Soy fan de Rocky desde mi infancia. He visto las seis películas infinidad de veces y más recientemente también las dos sobre el hijo de Apolo Creed, Adonis, que pueden considerarse una continuación. Soy también coleccionista de action figures sobre los films. Me he preguntado muchas veces qué es lo que tanto me atrae de estas películas, bastante desparejas y muchas de las cuales son de dudosa calidad. De hecho, para buena parte de la crítica especializada, Sylvester Stallone es un actor poco agraciado, un exponente más del cine de acción de bajo vuelo, sin pretensiones, basado en esteroides y explosiones. No lo niego. No es una definición incorrecta, pero me parece algo injusta y parcial. A pesar de sus límites como actor, las películas de Stallone han construido y dado vida a algunos de los personajes más conocidos de la cultura de masas de nuestro tiempo. ¿Quién no conoce a Iván Drago, el alter ego soviético de Rocky, o a Adrian (Talia Shire), su esposa y compañera a lo largo de toda la saga? Lo mismo podría decirse de su entrenador, Mickey Goldmill, interpretado por un magnífico Burgess Meredith. Ni qué hablar de Rambo. Incluso películas terriblemente malas, como Judge Dredd (1995) se han convertido en films de culto. Semejante logro no puede pasarse por alto.
Lejos de quienes desprecian este tipo de productos de la industria cultural, considero que el éxito de sus películas –y en particular el de la saga de Rocky– se relaciona mucho más con sus aciertos que con sus yerros. Podemos discutir la calidad técnica de los films, pero, al margen de lo que cada uno piense, es difícil negarles una extraordinaria capacidad para reflejar –y en muchos casos anticipar– tendencias culturales, políticas y sociales tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo.
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La saga del boxeador de Filadelfia es la historia de un matón de poca monta, solitario y marginal, de ascendencia italiana y fe católica, sin muchas luces pero de buen corazón y, al mismo tiempo, un prisma formidable para mirar las condiciones de vida de las clases populares en los Estados Unidos. No es poco. Si se animan, les pido que tengan un poco de paciencia, suspendan por unos minutos sus prejuicios e incredulidad, y me dejen guiarlos a través de la saga.
Rocky y la clase trabajadora
El primer film, Rocky (1976), es una película extraordinaria. En mi opinión, una de las más destacadas de la década de 1970. Tal vez exagero un poco, pero permítanme hacerlo. Obtuvo entre otros galardones, los premios Oscar a la Mejor Película y a la Mejor Dirección –con un John Avildsen espléndido– y catapultó a Stallone a la fama. Como él mismo cuenta en algunas entrevistas, antes de Rocky sobrevivía a duras penas. Había incursionado sin éxito en el cine XXX y llegó incluso a vender a su perro, Butkus (que luego lo acompaña en sus entrenamientos durante el film). Tras vender el guión pagó una fortuna para recuperarlo. El film tiene logros técnicos destacados, como la secuencia de la pelea final con Apolo Creed, cuidadosamente coreografiada. La música de Bill Conti en estas escenas es maravillosa. Me atrevería a decir que inmejorable. Uno de los grandes momentos de la historia del cine se encuentra precisamente en este film, cuando Rocky, tras soportar una tremenda paliza, cae en el round 14 acompañado por los climáticos acordes de Conti. Stallone, por otra parte, no lo hace nada mal como actor. Su nominación al Oscar es un indicio de ello. Pero más allá de las cuestiones técnicas y los logros artísticos ¿qué nos cuenta y qué muestra la película? El film es un fresco riguroso de la vida de la clase trabajadora pobre en la Filadelfia de los años setenta. Lejos del giro neoconservador de sus films siguientes, Stallone nos muestra aquí el lado oscuro de los Estados Unidos, en momentos, además, en que las políticas sociales de lo que fue el Welfare state a la norteamericana están ya en retroceso. El entorno en el que se mueve Rocky, incluido el gimnasio de Mickey –su mentor y guía, la figura paterna que le falta–, muestra una sociedad fragmentada, donde los jóvenes de las clases populares tienen muy pocas oportunidades y ven el “sueño americano” desde lejos. La vida de su futuro cuñado, Paulie, frustrado por su rutinario trabajo en la industria frigorífica, completa el cuadro de este mundo gris que sostiene el rostro opulento del Tío Sam. Muchos de los fenómenos que se profundizan en las décadas siguientes están claramente presentes en la película: la guetización de la pobreza, el declive de las esperanzas asociadas a los años dorados del capitalismo, la contracara de los excesos de la sociedad de consumo norteamericana, la lucha individual y solitaria, antes que colectiva, por salir adelante. En el film, Rocky se dice una y otra vez que quiere mantenerse en pie en el ring frente al campeón Creed hasta el final –aún cuando eso podría matarlo– porque quiere demostrarse que no es un “pobre tipo” más del vecindario (“another bum from the neighborhood“). No hay una denuncia explícita de las desigualdades sociales ni del capitalismo en sí, pero la película lo hace de todas maneras con contundencia al mostrar la realidad de esa clase trabajadora abandonada y acorralada por los vientos neoconservadores que comienzan a soplar con fuerza. Por todo esto, siempre he encontrado grandes semejanzas entre Rocky y los posteriores films de “denuncia social” del director de izquierda británico Ken Loach. Puede parecer una comparación traída de los pelos, lo acepto, pero si lo piensan bien creo que me van a dar la razón.
Sigamos adelante. El segundo film de la saga, Rocky II (1979), decae técnica y estéticamente y está muy lejos del anterior. Su contenido político oscila. En cierto modo se profundiza la crítica social al mostrarnos a un Rocky que intenta dejar el boxeo debido a las lesiones sufridas, pero no lo logra. Aún cuando ha nacido en el país más rico y poderoso del mundo, no sabe leer bien. No consigue ningún trabajo y sólo logra un puesto como ayudante de Mickey limpiando baños y cargando baldes con escupitajos. Finalmente, frustrado, acepta la revancha que le ofrece Creed, quien quiere derrotarlo con claridad para despejar las dudas que dejó la primera pelea.
Desde una perspectiva de género, la película es menos conservadora de lo que parece. Es cierto que no hay ninguna intención de cuestionar el modelo doméstico tradicional al que Adrian se amolda bien: es una mujer de la casa –al principio sumisa– que va a convertirse en madre. Pero una mirada menos apresurada nos permite ver que dichos roles se tensionan rápidamente. Adrian desoye a Rocky y decide volver a trabajar para enfrentar las penurias económicas que los aquejan. Rocky se siente culpable por no poder cumplir su rol de proveedor pero finalmente acepta que ella es mucho más inteligente que él, y que, a fin de cuentas, seguramente sabe lo que es mejor para ambos. Poco a poco la sumisa Adrian de los primeros momentos se va haciendo más fuerte hasta asumir en gran medida el protagonismo en la pareja.
A partir de aquí, el film gira en torno a las complicaciones del embarazo de Adrian. Rocky está desesperado y pasa día y noche rezando e implorando un milagro. El final feliz de la película –que supone además el final de los problemas económicos con un Rocky convertido en campeón mundial– anticipa la licuación de este costado de denuncia social en los próximos films, y prepara el giro neoconservador (neocon) de las dos entregas siguientes.
Rocky en tiempos de Reagan y el auge del neoliberalismo
En la siguiente entrega de la saga, Rocky III (1982), Clubber Lang –un clásico “villano” hollywoodense– le propina a Rocky una verdadera paliza y le quita el título mundial. Lang es presentado como un boxeador sin principios ni honor –a diferencia de Creed–, fuerte físicamente, pero repudiable en todo sentido. Sin embargo, en el film se lo ve entrenando duro y en soledad, en medio de una extrema pobreza, con el hambre de gloria que mueve a Rocky en la primera película. Algo, evidentemente, ha cambiado. Mientras en la primera entrega de 1976 el director y el guionista buscan que esas circunstancias nos acerquen a Rocky, aquí se demoniza a Lang sin medias tintas. Se lo merece, claro está, es un villano con todas las letras –responsable incluso, en parte, de la muerte de Mickey–, pero también parece que ya no cuentan esas condiciones sociales difíciles resaltadas en los films anteriores. Un indicio fuerte de lo que vendrá en el siguiente film, Rocky IV (1985): el clímax del giro neoconservador de la saga.
El film es, tal vez junto con la primera película, la entrega más conocida. También probablemente la peor en términos técnicos, aunque debe reconocérsele a Stallone intuición e instinto para surfear la ola neocon. Rocky no solo logra aquí lo imposible, vencer en Moscú a Iván Drago, un boxeador soviético muchísimo más fuerte y grande que él, sino que el film sugiere que la derrota de Drago acelera los vientos de cambio en la URSS: las políticas reformistas impulsadas por Mijaíl Gorbachov conocidas como perestroika y glasnost. En la película, incluso, se ve al premier soviético aplaudiendo a Rocky en su discurso final en Moscú. En este sentido, la película es tan ridícula y grotesca como emblemática del exitismo norteamericano en los prolegómenos del fin de la guerra fría y, al mismo tiempo, un reflejo de la crisis terminal del keynesianismo en el primer mundo y la vertiginosa expansión de las políticas neoliberales. Los inicios de la orgía financiera que infligirá durísimas derrotas a la clase trabajadora del primer mundo (y, por supuesto, también a la de América Latina).
Dos décadas para volver a los orígenes
La quinta entrega, Rocky V (1990), es una película irregular aunque con un costado intimista interesante. Rocky, estafado por su contador, pierde su fortuna y debe volver a vivir en el barrio de su juventud. Reabre el gimnasio donde entrenó –que Mickey le deja en herencia y que ahora es la única propiedad que conserva– y se instala en la vieja casa de Adrian y Paulie.
La película vuelve a mostrar que, a pesar del exitismo de los films anteriores, el lado oscuro de los Estados Unidos lejos de desaparecer se ha ahondado. La guetización de la pobreza y la fragmentación social parecen haber crecido y los contrastes sociales se exhiben con nitidez. Sobre todo a través su hijo Robert, que pasa de recibir una educación de élite a tener que vérselas con el mundo real de las y los jóvenes de los barrios marginales de Filadelfia. Hay aquí, no obstante, como en las primeras películas, una relación ambivalente con ese mundo. Por un lado, Rocky siente la vuelta al barrio de su juventud como un fracaso insoportable y lamenta que su hijo deba crecer allí. No obstante, a medida que el film avanza las críticas se van moderando y hasta cierto punto invirtiéndose. En el barrio hay carencias enormes, claro está, y por supuesto violencia, pero también valores, honor, fraternidad, códigos. Por el contrario, para la película queda claro que la verdadera miseria no está tanto allí como entre los ricos, las élites y sus esbirros –como el contador que roba a Rocky. Son ellos los que engañan, corrompen y destruyen los valores comunitarios, como testimonia la historia de su discípulo en el film, Tomy Gunn. Desde esta óptica cobra sentido el tributo que el film le rinde al entrenador Cus D’Amato, reconocido por su compromiso social con infinidad de boxeadores jóvenes, entre ellos Mike Tyson. En el film, Rocky recuerda a Mickey diciéndole que gracias a él sigue vivo, puesto que espera verlo triunfar arriba y abajo del ring antes de morir. Lo mismo que, en una entrevista pública, D’Amato dice acerca de Mike Tyson.
Asimismo, la película es interesante en cuanto comienza a retratar el declive físico de Rocky. Por un lado, no puede pelear por las lesiones que acumula; por otro, las secuelas que le han dejado las peleas impactan también en sus funciones cognitivas y en su cotidianidad. Todo se tambalea en su vida excepto su relación afectiva con Adrian, que como en Rocky II, III y IV, es el principal punto de apoyo de Rocky y la personalidad más lúcida y fuerte. A fin de cuentas, el amor que ambos se tienen es lo único firme e imperecedero en la saga: una suerte de bajo continuo que suena sin interrupción.
Transcurrida más de una década, cuando muchos creíamos que la saga terminaría con la poco feliz pelea callejera entre Rocky y Tomy Gunn (1990), Stallone sorprende a sus fans con Rocky Balboa (2006). Un film correcto que levanta el nivel de sus inmediatos antecesores y en cierto modo retoma los orígenes de la saga. Vemos en él a un Rocky que se acerca a la vejez, muy afectado por la muerte de Adrian y el distanciamiento con su hijo. Lejos del exitismo de Rocky IV, la película vuelve a poner el foco en el ruinoso estado de las clases populares de Filadelfia. El propio Rocky vive sin ningún lujo en el barrio de su juventud –cada vez más deteriorado– y es dueño de un pequeño restaurante, llamado Adrian. Su vida transcurre entre su trabajo en el restaurante, donde cuenta historias de sus peleas a los comensales, y las visitas al cementerio donde conversa con Adrian. La soledad que vive Rocky y el vacío de su vida se palpan a cada instante. Su único amigo es Paulie, su cuñado, quien también enfrenta con dificultades su retiro, atormentado por los recuerdos de una vida que siente haber desperdiciado. Todo se encarrila en parte cuando Rocky decide aceptar una pelea de exhibición con el actual campeón –que busca una estrategia publicitaria para relanzar su carrera–, pero se trata apenas de un paréntesis que preanuncia el inevitable retorno de la soledad.
La ceremonia del adiós
La saga de Rocky entrelaza dos curvas que se cruzan a lo largo de las diferentes películas durante casi medio siglo: la de la crisis del keynesianismo y las consecuencias del auge neoliberal sobre las clases populares de los Estados Unidos –y su correlato en la geopolítica mundial–; y la de su propia existencia que lentamente se va apagando. Un relato en el que, como en La ceremonia del adiós de Simone de Beauvior, la muerte se materializa poco a poco en la paulatina oclusión de las posibilidades y los horizontes. Tendrá, no obstante, una oportunidad más entrenando a Adonis Creed, el hijo de Apolo, en el spin off de la saga, asumiendo un poco el lugar que Mickey ocupara en su vida.
La pendiente de todos modos es clara y en este sentido, sin dejar de ser un producto neto de la industria cultural hollywoodense, sorprende la franqueza con que se habla de la muerte y la finitud. Por supuesto, para Rocky como católico hay vida eterna y se lo escucha a veces imaginar un reencuentro con su amada Adrian, pero esa promesa no alcanza para borrar las dudas y la soledad de la vejez. Rocky lucha por dar sentido a su vida y a pesar del tiempo transcurrido no logra superar la muerte de su esposa y compañera. En la sexta entrega de la saga, hay una escena muy emotiva en la que Rocky apenas logra contener el llanto y la ira mientras intenta explicarle a Paulie la angustia que lo carcome por dentro. Solo sobre el ring parece poder olvidarla. En estos momentos, tengo la sensación de que hay más autenticidad en Rocky Balboa –más allá de la dudosa calidad actoral de Stallone en la escena–, que en mucha de la literatura impostada de los filósofos de moda sobre el tema.
Como buen fan podría seguir escribiendo muchas páginas más pero creo que es suficiente por el momento. ¿Logré interesarlos? ¿Logré convencerlos de que hay un Stallone más allá del neocon repleto de esteroides de Rocky IV o Rambo III? Espero que sí y que el próximo sábado lluvioso, pororó en mano, disfruten y se emocionen con la historia de Rocky.