestión es que le dieron un arma, cosa que despertó la imaginación de los habitantes del Infierno. ¿Qué hicieron? Organizaron un campeonato de tiro en el pasillo de la casa.

Te imaginás: campeonatos de tiro, guitarreadas toda la noche una vez por semana… llegó el día que los denunciaron. Estaban en el medio de una joda y la policía golpea la puerta bastante fuerte. Eran dos “cosacos”, dos agentes a caballo, y uno de ellos dice:

—Buenas noches. Ha habido una denuncia por ruidos molestos

—Pero por favor agente, eso es imposible.

—Hemos recibido una denuncia y queremos inspeccionar.

—Debe ser un error.

Mientras engrupían al agente, adentro limpiaban y ordenaban un poco.

—Bueno agente, pase a ver qué es lo que estamos haciendo –dijeron después de un rato.

Y adentro todo el mundo muzzarella. Se habían lavado la cara, todo estaba un poco más presentable.

Los cosacos dejaron los caballos en la vereda y entraron.

—¿Quiere tomar algo agente?

—No, estoy de servicio.

—Una copita agente, una copita.

De poco lo fueron ablandando, imagínate. Le sirvieron una copita, después otra, y por supuesto se mamaron los canas igual que todos los que estaban ahí. Y los pensionistas le terminaron haciendo una apuesta, desafiándolos a que no subían a la terraza por la escalera montados caballos. ¡Una escalera que iba a la terraza! ¿Cómo termino todo? Las canas totalmente mamados, entraron los caballos y los montaron hasta la terraza. Eso también es surrealista. Algo imposible de imaginar.

Así era la vida en esos lugares. Todos los días era así. También se aprendían cosas porque los muchachos más grandes hablaban de política, y uno escuchaba y aprendía. Yo había llegado de Bahía Blanca y era un salame. Un queso fresco. Quería estudiar arquitectura. Pero mi viejo quería que fuese médico o abogado y negociamos ingeniería, que tampoco me gustaba. Mis amigos se fueron a estudiar a La Plata. Mi viejo me mandó acá para que no esté con mis amigos. Pensaba que con ellos me iba a volver un vago ¿Qué alegría podía tener? Lo que más me gustaba era colarme en el cine, o volver a visitar a cuando podía. Y estas cosas que te cuento eran las inocencias de mis amigos. Las andanzas de bandidos, gente de la pensiones, que querían pasarlo un poco mejor.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Santiago Beretta

Nació en Rosario en 1989. Es periodista y escritor. Desde 2010 dirige y edita la revista Apología, con veintidós números editados y cuya propuesta es contar la vida cotidiana de Rosario a partir de crónicas, aguafuertes, relatos y entrevistas. Participó con notas de actualidad, crónicas, relatos y entrevistas en La Capital, El Ciudadano, Rosario Express, De […]

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