En una entrevista que le hizo Reinaldo Sietecase, Pedro Saborido recordó de entrada lo extraño que le resultaba llegar como visitante a Rosario y encontrarse con un colectivo urbano que tiene como destino “Siberia” y lo lleva escrito en el frente. Ciertamente, una punta de línea inesperada: “Siberia hay en Rusia y en Rosario.” Es verdad, cuando tomamos el bus o el taxi a la Siberia (el artículo es obligatorio), sabemos que no deberemos atravesar el Atlántico y luego parte de Asia para llegar a destino, ese es simplemente el nombre con que los rosarinos conocemos el lugar donde se encuentra la Ciudad Universitaria –emplazamiento que quizás alguna vez, cuando fue proyectado décadas atrás, fue un lugar baldío y peligroso, alejado de lo que ya hacia hacia fines del siglo XIX se definió como el centro de la ciudad y que delimitaban lo que hoy conocemos como la Avenida Pellegrini y el Boulevard Oroño.

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Difícilmente algún habitante de esta ciudad podría definir el lugar geográfico preciso de la Siberia “verdadera”, tampoco su fauna ni su flora, menos aún su población. Sin embargo esa figura brumosa funciona como un horizonte de sentido que permite la comunicación diaria. Como tantas veces, un término insólito termina por naturalizarse y ello es así porque Siberia es una figura que evoca desde hace siglos el fin del mundo –“Ir a Siberia es como ir a Helsinki, o a la concha de su madre”, agrega Saborido.

Por esa razón, hace ya muchos años, a la cárcel ubicada en Tierra del Fuego se la llamó la “Siberia argentina”. No sorprende entonces que la historiadora Lila Caimari (2003) titule la Siberia criolla a su investigación de aquel célebre penal que funcionara entre 1896 y 1947 en Ushuaia. Aunque quizás deberíamos sorprendernos: para nombrar un territorio que se ubica en el extremo sur de nuestro continente –tan cerca del Faro del fin del mundo que inspiró a Julio Verne– apelamos a otro nombre que extraemos de otro fin del mundo, ubicado en ese caso en la estepa asiática. Pero hay más: también en el extremo norte del país la localidad de Abra Pampa fue llamada hacia el siglo XIX la Siberia argentina, en ese caso mentando la soledad de la puna jujeña.

Ojo: ese desplazamiento puede invertirse y ocurre entonces que Ushuaia queda habilitada para convertirse en metáfora del fin del mundo para los habitantes de otras latitudes, de hecho, hubo en décadas pasadas un programa de documentales en la cadena TF1 de Francia que se llamaba Usuahia, le magazine de l’éxtrême –emisión con ribetes ecológicos que alcanzó fuerte popularidad, al punto que su conductor se candidateó a la presidencia de aquel país en 2012.

En suma, con nuestra Siberia rosarina tenemos tres siberias argentinas. Tal la pregnancia de esa figura ancestral que menta, decíamos, lo lejano: un territorio inhóspito, frío, desértico, desolado, y como si todo eso no bastara también el campo de detención, y eso lo sabemos, sobre todas las cosas, porque allí fueron desterrados Dostoievski en el siglo XIX y Sozhenitsyn en el XX.

Arquetipos

Entre la leyenda y el mito, el nombre Siberia se incluye dentro de las metáforas arquetípicas, aquellas que estructuran las formas elementales de nuestro entendimiento, metáforas que atraviesan indemnes el tiempo y nos remiten a significaciones universales como las que evocan los pares luz/oscuridad, frío/cálido, vejez/juventud, oriente/occidente, pero también nómades/sedentarios, agricultores/pastores, amigos/enemigos. Paul Ricœur decía que las metáforas arquetípicas se encuentran en el campo del simbolismo antropológico, aquel que se corresponde con el relato mismo de la humanidad. (…) se trate de la altura o de la profundidad, de la dirección adelante o atrás, del espectáculo del cielo y de la localización terrestre, de la casa y del camino, del fuego y del viento, de las piedras y el agua…”

De ese modo funcionan los arquetipos: un concepto canonizado por la cultura sirve como fuente de inspiración para nombrar algo nuevo, algo que hasta ese momento no tiene nombre. Son esas constelaciones las que aparecen en boca de quienes exploran territorios desconocidos, se trate ya de conquistadores, colonizadores o fundadores de disciplinas científicas.

Cuando hacia 1542 Francisco de Orellana fue arrastrado por las aguas de un inmenso río desde el Perú al Atlántico –travesía que al parecer inspiró el film Aguirre, la ira de Dios de Werner Herzog (1972)– se encontró con una tribu compuesta por mujeres con las que entabló combate, o al menos eso es lo que relata su cronista. No tuvo que forzar demasiado su imaginación para bautizarlas con el nombre de amazonas, palabra tomada, claro, de la mitología griega, casi se diría que era el término obligado que su universo cultural –que en buena medida sigue siendo el nuestro– le ofrecía para designar a una sociedad matriarcal y guerrera. Otros desplazamientos metafóricos hicieron que ese nombre se asignara también al río en cuestión y luego a la selva que lo rodea –la Amazonia hoy, como sabemos, en riesgo de extinción. Es así entonces que el río más largo del mundo, ubicado en el trópico, lleva un nombre que nos conduce a leyendas contadas miles de años atrás en lugares muy lejanos, el Amazonas, en fin, lleva la marca de Homero y Heródoto.

Catacresis

Pero las más de las veces a lo desconocido se lo nombra apelando a un procedimiento que transita entre la comparación y la analogía. Puesto ante su descubrimiento, el observador nombra el nuevo objeto vinculándolo con uno anterior y conocido, pero inmediatamente señala su especificidad, lo sitúa en un espacio y tiempo determinado. La figura retórica que mejor define esa operación es, me parece, la catacresis, metáfora que supone un desplazamiento de significados en el que subyace una forma peculiar de analogía, la que a grandes rasgos consiste en recordar el origen y al mismo tiempo olvidarlo, como cuando decimos: la “pata de una mesa”, la “hoja de una navaja”. También cuando “dividimos por 3” o “por 500”, es decir, por cualquier cifra que no sea estrictamente el número dos, reincidimos en esa figura. En buena medida el vocabulario de lo que en las ciencias sociales llamamos tradición de discurso se compone de movimientos catacresis: “despotismo democrático”, “campo intelectual”, “jacobinos del Río de la Plata”, “tecno-feudalismo”, “gramscianos argentinos”, etcétera.

Lo que importa es la invención de sentido: el Facundo de Sarmiento es un ejemplo verdaderamente extraordinario del uso de analogías que hacen de oriente –y en este caso del África– una de las claves para explicar las vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo: “Las hordas beduinas que hoy importunan con sus algaradas y depredaciones las fronteras de Argelia dan una idea exacta de la montonera argentina, de la que se han servido hombres sagaces o malvados insignes”. Los nómades árabes y el desierto nos explican los gauchos y la llanura: la barbarie.

Volvamos a nuestra ciudad: la importancia de la actividad anarquista hizo que hacia 1910 se hablara de Rosario como “la Barcelona argentina”. Casi para confirmar la creencia de que “quien hereda un nombre hereda un destino”, algunos años más tarde la expansión incontrolada –igual que hoy– del crimen organizado promovió el mote de “Rosario, la Chicago argentina”, lejos de la visión de aquella ciudad virtuosa, hija del esfuerzo y el trabajo de sus hijos que había institucionalizado, entre otros, Juan Álvarez en su Historia de Rosario. Así nos lo recuerda una compilación que viene de publicarse algunos días atrás, Historias de la Chicago argentina, con trabajos, entre otros autores, de Agustina Prieto y Mario Gluck.

La catacresis comporta siempre equívocos. Por esa razón nuestra Siberia rosarina, así como la playita de arenas artificiales sobre el Paraná que los socios de Central llaman el “Caribe canalla” pueden dar lugar a la risa o a la ironía en lo que tienen de disparatado. Al mismo tiempo son nombres que ya nadie podrá evitar, invariantes que permiten la comunicación entre el pasado y el presente. Ahí está la memoria de la ciudad. Solo a un extranjero se le ocurriría llamar Albert Sabin (el médico de la “Sabin oral”) a la avenida que todos los rosarinos sin excepción llaman “Travesía”, quizás porque en el pasado era una odisea atravesarla. Las páginas de la municipalidad parecen haber llegado a un acuerdo que contempla a las partes y se la nombra con otra bella metáfora: “avenida Travesía Albert Sabin”.

Lo asombroso es la vigencia semántica que revelan esas figuras. ¿Qué tienen en común las “amazonas tropicales” con las amazonas de la Hélade, aquellas que los historiadores de la antigüedad ubicaban en las cercanías del Mar Negro? Del mismo modo, ¿qué tienen en común la Siberia del “Archipiélago Goulag” con nuestra Siberia rosarina que antiguamente fue una modesta estación de trenes de la compañía Oeste Santafesina? ¿Y todavía, que tiene que ver nuestro caribe canalla con el mar Caribe y con los indios Caribes que le dieron el nombre, aquellos que encontró Colón y que siglos más tarde J.J. Rousseau puso como ejemplo del buen salvaje? Los cultores escépticos de las ciencias sociales dirán que es más que difícil encontrar algún vínculo y es cierto que para cualquier principiante en las ciencias la sospecha podrá demostrar que no tienen nada en común –y esa evidencia, se nos dice, resuelve el problema, lo hace desaparecer. Para nosotros, en cambio, no hace más que confirmar el misterio: lo que tienen en común es precisamente el nombre.

Pedro Saborido tiene razón: “Siberia” es un nombre absurdo, salvo para los rosarinos, para quienes es una palabra perfectamente lógica, tanto como designar “leprosos” y “canallas” a sus hinchadas de fútbol. Es precisamente por la intermediación de esas figuras que nos reconocemos en nuestra singularidad y es eso lo que nos hace pertenecer a una misma ciudad: como sabemos, la Siberia está en la “República de la Sexta” –otro nombre cuya etimología ha dado lugar a diferentes intepretaciones, otra metáfora que nos muestra una maravillosa fusión de sentidos dispares.

Distanciándonos de la crítica que buena parte de la filosofía contemporánea ha desatado contra los universales –vehículos de la denostada metafísica– habrá que señalar que son esas figuras genéricas que anidan en el lenguaje las que hacen posible la transmisión cultural o, dicho de otra manera: sin ese sentido que llamamos figurado no hay manera de que las cosas se vuelvan inteligibles y, en este caso, descubramos nuestra identidad. Cuando decimos “Me tomo el bondi a la Siberia” acoplamos un mito venido del fondo de los tiempos con la cotidianeidad más trivial, una conjunción misteriosa que nos enfrenta no ya con la diferencia sino con la mismidad del mundo.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Alejandro Moreira

Profesor de Teoría Política

El tipo y la calidad de los sacos que usa desde hace décadas Alejandro Moreira no cabe en esa categoría que impusieron las casas de vestir, “sport”. Porque son sacos que se “leen”: enseñan en su percha a un profesor universitario, pero también a un conversador, en él caben las charlas y las discusiones de […]

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