A Germán Armando.
Uno
Vos lo que necesitás es nadar dos veces por semana, ir al gimnasio, y tomar media de esta pastilla que te voy a recetar todas las noches. Así vas a dejar de fumar, nos vemos en dos meses. Esas fueron las palabras con las que la médica clínica te había diagnosticado.
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Bajo el desconcierto, una fuerza extraña te llevó a la farmacia, compraste las pastillas y pensaste: no le voy a hacer caso pero capaz sirvan para cuando no pueda dormir.
Una noche sentiste una gran angustia. Abriste el cajón donde habías tirado esa cajita, sacaste una pastilla, la cortaste al medio con la mano, y la tragaste con un sorbito de agua de la canilla. Esa mitad funcionó. En media hora comenzaste a vivir una tranquilidad artificial y al rato, sin darte cuenta, ya estabas dormido. Al día siguiente despertaste con la boca pastosa y mucha sed. Sentiste que todo lo que antes te parecía urgente ahora ya no lo era.
A los tres días, el sentimiento volvió, era una época de cambios fuertes, con quilombos adentro y afuera. Una separación, un cambio de trabajo y un país que hacía equilibrio sobre la cuerda floja de un presente incierto. Entonces, esa noche, abriste el cajón otra vez, sacaste la otra media pastilla que había quedado y la tragaste con otro sorbito de agua. Esa otra mitad también funcionó. El mayor problema del clonazepam es que funciona.
Dos
Pasás un mes en estado zombie. Vas de casa al trabajo, del trabajo a casa, hacés las cosas de siempre pero nada te emociona. El brillo del mundo ya no está donde lo veías. Las plantas de tu balcón están marchitas. Los cuadernos donde escribías están quietos en un rincón del escritorio. Ya no te emociona el rayo del sol del mediodía calentando el cajón de naranjas en la verdulería de la esquina. La calma química te vació. Cambiaste armonía por deseo.
Pero una tarde, en un rapto de lucidez, le contás a tu analista que estás tomando esas pastillas que te había recomendado la médica clínica. No recordás bien qué le decís, ni qué le dijiste. Él te responde un silencio largo, incómodo. Un silencio que te permite escucharte. Un momento sin palabras. Entonces ahí, empezás a hablar, recuperás las tuyas, esas que habías conquistado, una por una, e inventás otras, una alegría extraña se apropia de tu lengua. Salís del consultorio, mirás el boulevard y decidís volver caminando. Es tarde, ya casi oscurece, pero a la vez es temprano.
Esa noche, agarrás la caja de pastillas y la tirás al inodoro. Sentís un gran alivio. Enchufás el parlante y ponés canciones tristes para sentirte mejor. Sentís que lo que te pasa es contradictorio. Abrazás el dolor y lo dejás entrar. Llorás un rato tirado en el sillón. Sentís que las lágrimas te limpian el cuerpo.
Con el resto de la fuerza que te queda, vas hasta la biblioteca y agarrás Zona de obras de Leila Guerriero. El libro que te había prestado Sofía, tu mejor amiga. Te enganchás. Leés toda la madrugada, no podés dormirte pero no te importa. Marcás con lápiz una hoja, una cita del texto “Acerca de escribir”. “Escribo –respondió el español Juan José Millás– por las mismas razones que leo, porque no me encuentro bien”.
Tres
Al día siguiente, te das cuenta que queres volver a escribir. No sabes sobre qué pero sabes cómo inspirarte. Salís a caminar hasta la librería de Germán. Desde tu casa hasta allá hay diez cuadras. Son pocas pero son cuadras hermosas. Una oda a lo cualitativo. En el recorrido hay una plaza con una fuente, un par de escuelas, una avenida, dos o tres verdulerías, una panadería, un gimnasio, tres centros de estética, unos locales de ropa y un montón de casas viejas que todavía persisten ante el avance de los edificios tristes y sin ornamentos.
Revisas todos los stands pero te quedas en el de novedades. Entre los libros, uno te llama la atención. Hacer la noche, de la psicoanalista chilena Constanza Michelson. Dormir y despertar en un mundo que se pierde. En ese momento, recordas que un tiempo atrás, ya había leído Ciudades sin deseo, otro libro de la misma autora que usaste y citaste para escribir un newsletter sobre el ocaso de la noche en tu ciudad. Otro libro recomendado por otra gran amiga, con uno de los nombres más cargados de poesía que conoces: Úrsula.
La tapa de ese libro es la habitación de un departamento en total descuido, el abandono blanco y trash de esta época: colillas de cigarrillos a medio fumar, ceniceros rebalsados, peluches cutes de máquinas expendedoras, una botella de vodka y montones de bollos de papel de cocina que dan a entender el descuido autoerótico de la masturbación. Pero la tapa de este nuevo libro es distinta. En primer lugar no es blanca, es negra, y en vez de ser una fotografía es un diseño, una composición que tiene como detalle una mezcla de plantas azules y violáceas que crecen desde la parte inferior para perderse hacia arriba. Una vegetación que absorbe la luz de la luna para sobrevivir.
Lo llevas y volves a casa. Crees que vas a escribir sobre ese libro, o al menos, leerlo y ver qué depara. Germán te ubica un señalador. Es una ilustración de Freud caminando por Rosario. Lo das media vuelta y lees. Más libros, menos pastillas.
Lees la contratapa. Una búsqueda de un lenguaje para el consuelo ante la caída a la que estamos condenados. Si el clonazepam tiene sus propias palabras y el discurso médico que lo sostiene también. Cuáles son las palabras con las que nombrás la caída a la que estás condenado.
Avanzas sobre los primeros capítulos. El libro de Michelson es un ensayo. Una relación entre las cosas. Algo que puede salir mal. Con la lectura vas abriendo sentidos. Como costurero, te ves enhebrando los hilos invisibles de una escritura que crea nuevas capas de sentido. Michelson se hunde pero entrama un afuera. Mezcla pócimas. Habita el error porque piensa en los efectos.
Los efectos del neoliberalismo, la pandemia y esta tecno-democracia occidental que hace tiempo viene en picada y parece no tener ni freno, ni embrague, ni caja de cambios, solo un pie en el acelerador.
Anotas en el borde de una hoja: para comprender es indispensable mirar también de noche.
Cuatro
El libro te parece dirigido a esa gente de la que habla Leandro Beier en su última nota en Panamá Revista. Una carta para el club de los que no dan más. Dos producciones que se animan a decir pandemia, cocaína, muerte, caos y psicofármacos. Dos textos que resisten a esta época atomizada y jaqueada por discursos cínicos e indolentes. Dos obras que se preguntan por el deseo, esa fuerza ignota que nace de las ruinas, en un tiempo donde nadie está decidido a perder.
Volvés a subrayar el libro con un lápiz HB:“Ensayar no es dar cuenta de la recopilación de lo que leímos, no son los libros de la vida, sino aquello que de las lectura nos apartó de una vida y obligó a responder, a escribir. Ensayar, asumir el ensayo (y el error), es hacer de las palabras vigas para hacer la noche, sin ceder a la tentación de prender la luz.”
Bajo el efecto embriagado de la lucidez de Michelson, te tiras sobre unas hojas y escribís. Hacer la noche es un libro sobre cómo construir un momento del día en el que ya no es de día. Ese tiempo y espacio donde habita la fiesta pero también el temor. La noche es un lugar que nos transmite a la juventud, pero también a la infancia. La noche está más allá del sol, y por estar más allá del sol, está del lado oscuro de nuestra inmortalidad, la noche, es ese momento que nos hace inmortales pero ciegos.
Buscás en Google la letra de ese tema de Dárgelos y lo transcribís tal cual bajo esas anotaciones. La noche te succiona, te enloquece y abandona, te regala un sueño hecho de papel, la noche es un portal imaginario donde habitan los permisos que de día ni en pedo se dan, donde más es más y todo se paga de más.
Terminas el libro y salís a buscar entrevistas y reseñas. Lo que dice la obra te importa pero más te gusta confeccionar un universo a su alrededor. Un libro nunca alcanza pero tampoco sobra. No te interesa lo que dice la autora sobre sí misma, ni tampoco sus anécdotas personales, te gusta ver, escuchar o leer cómo la obra habla después de que esta haya dejado de ser de quien la escribió, cómo ese objeto, que ya tiene vida propia, conversa con las lecturas, te fascina leer qué más tienen para decir esas palabras que ya dicen algo por sí mismas. El plus, el contagio, la infección en quienes las leen.
Tipeas en Spotify su nombre y encontrás un podcast. Conectás el parlante JBL al celular con bluetooth. Le das play y te acostás en el sillón. Cerrás los ojos. Te enamorás del acento santiaguino de ella. El cerebro se llena de imágenes. El viaje a Chile en la adolescencia y la certeza de escuchar uno de los tonos de voz más lindos que oíste en tu vida.
Constanza Michelson sucede como un susurro. Como dijo Barthes, el susurro es el punto de fuga del placer.
Cinco
Cuando arrancó la pandemia no había nadie que no hablara de ella, que no filosofara, o no hiciera hipótesis de conflictos geopolíticos sobre un virus que transformó a la gran mayoría de los intelectuales y periodistas en un grupo de personas que apostaron a que sus campos de estudio se construyeran en los nuevos registros akáshicos de la humanidad. Pero al fin y al cabo, las pandemias, como las guerras, son un momento donde el mundo se vacía sentido, y ante ese vacío, todo se tiende a llenar con nociones e intenciones precoces.
A casi más de dos años de su salida, ese lenguaje sigue inflamado y latente. Lo presencial, lo virtual, el home-office, las videollamadas, el tedio, la angustia y la falta de previsibilidad. Ese susto cuando vas caminando por el centro y te cruzás a un viejo perdido que sigue usando barbijo. Lo ves con extrañamiento y nostalgia. Y te transporte a esos recuerdos patéticos, casi al filo de la humillación, donde la desinfección de todo lo que nos rodeaba era el único campo de batalla. Michelson, en su libro, da cuenta que esa memoria todavía no está inscripta.
La pandemia nos llenó de palabras nuevas. Pero esas palabras parecen que solo quedaron en lo cinematográfico. Las medidas traumáticas, los tejidos sociales que ya venían dañados, la profundización de ese daño, lo que todavía no se puede decir porque no puede ser dicho. Esa conversación entre amistades que se termina rápido porque nadie soporta preguntar, escuchar o responder.
Seis
Michelson escribe sobre la pandemia pero sobre todo, escribe sobre ese fenómeno psíquico que se profundizó durante los primeros aislamientos. El no dormir. El agotamiento de las pantallas. La luz azul del smartphone y los monitores temblando sobre los párpados. El insomnio quieto, el despertar y la quietud. Ese andar nocturno en el que no se está ni despierto ni dormido, donde se es un cadáver despierto.
Ese mes bajo el efecto del clonazepam fue, a lo Marguerite Duras, el perro muerto en la playa al mediodía. Una cosa que arruinó cualquier posibilidad de belleza. La deserotización del lenguaje cotidiano. Una pastilla que transformó el aburrimiento en una vida redonda, en una cosa sin propósito ni despropósitos. La tontería no le tiene miedo a los psicofármacos. Tal vez, en estos tiempos, se salven los cobardes.
Ante el avance de la derecha totalizante como respuesta al fracaso de las formas de vida del capitalismo tardío, bajo la amenaza de una discursividad digital delirante, tóxica e invasiva, ¿qué se puede hacer? ¿tragar una pastilla y seguir? ¿o salir de casa, caminar unas cuadras y pedir un consejo, un libro?
Una vez le escuché decir a un amigo: no es lo mismo perderse que estar perdido. Otro libro viene a mi mente. Rebeca Solnit y Una guía sobre el arte de perderse. Pero, ¿cómo nos perdemos en esta época de ubicaciones, rastreo, GPS y gramáticas moldeadas por Google Maps?
No es lo mismo estar prendido todo el día bajo el parámetro de irresistible tentación de lo digital que apagar un rato la computadora, desconectar el celular y salir del mundo siempre online acelerado y profundizado en la pandemia, ese que inscribió la pregunta: ¿cómo no va a contestar o conectarse si está en su casa? ¿cómo no va responder un llamado si ese otro tampoco puede despegarse del pegoteo veinticuatrosiete de las redes sociales?
Ahora que se puede volver a salir, ahora que hay algo de lo real que se volvió a desplazar, podrá ser este el momento de darle lugar a las errancias. A caminar por caminar. A ir en busca del tiempo perdido. A no tener que subir una historia en Instagram para contar lo que se vivió. A no verse obligado a opinar en Twitter sobre un hecho que, en realidad, si no fuese por este foro cada vez menos foro, no nos hubiésemos enterado.
Constanza Michelson propone que la noche no es algo natural, que es un momento de construir. ¿Pero es la noche sólo la ausencia del sol? ¿O será una metáfora poética, otra forma de perderse y andar sin estrella, una manera de encontrar palabras luciérnagas que iluminen pero que no encandilen?
Este texto, busca eso, la posibilidad de construir nuevas resistencias mínimas que nos permitan hacer mundo en este hueco llamado tierra.