La causa Malvinas[1], se dice, es una causa de unidad. Lo mismo que el Nunca más. Sin embargo, una y otra tienen a sus negacionistas y sus disidentes. Sin ánimo de hacer críticas personalizadas, sino de debatir ideas, esta nota repasa una característica que es frecuente en los escritos de la intelligentzia progresista nacional: la capacidad de ver más grande la paja en el ojo propio que la viga en el ojo ajeno –no hay ningún error en el enunciado: el refrán está dado vueltas a propósito, porque es lo que sucede. La nota propone varios ejercicios de simetría, que van de la historia a la política y de las metáforas visuales a la metodología en ciencias sociales.
UNO
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En un mapa de la República Argentina, las Islas Malvinas se destacan por varias razones. Una de ellas es que su imagen, tantas veces y en tantos soportes reproducida, acabó por convertirse en lo que el historiador Benedict Anderson ha llamado un mapa logo, esos que una comunidad puede reconocer por su forma incluso si faltan referencias para ubicarlo. El de Malvinas, además, es un logo que tiene cierta simetría. Para Carlos Gamerro –el autor de Las Islas, junto a Los pichiciegos, de Enrique Fogwill, una de las ficciones más perturbadoras que se ha escrito sobre la Guerra de Malvinas– lo inconfundible de su forma coloca al mapa en el renglón de los íconos nacionales –“con las manos de Perón, el rodete de Evita, la sonrisa de Gardel y la melena de Maradona” (no menciona, curiosamente, la cara del Che). Pero lo que para el mismo autor promueve una “peculiar fascinación” es su “simetría geográfica”, aquello que, asegura, lo asemeja a una mancha de Rorschach, “esas manchas simétricas de tinta en las cuales el paciente puede reconocer las formas del delirio o del deseo, y el médico estudiar las de su locura” (Gamerro, Shakespeare en Malvinas, p. 13).
Si a esto se me permite agregar que el Estrecho de San Carlos tiene todo el aspecto de una grieta, el carácter icónico, para el cínico o el morboso que casi todos llevamos dentro, no podría ser más completo. La simetría de la que habla Gamerro, claro está, es inaceptable para matemáticos o ingenieros. No es una simetría geométrica. Solo es válida para temas que admiten la metáfora como medio de búsqueda, como disparador de reflexión. Y este es uno de ellos.
DOS
Cuando en los años 1970 la historia de las ciencias entraron en crisis, algunos sociólogos de la universidad de Edimburgo –una de las cuatro más antiguas de Escocia– hicieron una denuncia: mientras que las ciencias sociales aplicaban reglas claras y exigentes para abordar sus objetos de estudio, cuando se estudiaban a sí mismas no eran tan estrictas.
Recuerdo haber llegado a la lectura de sus textos durante las clases de epistemología del profesor Félix Schuster. Durante una de sus visitas a Rosario, en 1997, dedicó una larga clase al “programa fuerte de la sociología del conocimiento científico”. David Bloor, autor del emblemático manifiesto, decía que cualquier explicación sociológica debía guiarse por cuatro principios: causalidad, imparcialidad, simetría y reflexividad. Los dos primeros sonaban a historicismo y el cuarto, que parecía el más novedoso, ya lo había adquirido estudiando a Pierre Bourdieu. Mi atención se quedó con el tercero, con el principio de simetría. No ciertamente por los alcances que sus promotores esperaban en sociología –debía emplearse tanto para explicar los aciertos como los errores, la verdad como la mentira– sino por el potencial que le otorgaba el mero hecho de tenerlo presente toda vez que enfrentara un tema. O la crítica de un tema, lo que por entonces estaba más cerca de mis posibilidades.
Ese principio, lo supe más tarde, es el que permitió abrir lo que los científicos sociales llamamos “la caja negra”, esa zona donde ocurren las interpretaciones y las explicaciones, que muchas veces no se muestran al desnudo porque es donde ocurre la magia. El principio de simetría de Bloor, siento y pienso desde entonces, es un palito que puede usarse para hacer saltar trampas propias y ajenas.
TRES
Escribo esta nota el día de la Memoria para que sea publicada el 2 de abril, cuando se estarán cumpliendo 40 años del desembarco en las Islas de una operación anfibia protagonizada por una fuerza conjunta –unidades de la Armada Argentina y elementos del Regimiento de Infantería 25 de Ejército Argentino. El propósito expreso, según sus responsables directos, era el de terminar con el dominio británico sobre las Islas y recuperarlas para ejercer sobre ellas la soberanía nacional. No descarto que algunos pocos consideren celebrar aquella iniciativa que, como se recordará, en los días inmediatamente siguientes gozó del apoyo de vastos sectores de la población. Pero estoy seguro de que, mayoritariamente, hoy los argentinos somos conscientes de que se trata de un día de conmemoración durante el cual no hay nada para celebrar: los muy pícaros querían recuperar “soberanía” sobre un territorio (el archipiélago) pero para un pueblo (el argentino) al que habían arrebatado la “soberanía” y lo habían sometido a vejámenes varios. Si no fuera cierto sería una broma de mal gusto. En eso se parecen bastante el 2 de abril y el 24 de marzo. Son días para hacer memoria, para recordar que no fue una pesadilla.
CUATRO
Merecen reconocimiento y acompañamiento los veteranos de esa guerra, algunos de quienes todavía dan batallas no menos difíciles para conseguir atención médica o remedios. Otros esperan justicia en causas que conciernen a torturas y violación de derechos humanos en las Islas durante el conflicto. Otros, los que cometieron esos crímenes, esperan ser juzgados, o tratan de evitarlo. También son veteranos, por lo que esa última condición es compartida y de todo hay en el conjunto. De la misma manera que en otro conjunto más grande, argentinos, las identidades se superponen y no se excluyen.
Lo que asigna la cualidad de veteranos de la guerra de Malvinas (VGM) no es lo que cada uno hizo en la única guerra convencional que las Fuerzas Armadas argentinas libraron contra una potencia extranjera, sino que transitaron por esa experiencia, que para los argentinos que nacimos en los siglos XX y XXI es completamente extraordinaria. Y al contrario de lo que podría esperarse, el lugar que ocuparon y ocupan en las políticas oficiales y en la sociedad no reviste esa misma calificación. Si en su libro ¿Qué hacer con los héroes? Daniel Chao muestra que legisladores y gobernantes se pusieron en marcha de forma más o menos inmediata para tratar algunos problemas que presentaba el regreso al continente de los que volvieron de la guerra y las familias de los que cayeron en el campo de batalla, el proceso de reconocimiento de este nuevo sujeto –producido por una decisión de un gobierno de facto, pero inevitablemente encarnado en nuestra sociedad desde el minuto cero– no fue ni ágil ni sencillo.
El mandato de desmalvinización coetáneo al comienzo del primer gobierno democrático posdictatorial, la lentitud que suponen los circuitos estatales, y la construcción de un sentido común que –por mor de proteger una democracia que pasó varios años en neonatología– asociaba a los veteranos de Malvinas con los militares que habían secuestrado, torturado y desaparecido a sus propios connacionales, lo complicaba todo. Pero hubo más. Como escribió Federico Lorenz, el suicidio de cada veterano que regresó al Continente señala a “alguien que, entre otras cosas, no encontró un lugar social para compartir lo que había vivido, en nombre de todos.” El reconocimiento estatal no es todo: un pequeño grupo siente que puso en juego su vida por un conjunto grande que no lo reconoce. Si la reciprocidad era, en este caso, imposible: ¿lo era la simetría? Unos pocos pensaron en ello. Gamerro acierta cuando dice que, terminada la guerra, “…los veteranos, aunque pertenezcan a bandos enfrentados, se entenderán y se sentirán mejor entre ellos que con quienes no estuvieron en la guerra y nunca podrán entender lo que vivieron.” (Shakespeare, 38). La reciente película de Lola Arias, Teatro de Guerra, también va un poco de eso.
CINCO
Jorge Luis Borges, siempre ácido, internacionalista y despreocupado por ser impopular, sugirió que la Guerra de 1982 le hacía pensar en “dos pelados peleando por un peine”. En abril de 1983, cuando Néstor Montenegro le preguntó qué hubiera hecho él en lugar de la Junta sobre la decisión que condujo al 2 de abril de 1982 respondió: “Adolecemos de un casi inhabitado territorio. ¿A qué dilatar el desierto con dos desiertos más, que nos quedan lejos?”
Ambas ideas, las de desierto y lejanía, tienen una larga historia de asociaciones con las islas, pero reparemos en las dos asimetrías flagrantes que condensa la respuesta de Borges. Comencemos por la distancia.
Si el “nos queda lejos” alude a los argentinos –aclaración que con este escritor es necesaria, porque reconocía a sus antepasados ingleses como su propia patria–, el archipiélago le quedaba más lejos todavía a los invasores de 1833. Como bien sabemos los historiadores, lejos y cerca son dos apreciaciones intercambiables para designar la misma distancia geométrica. Solo se necesitan cambios sensibles en los predicativos no obligatorios, en la tecnología en los medios de transporte o en las dificultades que un tercero proponga para atravesar esa distancia. Para Borges, como para muchos argentinos que piensan que las Islas están lejos –más para el porteño que para el fueguino, pero siempre menos para el de La Quiaca que para el de Plymouth o el de Londres–, el ejercicio recomendado sería pensar por qué Gran Bretaña sublimó y venció esa distancia física –26 veces superior a la que existe entre las Islas y las costas patagónicas del Atlántico Sur– y durante 149 años no cedió al reclamo argentino (detengo la cuenta en 1982 porque la Guerra cambió la ecuación y la escalada militar desde entonces, no se ha detenido). Esa pregunta puede conducir a respuestas interesantes.
SEIS
Prosigamos con el desierto, idea que remite a esterilidad, inutilidad y –en el vocabulario de algunos empresarios– a déficit. Aunque todos estemos pensando en casos mediáticos contemporáneos, la asociación entre Malvinas y el concepto de desierto tiene raíces profundas. Forma parte de un repertorio de imágenes usadas para perseguir o declinar un objetivo posterior.
En la Biblioteca Nacional de Madrid se conserva un manuscrito donde el gobernador y capitán general de Chile, Manuel Amat i Junient, decía en 1760 que justo frente al Sur de la Patagonia atlántica se dejaban ver unas Islas despobladas y yermas conocidas como las Islas desiertas, que serían seguramente las “Malovinas”. La misma percepción manifestó en 1763 el conde de Choiseul, ministro de Luis XV que, aunque mantenía excelentes relaciones con sus pares españoles, había sido entusiasmado por los primos Louis Antoine y Nerville de Bougainville para montar una colonia en esas latitudes. Tras la definitiva derrota ante los ingleses en el Atlántico canadiense durante 1763, Francia necesitaba reorganizar su plan imperial y tenía una población disponible (los acadianos, a los que alojaba provisoriamente) para trasladar e implantar. Como se sabe, así lo hizo, y esa colonia francesa (fundada en 1764 como Port Louis) fue luego entregada al primer gobernador español de las Islas, Felipe Ruiz Puente, quien las gobernó desde 1767 en nombre del rey de España.
Pero hasta el desembarco de Bougainville, la opinión de los gobernantes sobre las islas no se basaba en información empírica. Más allá de que desde comienzos del siglo XVI habían sido “avistadas” e incorporadas a una cartografía que se pretendía universal, ministros, asesores y gobernantes ni siquiera podían decir con exactitud dónde estaban localizadas. Afirmar que eran un desierto no provenía de la experiencia de reconocimiento sino de un conocimiento de otro tipo. Uno que operaba proyectando fantasmas, como sucedió con el resto de los espacios que la Europa colonizadora en expansión todavía no conocía y en los cuales depositaba sus temores tanto como sus desafíos y ambiciones. La idea por siglos persistente de que el estrecho del Bósforo estaba custodiado por dragones hace honor a una de sus versiones medievales. Hace muchos años, la historiadora Mary Louise Pratt hizo notar que la literatura colonial permite vincular en ese punto los fríos archipiélagos con los tórridos desiertos africanos.
Después de 1764, una vez que las islas fueron reconocidas y ocupadas, comenzaron a ser imaginadas como un recipiente que debía llenarse, lo que amplía al menos los sentidos de un desierto. Los colonizadores franceses pretendieron poblarla con acadianos y los españoles, siguiendo sus tradiciones, llevando reos, vagos o gitanos. Los ingleses, que ya habían intentado ocupar la islita que llamaron de Saunders por el lado nor-occidental, expulsados por la Armada española en 1770 –volverían en 1771 y se irían una vez más en 1774–, también formularon argumentos similares. Samuel Johnson, un panfletista interesado en que no se hiciera la guerra a España, aseguraba que Gran Bretaña tenía poco para ganar y que “esa isla” (hablaba solo de una, algo que en general se ha dejado pasar) estaba “al margen de todo interés humano, tormentosa en invierno y estéril en verano; una isla que ni siquiera los salvajes del sur se dignaron habitar […] que hace mirar con envidia los exilios en Siberia…”. ¿Acaso alguien fue tan lejos? Ah, sí. Mucho más acá en el tiempo, Julio Cortázar.
Samuel Johnson se oponía frontalmente al lobby de los mercaderes del Almirantazgo británico, que sacaban rédito de un mundo en guerra y de un imperio en expansión permanente. El conde de Aranda trataba de evitar a toda costa una nueva guerra con Inglaterra y pensaba que defender el Atlántico Sur sin un puerto más cercano era sino imposible, muy difícil. Los ministros de Luis XV querían recuperar la Acadia perdida, pero sin fastidiar la alianza con el gobierno español de Carlos III, quienes habían firmado un tercer pacto de familia y, finalmente, acordaron repartirse la defensa del Atlántico, demasiado vasto para cualquiera de las dos coronas.
El desierto como argumento fue utilizado por plumas variadas y con propósitos bien distintos: para despreciar el objetivo o para mostrar que todo estaba por hacer. Investigar sobre los usos plurales de un argumento es útil. Sirve para reponer los escenarios de conflicto, para restituir las voces que expresan diferentes intereses, para ver las tensiones internas en esas monarquías lanzadas a los mares para canibalizar el mundo en los albores del capitalismo industrial.
SIETE
A finales de los años 1760, todas las cortes barajaban el argumento de la distancia o del desierto para evitar que se gastara dinero en una empresa o para perjudicar a rivales políticos. El enfoque simétrico enseña que no debemos imaginar que solo una de las partes del conflicto es compleja y rugosa, mientras que las que están enfrente, son planas, monolíticas, sólidas. Con recordar que “en todas partes se cuecen habas” habremos dado un buen primer paso.
Pero la idea del desierto, en sí misma, es profundamente colonialista y el colonialismo, como la gripe, lo hemos padecido todos. Hasta los europeos.
Europa misma fue considerada un desierto por sus conquistadores asiáticos. Según Heródoto, los escitas se apoderaron de un desierto. Plantar un desierto en un mapa servía (y sirve) para desanimar tanto como para animar. Para aplanar y para repartir. Los ministros de todas las monarquías de Europa, en la segunda mitad del siglo XVIII, se habían convencido de que el aspecto físico o la habitabilidad de las islas del Atlántico sur eran intrascendentes porque, hacia la segunda mitad de la década de 1760, después de que el Caribe se convirtiera en campo minado, sabían que su importancia derivaba de su ubicación como conector de los dos océanos, como puesto de paso en un sitio clave de las rutas del mundo. Todos los asesores de los monarcas europeos –que hablaban sin saber nada de las Islas, pero sabían mucho sobre hacer rosca para gobernar el mundo– coincidían con el temprano diagnóstico de Amat, para quien la nación que ocupara el archipiélago sacaría ventaja sobre las demás.
En una comunidad internacional que parecía estar de acuerdo con el valor de la posesión concreta para adquirir jurisdicción, considerarlas un desierto les asignaba el estatuto de un territorio disponible sobre el cual podían lanzarse. Cada una de las monarquías que se lo disputaban podía financiar incluso la producción de teorías que convinieran a sus posibilidades. La compañía de las Indias Occidentales, desde 1602 un actor con gran presencia en los negocios y los mares del mundo, contrató al joven jurista Hugo Grocio para que redactara los argumentos más convenientes al ejercicio del libre comercio. Según una comprensión coetánea e interesada del problema, todo el mar –y las islas que no eran adyacentes– debían ser territorio liberado, un desierto político. Algunas justificaciones tenían propósitos difíciles de disimular.
OCHO
“La mistificación es una combinación dosificada de mentira y verdad”, escribió en 1982 Carlos Brocato en un manifiesto contra la guerra de Malvinas. Si mistificar es engañar o embaucar, tanto como deformar y falsear el carácter de una cosa, Brocato tenía toda la razón cuando lo aplicaba a las justificaciones esgrimidas por la Junta Militar al inicio de la guerra, llamándolas falacias. Pero esta misma calificación, con las mejores intenciones, se traslada a veces a ciertos análisis históricos o geográficos donde opera una mirada crítica o disidente hacia lo que, pensamos, es cierta unanimidad “argentina” alrededor del reclamo soberano.
Algunos se han dedicado a deconstruir mitos. Aunque no es un engaño deliberado, el mito intenta transmitir como verdadera una historia o una afirmación que tiene tintes que no lo son. Todo esto se concentra sobre una idea que ha tenido éxito, la del “nacionalismo territorial argentino”, cuyas raíces suelen ubicarse a finales del siglo XIX. Muchos de estos autores (como Carlos Escudé, Luis Alberto Romero, Pablo Lacoste o Carla Lois) han ofrecido argumentos para sostener que Argentina no perdió territorio sobre Patagonia –sino que los ganó–, que no tiene soberanía sobre la Antártida –sino que participa de un tratado–, que la soberanía sobre Malvinas no depende de factores geológicos –porque estos “no dan” soberanía–, y que las ampliaciones de plataforma continental no pueden depender de decisiones unilaterales. En estas miradas, los mapas oficiales argentinos cristalizarían estos mitos, haciéndolos creíbles a una población –finalmente, serían mitos que, una vez cartografiados, sirven para mistificar.
Respecto de Malvinas, que es ante todo un territorio cuya soberanía es reclamada y por lo tanto, todavía, un territorio disputado, la situación no puede ser abordada desde un solo foco. Exige que estas consideraciones, si no pueden ser investigadas de consuno –porque puede ser difícil, incluso para un equipo– al menos sean calibradas teniendo en cuenta un abanico de preguntas que permitan contextualizar las afirmaciones oficiales. En resumen, el conflicto diplomático debe ser considerado parte del contexto de producción –de los mapas, de las decisiones sobre la plataforma y de cada una de las que se tomen en función de ese territorio disputado.
Insisto, sin exigir investigación, mientras se observa esa producción de discurso oficial desde Argentina (la facilidad para ver la paja en el ojo propio), cabría al menos tener presente que, históricamente, Gran Bretaña también tiene una tradición cartográfica que expresa “deseo territorial”. En muchas ocasiones puso los mapas delante de los barcos y luego pretendió utilizarlos como pruebas. Las islas Malvinas, por ejemplo, aparecen pintadas de color carmín en mapas de 1753 que, diez años después, hacían circular, azorados, los ministros de Carlos III, como prueba no de los derechos británicos, sino de que los británicos estaban reconsiderando asentarse en las islas.
Al hablar sobre la forma en que se fija la plataforma argentina, habría que mirar cómo lo hacen los demás países y ante qué foros las validan. En el caso de Gran Bretaña, debiera citarse que ha ampliado sus zonas de exclusión alrededor de muchas de las islas que mantiene bajo sus dominios –como la creación de una zona de protección de recursos de 160 millas náuticas alrededor de Malvinas en 1986 (la FICZ)–. El argumento es llamativo: aseguran que dichas ampliaciones evitan conflictos con la Argentina. También debiera tenerse presente la inveterada práctica británica de no respetar los acuerdos firmados con otras coronas (en los siglos XVII y XVIII) o, después de la creación de la ONU a mediados del siglo XX, hacer caso omiso a las decisiones de organismos plurinacionales.
Muchos de estos prolijos ejercicios de autocrítica, que son excelentes insumos para repensar estrategias de negociación evitando los terrenos cenagosos, presumen no obstante que todas las fallas están del lado propio. Habiendo también viga en el ojo ajeno, no se la estudia, ni siquiera se la señala. Así como la alegría no solo es brasileña, la mistificación no es solo argentina.
NUEVE
La declaración de Madrid (19 de octubre de 1989) dio origen al período que se llama de paraguas de la soberanía y, entre los especialistas en relaciones internacionales, se afirma que los acuerdos que se hicieron bajo ese artefacto –que más que paraguas es una heladera– no pueden volver a poner en discusión ese tema central. El actual gobierno pretende modificar este aspecto, lógicamente, para avanzar en negociaciones que no tengan restricciones de agenda. Como se ha dicho, mientras que algunos señalan la unilateralidad de decisiones argentinas como la creación de una zona económica exclusiva (1991), no consideran su deber señalar también los avances británicos en materia de explotación pesquera y petrolífera sobre aguas que, incluso para los organismos internacionales, son argentinas. El debate casi nunca aterriza en la cuestión material.
Uno de los problemas que tiene la Argentina en este sentido, remite a la cuestión militar: la España de Carlos III consiguió hacer cumplir pactos escritos y cláusulas secretas cuando se encontró en una superioridad militar enorme y evidente –la evicción de Puerto Egmont el 10 de junio de 1770–; la revolución de Mayo impuso desde Buenos Aires la adhesión al nuevo gobierno a sangre y fuego, comenzando por la creación de un “ejército de observación”; en cambio, los organismos multilaterales de negociación no disponen de la fuerza para constituirse como autoridad de aplicación, y los dispositivos de defensa marítima de la República Argentina no tienen la musculatura que le permita una presencia persuasiva en las aguas del Atlántico Sur que intimide, por ejemplo, a quienes invaden para pescar. Hay, pero hace falta más.
El PBI de Malvinas es uno de los siete más altos del mundo. Según datos del gobierno de las Islas, en 2019 el 40% de ese PBI fue resultado de la pesca. Esa pesca fue realizada parcialmente en aguas sobre las que la Argentina tiene derechos –pero de hecho no puede transitar ningún buque con nuestra bandera. Mientras tanto, en tierra firme, comer pescado es casi cosa de ricos. En España, el mejor calamar que ofrecen las cadenas de supermercados proviene del Atlántico Sur y está etiquetado como “argentino”, para saber que es “el bueno”. Todo esto es menos romántico que la soberanía por sí y para sí. Pero la soberanía alimentaria –de la que muchos no quieren ni oír hablar, porque son Vicentín– tanto como la soberanía ecológica –lo mismo, ahí son Monsanto– tienen todo que ver con la posibilidad de un ejercicio cierto de la jurisdicción y la defensa sobre estos espacios.
DIEZ
Los colegas e intelectuales que, con sanas intenciones de aportar al debate, se enfocan en los efectos para ellos mistificadores que las Islas provocan –como si las islas pudieran hacer algo– sobre los productores de cartografía, historia o simplemente política argentina han hecho aportes importantes. Pero lo hacen sin formularse preguntas que ayuden a contextualizar el conflicto. Lo hacen sin preguntar nada acerca de la construcción de la Commonwealth, de los crímenes que oculta el elegante nombre, de los abusos a personas, pueblos y naciones que la misma supone. Sin revisar los hechos de fuerza luego travestidos como pruebas de derecho y están dispuestos a aceptar tranquilamente, sin ningún titubeo, que el statu quo británico en las Islas es un dato que nos tiene que dejar tranquilos, esperando serenamente que la situación se resuelva.
Intelectuales y científicos sociales del todo el arco democrático tenemos dos coincidencias profundas: necesitamos y nos ganamos total libertad para pensar y producir, y nos repugnan profundamente los infames que llevaron adelante la feroz dictadura cívico-militar con participación eclesiástica y empresarial, esa que redujo el país a una de sus más pobres expresiones en todos los planos. Pero debiéramos ponderar en qué medida ese sentimiento, que se extiende sobre quienes iniciaron la guerra, ha incidido sobre los supuestos básicos con los que abordamos nuestro trabajo. Hay que ponerlos sobre la mesa para que no nublen nuestra vista. La disputa por el Atlántico Sur –que es un asunto de alta política, de diplomacia y de defensa, pero también objeto de estudio de varias ciencias sociales y humanas– hoy ni siquiera es solo con una nación. Su abordaje requiere reconocer una compleja construcción multinacional, nacida de abusos y agresiones que se alimentaron lentamente desde el siglo XVIII hasta la actualidad y se transformaron en “legales” con base en decisiones unilaterales y acuerdos convertidos en papel picado. Gran Bretaña tiene una larga tradición en transformar sus pruebas de fuerza en pruebas de derecho. Eso, moralmente –lo que en este caso se puede intercambiar por históricamente– no puede ser naturalizado.
ONCE
Esta mañana, durante el acto que tuvo lugar en el Polo Científico Tecnológico (Buenos Aires) durante el cual el presidente Alberto Fernández homenajeó a ocho miembros del CONICET detenidos-desaparecidos por la Dictadura, sentado entre la titular de Familiares de Desaparecidos y Detenidos (Angela “Lita” Paolin de Boitano) y la representante de Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora (Taty Almeida), dijo que las dictaduras latinoamericanas tuvieron algo en común: “a nada le temieron más que al pensamiento, nada fue más peligroso”.
Se me ocurre un último ejercicio de simetría, esta vez ajustando el foco en alguna de las revisiones que, como señala la intelectualidad crítica que felizmente tiene este país, nos debemos. Consiste en que los dirigentes políticos se exijan a sí mismos la consecuencia con la causa que nos piden a los demás –por caso, que lo que es una política de estado tenga un presupuesto cuyo volumen se condiga con ello en todos los rubros (Defensa, Relaciones Exteriores, Ciencia)–[2] y en que los intelectuales, cuya función es producir y cuestionar, seamos simétricos y re-flexivos, para hacernos notar a nosotros mismos que quizás no estemos viendo algo del terreno político que atraviesa nuestras miradas.
A estas horas, el Jefe de Estado sabe bien que es dueño de sus silencios, pero se le puede recordar que también lo es de sus palabras. Gracias a eso, puede citarse a sí mismo para tener presente que nada debe temer al pensamiento crítico, porque solo las dictaduras lo hicieron. Los intelectuales, de nuestra parte, haremos bien en recordar con una frecuencia menos remolona, que nuestros accesos a la realidad son casi siempre demasiado parciales e interesados. Así como dejamos de ver “la viga en el ojo ajeno” por ponernos exquisitos con la paja en el propio, solemos olvidar datos tan sencillos que son desarmantes.
DOCE
Las dictaduras latinoamericanas, y la del 76 en la Argentina no fue la excepción, además de perseguir e intentar suprimir el pensamiento crítico, suspendieron la vigencia de las instituciones republicanas y de las garantías constitucionales (o de la Constitución a secas) de sus respectivos países. Entonces, la tentación de considerar la Constitución como una amable sugerencia podría tener, como de hecho lo tiene cada vez que es violentada por cualquiera, tristes consecuencias.
El 16 de agosto de 1994, la redacción de la primera cláusula transitoria de la nueva Constitución Nacional que daba carácter de ley a la ratificación por parte de la Nación a la imprescriptibilidad del reclamo soberano sobre “sobre las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes por ser parte integrante del territorio nacional” fue aprobada por una abrumadora mayoría. Solo Oscar Raúl Aguad –convencional por la Unión Cívica Radical de la Provincia de Córdoba– y César Arias –convencional por el Partido Justicialista de la Provincia de Buenos Aires– votaron en disidencia total y parcial respectivamente. Los convencionales artífices de esa mayoría, que por muy poco no fue unanimidad, fueron popular y democráticamente electos.
No falta quien asocie algunos renglones de la Constitución con mandatos que le inhiben o le prohíben pensar libremente –tampoco faltan renglones que algunos gobiernos no consiguen interpretar o implementar mínimamente. Pero no se puede considerar la Carta Magna parcialmente, menos cuando, por mor de simetría, exigimos a los gobernantes que lo hagan y denostamos a quienes suspendieron su vigencia.
ÚLTIMO
Consenso. La causa Malvinas es una causa de consenso y, como todo consenso, tiene sus disidentes. Los tiene de fondo y los tiene de forma. Tiene negacionistas y tiene mentes inquietas que buscan introducir matices en la forma de abordarla. Pero el pretendido divorcio entre progresismos políticos y mantenimiento del reclamo soberano por las islas tiene que ser revisado. Políticas pacíficas sosteniendo un reclamo soberano, democracia y Nunca más, no son incompatibles. El cartel que mostró la Madre de Plaza de Mayo Delia Giovanola en 1982, manifestaba una voluntad que hoy, cuarenta años después, conserva toda la fuerza de un reclamo.