Hace unas semanas atrás volví a ver en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México el mural de Diego Rivera titulado “El hombre controlador del Universo”, un poderoso friso en el que, dicho a grandes rasgos, el artista mexicano plasmó, en clave militante, su visión crítica de la organización del mundo y el sistema capitalista. Lo que vemos en el Palacio de Bellas Artes es en verdad una segunda versión del mural original, porque la primera ya no existe: la obra, originalmente pensada para ser emplazada en una de las paredes del Rockefeller Center de la ciudad de Nueva York fue destruida luego de que el dueño del gran emporio económico que encargó la obra se disgustara por la inclusión del retrato de Lenin entre los personajes históricos representados. Mientras apreciaba la obra el guía contaba la historia de esa pieza icónica frente a un grupo de turistas que en sus comentarios impugnaban el rechazo del gran magnate a Rivera. Sin embargo, no pude dejar de preguntarme quién de todos esos airados visitantes, de haber sido David Rockefeller, hubiera aceptado de manera complaciente que una obra destinada a ser ubicada en un sitio emblemático, centro medular del capitalismo más voraz, llevara en clave de homenaje el rostro de quien impugnaba, con sus discursos y acciones, las bases mismas del sistema. Ni Rockefeller fue un ingenuo al contratar a un artista comunista para embellecer su edificio, ni mucho menos lo fue el propio Rivera, un artista que a esa altura de su carrera ya conocía muy bien “el precio” o valor de su obra y también el lugar que en el futuro habría de ocupar su nombre en la historia del arte occidental. Creería que en esa puja, incluso con la destrucción de la primera versión del mural, la única “perdedora” fue la ciudad de Nueva York. Rivera se arriesgó, hizo su juego, y como siempre salió ganando. Rockefeller el suyo, y lo que demuestra la historia es que también salió ganando, porque la posteridad no le ha negado a ninguno de los dos su lugar en el gran friso de la historia cultural y financiera.mural, su reescritura, su borradura, su errático devenir entre Nueva York y la ciudad de México, es un claro testimonio de las históricas y siempre complejas relaciones entre arte, poder, mercado, sistema y libertad creativa. También sobre lo imprevisible que suele ser el “destino” de muchas obras artísticas, a veces pensadas para un lugar, luego localizadas en otros, libremente imaginadas, duramente canceladas o sustituidas luego.

“El hombre controlador del universo”, Diego Rivera, 1934.

Discusión pública

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Las relaciones entre arte y poder siempre son tensas, y mucho más cuando los artistas rozan zonas sensibles del poder en especial cuando el poder se siente interpelado, sea este el del Estado, el de grupos empresariales o el de colectivos identitarios con capacidad de presión e influencia en la escena social.

Hace tan solo unos meses atrás, en el MUAC, Museo de Arte Contemporáneo de la misma Ciudad de México, tuvo lugar un interesante episodio que exhibe con claridad esta tensión. En una de sus salas, la artista argentina Ana Gallardo, reconocida y respetada en el mundo del arte contemporáneo, expuso una obra que, en líneas generales, hace foco en el abandono y desprecio que la sociedad dispensa a las prostitutas cuando estas llegan a ancianas. Gallardo desplegó en una de las paredes del MUAC un inmenso muro grabado a mano con frases duras y hasta soeces, y sumó a su instalación un registro audiovisual tomado por ella misma a una prostituta recluida en un asilo de ancianos en situación de agonía. Quienes conocen la trayectoria y la línea de trabajo de Ana Gallardo saben, además de la rigurosidad de su obra, de su compromiso con la causa feminista. Sin embargo, una vez abierta la exhibición al público, tanto a través de las redes sociales como de manera presencial en las puertas mismas del museo, comenzó un hostigamiento por parte de grupos feministas que acusaban a la artista de estar haciendo “extractivismo” con su propuesta. Así como las redes se inundaron de insultos, las paredes externas del mismo MUAC fueron vandalizadas con violentas frases de repudio hacia la artista y la institución que la acogía. En un tiempo como el presente, en el que la corrección política y el temor a “ofender” la sensibilidad de las minorías históricamente discriminadas lo domina todo o casi todo, las autoridades del Museo decidieron, para satisfacción del colectivo feminista y para frustración de la artista, dar por finalizada la exhibición, luego claro, de blanquear las paredes externas del Museo cubiertas de graffitis.

Desde el inicio de la polémica en torno a la obra de Gallardo, las páginas de la revista digital Cubo Blanco se hicieron eco de esta situación, con columnas a favor y en contra de la obra de Gallardo. Sin embargo, una de esas columnas sobresale entre tantas, firmada por María Minera, alguien que, lejos de adherir con las ideas y fundamentos de la instalación y sosteniendo un posicionamiento más cercano o comprensivo con el reclamo de los grupos feministas beligerantes, se pregunta si acaso, en lugar de “levantar” la muestra no hubiera sido mucho mejor dejarla expuesta en sala hasta el final, respetando la fecha programada, no blanquear las paredes exteriores del Museo cargadas de insultos, sino dejarlas así, poniendo en evidencia el desacuerdo, la tensión, la disputa, no borrándola, al tiempo que invitar a un diálogo entre curadores, artistas y movimientos feministas en torno al lugar del arte, el extractivismo cultural, el compromiso social, los dilemas en torno a la formas representación, el lugar de las instituciones, entre tantos otros temas. Lo que advertía la columnista es que la situación en torno a la obra de Gallardo se había transformado en una situación fracasada, simplemente porque las autoridades del MUAC, en un gesto claro de preservación institucional, optaron por el silencio en lugar de abrir las puertas a una conversación pública entre adeptos y detractores de la obra que, sin lugar a dudas, habría enriquecido el nivel de discusión del campo artístico y por extensión, feminista.

“Extracto para un fracasado proyecto”, de la artista Ana Gallardo, expuesto en octubre pasado en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de México.

Repliegue

Vivimos en tiempos altisonantes, donde pareciera que nadie está dispuesto a escuchar a nadie, en el que la voz crítica es asociada a la amenaza, donde se ha perdido el arte y la destreza de la argumentación. Tiempos en que un pequeño titular en un periódico sin importancia puede hacer tambalear la trayectoria de un artista o de un funcionario. Tiempos en los que el miedo a discrepar lo domina todo o casi todo. Lo cierto es que, en el caso preciso del campo cultural, frente a situaciones disruptivas y ante la débil solidez de la autonomía intelectual, la opción más inmediata sea, ante el embate, el silencio. Nadie quiere, y es hasta entendible que así sea, perder su puesto laboral, no lograr un ascenso o ser condenado al ostracismo. El repliegue es la respuesta generalmente dominante mientras el anonimato y fugacidad de las opiniones en las redes sociales estallan y allí sí se dice “todo” con una virulencia e impunidad que solo puede ser asociada como descarga o exabrupto, nunca como firme y serio posicionamiento frente a los temas que merecen ser discutidos.

Coda

Una coda: dos semanas después de que tuviera inicio la polémica por la pintura del Museo de Arte Contemporáneo, me acerqué hasta el lugar donde se produjo el frustrado dripping. Algún programa televisivo y un par de notas en el periódico se habían hecho eco de la indignación social por el daño a un árbol que había quedado salpicado por la pintura rosa destinada a derramarse sobre las paredes exteriores del Museo. Debo confesarlo, el árbol manchado con pintura rosa, resplandecía, como iluminado, en medio del atardecer, invitando a pensar que allí, en ese error en el proceso de ejecución de la obra, se alojaba realmente su singularidad. El árbol iluminado, a un costado de los silos, parecía reclamar desde el margen, ser visto o considerado como un inesperado y huérfano producto artístico.

Un silencio estridente

En las semanas posteriores al fracasado dripping, las autoridades municipales tomaron la decisión de suspender el concurso, y en esas mismas semanas, y hasta el momento en que se escriben estas líneas, fue inevitable que el tema surgiera en las conversaciones entre diferentes actores del campo cultural, cada uno con su versión de los hechos, cada cual tomando posición en torno al valor de la obra, la seriedad del jurado o la controvertida postura asumida por la gestión municipal. No es motivo de esta columna debatir el acierto o no del muralista elegido para reemplazar la propuesta concursada, ni la calidad de la obra que se ha ido plasmando lentamente en las paredes exteriores del Museo con una estética claramente opuesta o disonante con cualquier idea que uno pueda tener de enriquecimiento de la cultura visual de una ciudad que aspira a ser contemporánea, sino, en todo caso, a lanzar la pregunta en torno al silencio, a la dificultad que tenemos, los que formamos parte del campo cultural de la ciudad, de impulsar una conversación abierta, pública, inteligente y argumentada sobre lo que pensamos en torno a las consecuencias de este acontecimiento, pero también, y en consecuencia, en torno al lugar de la cultura y la gestión de esa cultura en el espacio público. Porque el espacio público, no es un vacío a llenar, sino que forma parte, o mejor dicho es, el patrimonio simbólico de los ciudadanos. El espacio público modela subjetividades, construye identidad, y por eso, cada “elemento” que a él se le añada, o se le quite, produce, necesariamente, “efectos” en la vida cotidiana de la ciudad.

Así como las autoridades del MUAC al levantar la obra de Gallardo erraron al dejar pasar una posibilidad interesante de crear e impulsar reflexión y pensamiento, de un modo muy parecido aquí, la decisión de reemplazar de manera apresurada la obra concursada por otra, de características ordenadas, reconocible, equilibrada, digerible, lejos de cualquier idea disruptiva, que en sus formas y sentido se ubica en las antípodas de la idea fundacional del concurso, terminó clausurando las mínimas expectativas de poder pensar de manera más serena y más democrática acerca de cómo salir del atolladero al que el dripping y el viento nos llevaron. Pero no alcanza con decir esto, porque habría que advertir que esa responsabilidad es compartida y recae también sobre la heterogénea grupalidad que conforman los actores del campo cultural quienes, ante el acontecimiento, lejos de abocarse a la construcción de un ágora para el debate y la discusión, optaron, en este como en tantos otros casos –con algunas excepciones– por el silencio, en lugar de hacer oír de una manera más eficaz su posicionamiento sobre un tema nada menor, no otro que la pregunta acerca de cómo se “administra” el espacio público, sobre la importancia de la gestión cultural y el impacto que ella y las intervenciones en el espacio público tienen en la vida cotidiana de ésta o de cualquier ciudad.

Acaso una de las explicaciones posibles a este silencio casi estridente, a esta opción por el murmullo, debamos atribuirlo a nuestra evidente ausencia o débil autonomía intelectual. Porque la mayoría de los actores culturales de nuestra ciudad trabaja en instituciones municipales, provinciales o universitarias, y el temor a no ser visto con buenos ojos por enunciar el desacuerdo termina dominándolo todo. O el desacuerdo se enuncia, la mayor de las veces, sujeto a la negociación, al cálculo de conveniencia, a saber elegir siempre el momento oportuno para decir sin que eso que se dice se termine traduciendo en un daño en las relaciones laborales. O podríamos decir, obligando a considerar, de manera siempre cautelosa, por la incuestionable debilidad que caracteriza a nuestro lugar en la trama cultural, las consecuencias que puedan generar las opiniones.

Deuda

Somos una ciudad pequeña. Quienes trabajamos en áreas culturales de la ciudad de Rosario podríamos decir que nos conocemos desde siempre o casi siempre. Estamos enlazados por relaciones profesionales y afectivas, por proyectos comunes desarrollados en espacios que muchas veces compartimos diariamente en las aulas de la universidad, en los museos, en los medios radiales o audiovisuales. Somos una “familia” demasiado reducida y hasta por momentos endogámica si la comparamos con la extensión, dinámica y diversidad que caracteriza a esta misma clase de grupos culturales que habitan en las grandes metrópolis. Acaso sea por eso, por esa extrema cercanía que caracteriza al vínculo que sea tan difícil de enunciar la discrepancia: por temor a las ofensas, a las pérdidas de afecto o a las rupturas, todo en medio de tanta cercanía laboral y afectiva.

Por eso, no se trata –sería demasiado sencillo y hasta injusto decirlo– de cargar la absoluta responsabilidad de lo sucedido en los Silos al Estado municipal, a sus funcionarios. Ellos tienen, y lo saben, parte importante de responsabilidad al haber decidido torcer el rumbo del concurso, al no haber sabido o no haber podido elegir otra alternativa más imaginativa para salir del “problema”, o más aún, el no haber aprovechado la situación para promover el debate y la discusión pública.

Lo cierto es que el affaire de los Silos revela que esta pequeña familia se adeuda muchos debates. Porque merecemos y debemos discutir acerca no solo del riesgo que supone la apuesta por el arte contemporáneo, sino también qué hacer con nuestros museos, con nuestros espacios públicos, con las celebraciones y los homenajes, con las formas de nominar nuestros espacios, con los modos de organizar el espacio visual que recorremos todos los días. Merecemos discutir la dificultad que tenemos de desprendernos del hábitus aldeano que nos caracteriza, traducido en la huera repetición de los nombres que para algunos “representan” nuestra tradición y legado cultural merecedor de reconocimiento. Merecemos discutir la escasa cultura crítica que nos caracteriza, la ausencia de plataformas para su enunciación, de qué modo tensar vínculos de intercambio productivos con la escena cultural regional e internacional y con qué escenas, qué producciones artísticas promover y estimular, y también, entre tantos otros temas a discutir, los temas que imaginamos o deseamos para la construcción de una agenda en la que nos sintamos representados. No se trata de una tarea sencilla, no es algo que se logre de un día para el otro. Lleva tiempo, acaso demasiado, pero el resultado, aunque sin éxito garantizado, puede ser, tanto para artistas como para el Estado, mejor, mucho mejor que la aceptación pasiva de lo dado.

Quisiera pensar que esta inmensa incomodidad que a muchos generó la forma en que se resolvió el conflicto abierto en torno a las paredes exteriores del MACRO, pueda ser pensada como una oportunidad antes que como una derrota. Porque esta experiencia debiera servirnos, no para hundirnos aún más más en el silencio sino para atrevernos a producir más discurso, más pensamiento crítico, más discusión. Una discusión en la que el valor y el sentido de lo público, de las relaciones entre cultura, instituciones, mercado y sociedad ocupe el lugar de privilegio que realmente se merece ocupar entre nosotros.

Sobre el autor:

Acerca de Rubén Chababo

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