Caminar durante estos meses en New York lleva a cruzarse, o incluso tropezarse, con un programa de festejos que vuelve el acontecimiento en un archivo urbano abierto, aunque también en un espectáculo de consumo. Desde muestras y exhibiciones curadas con inteligencia, sensibilidad y miradas tan atentas como novedosas –que a su vez instalan de entrada la paradoja de cualquier museificación–, hasta el más oportunista show business del mercado friendly, todo parece tener lugar en la ciudad que no solo no es cualquier ciudad sino que es el territorio en el que todo comenzó: el bar Stonewall, ubicado en el corazón del Greenwich Village (barrio de Manhattan cuya población LGTB no puede pasar desapercibida), hace exactamente cincuenta años se convirtió en una trinchera de resistencia contra la violencia policial que era frecuente. El 28 de junio de 1969 –hace 50 años– fue la noche en que un grupo de travas, maricas, tortas, drags y otrxs proletarios sexuales, en su mayoría pobres, por cierto, dijo “no”. De todas maneras, para zafar de las valoraciones imperiales, las razzias policiales en lugares “de ambiente” eran frecuentes en cualquier ciudad: las locas porteñas o rosarinas que yiraban por esa época también las cuentan en sus prontuarios (en algunos casos, dramáticamente literales). Sin entrar en especulaciones en torno a las virtualidades acerca de por qué el acontecimiento fundante tuvo lugar allí y no en otra parte, lo cierto es que tal vez esa perspectiva comparada advierta sobre el modo en que los sujetos, los cuerpos y las identidades patologizadas e ilegales por razones sexogenéricas, desde el siglo XIX, fueron marcados y subalternizados como sujetos transnacionales, y entonces ese aire de sincronicidad pueda entenderse a partir de esas razones, así como también los paralelismos en las formas de resistencia y en las formas de construcción de alianzas situadas en esa lucha. Lógicamente, el camino de la disidencia sexual no comienza en Stonewall, aunque el lugar histórico que ocupa en la construcción de su sentido político –si pensamos en el movimiento LGTB, que no necesariamente coincide– es decisivo. Como acontecimiento fundante, decíamos, como cifra o acaso como mito de origen; como sea, si no “todo” comenzó ahí exactamente –porque los hilos deseantes y agenciantes que posibilitan la cristalización de ciertas emergencias son múltiples–, igual los efectos específicos que derramó como un eco o una onda expansiva ya serían imparables, sin retorno. ¿Sin retorno?

¿Qué hay de nuevo, viejo?

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La emergencia de las nuevas derechas (neoconservadoras, neoliberales y/o neofascistas) a escala planetaria –aunque específico es el azote que nos propinan en América Latina, pobreza y extractivismo mediante– parecen alertarnos acerca de la fragilidad de las conquistas logradas, y entonces se vuelve necesaria una especial intensificación y una aguda reafirmación de nuestras luchas transfeministas y queer. Las precariedades y vulnerabilidades a las que nos expone esta coyuntura de derecha mundial requieren que nuestras vidas, cuerpos, subjetividades y deseos empeñen, una y otra vez, la fuerza de los movimientos sin respiro. Es por eso que la experimentación y puesta a prueba de la imaginación política ligada a causas sexogenéricas organiza un mapa de acciones tan exigentes como urgentes, y entonces las recuperaciones históricas se activan singularmente. En este momento, al menos en Argentina, está claro que las pibas feministas son quienes están a la vanguardia, aggiornando un feminismo (claramente, el mayor laboratorio antifascista de estos tiempos) que parecía un tanto adormecido. En este punto, su perfil cisheterosexual comenzó a saldar las deudas con lesbianas y trans y las maricas nos sentimos especialmente acogidas allí. Cabrá ver, por su parte, cómo se rearticula en este momento la agenda post-derechos del movimiento LGTBI y cómo responde a ciertas demandas, así como también las posibles alianzas con los feminismos, a través de una lucha conjunta que a muchxs nos parece obvia, pero que en general no se ha entendido así, pues alcanza con echar una mirada para que quede expuesta una historia de más desencuentros que encuentros –y que también podría comenzar en Stonewall. En cualquier caso, siempre se tratará de acciones situadas, estratégicas, localizadas, relacionales (ni ontologizadas en términos identitarios, ni naif en términos políticos, ni universalizables en términos ideológicos, ni sustantivadas en términos temporales). Algo de esto creímos, hace unos años, que comenzaba a suturar con los movimientos transfeministasqueer, aunque hoy parezca un poco eclipsado. Como sea, tanto los puntos de contacto como las dispersiones muestran –más acá de los efectos políticos– algo bien potente e interesante: la necesaria no homogeneidad de los movimientos, la especificidad de sus perfiles interiores, lo cual se traduce en agendas concretas de visibilidad y también en internas acaloradas. La aspiración y los intereses compartidos, de todos modos, nos conduce en este momento a pensar un mundo-en-común: la violencia patriarcal y la homolesbotransfobia bailan juntas la misma canción tomadas de la mano. Es por eso que se nos impone, ante todo, la acción por la resistencia (cuando no algo más básico: por la sobrevivencia) y, además, se suma la actual coyuntura de derecha. El enfrentamiento, por ende, es doble: el cisheteropatriarcado como régimen político que estructura lo social históricamente y la emergencia de Estados de derecha (avalados por buena parte de la sociedad) que no solo no incluyen sino que además refuerzan la precariedad de las vidas abandonadas y agitan la retirada de conquistas (o la soberanía de sí) mediante la puesta en marcha de su tanatopolítica con su doble faz moral (conservadurismo cultural) y económica (neoliberalismo financiero). Una lucha contra un frente transhistórico, podría decirse, y uno coyuntural, que se retroalimentan. La pregunta por alguna forma de comunidad siempre es compleja pero vale activarla, una y otra vez.

Promesas sobre el bidet

La apertura que significó Stonewall como acontecimiento fundacional habilitó una contraefectuación ligada a la desobediencia y la insumisión ante las redadas y la extorsión. El hecho de que a esa primera noche le siguieran otras, y otros días más sosteniendo la lucha, y el modo en que permitió organizar y habilitar movimientos (en Estados Unidos, por ejemplo, el Gay Liberation Front), muestra que sus proyecciones fueron bien localizadas en lo inmediato, y también más allá. El concepto de “orgullo” parte de allí. Y por cierto sus efectos, además, a través de las lógicas que se habilitaron (esquemáticamente: disidencia y asimilacionismo, aunque siempre será preciso cuidar con cautela su polarización), están presentes hasta en los modos de presentar el programa de festejos (¡hasta la señal MTV tuvo su semana de homenaje!).

Michel Foucault, que fue quien nos enseñó a seguir las pistas de la genealogía sexopolítica, no se llevó del todo bien, sin embargo, con los movimientos liberacionistas; como dice Paul B. Preciado, no pudo escuchar el grito de los movimientos sexuales vivos. Algo de esa imposibilidad de escucha –traducida aquí como reserva– nos permite, no obstante, recuperar hoy los sueños liberacionistas aunque con cierta astucia o atención puesta en su ilimitada confianza o su creencia de totalidad: no es que las promesas de liberación no se hayan cumplido, es que la estructura misma de la liberación supone la romantización de un punto de llegada que nunca llega, cuando en rigor –hoy lo sabemos, y lo reconocemos tras vivenciarlo– los fantasmas del verdugo y sus mutantes materializaciones específicas están siempre acechando para retornar.

La politización de la sexualidad (y los intentos de sexualización de los movimientos políticos revolucionarios, así como la sexualización de las lecturas políticas) fue el salto cualitativo dado entre los años 60 y 70, es decir, justo cuando Stonewall. Politizar la sexualidad, en este contexto, significa arrancarla de los discursos naturalistas (el paradigma es el médico y su consecuencia, la despatologización) para entenderla en el plano de la regulación y la disputa política e integrarla allí. El camino del liberacionismo que se abre a partir de aquí desde luego que no es homogéneo, pues va desde vertientes más radicalizadas hasta variantes más reformistas, organizando un arco dinámico con distintas inflexiones, matices y gradaciones. Estos estilos, sin embargo, diseñan un mapa que, como ya señalamos, puede resumirse entre disidencia y asimilacionismo o, como decía Néstor Perlongher, una militancia Cicciolina y una Cary Grant. Ante la inquietud acerca de que haya, por caso, putos de derecha (“¿se puede ser puto y de derecha?”, preguntan con sensata incredulidad quienes ven allí un oxímoron), se puede responder con una simple consigna: “lo puto no quita lo facho”. De modo que lo más inquietante, en todo caso, es que haya putos que habiéndose alistado con identificaciones no normativas terminen girando hacia la derecha. O que ciertas posturas “flexibles”, dentro del arco político liberacionista, terminen desplazadas a la transa neoliberal, no pocas veces en nombre del “pluralismo”. Aquí el mapa se termina de complejizar y complicar del todo, en la medida en que queda arruinado o disuelto cualquier intento maniqueísta o taxativo o binario de entender los posicionamientos (ellxs y nosotrxs, enemigxs y compañerxs, verdugxs y víctimxs, etc.) o postularlos como algo fijo e inmóvil. Muestra con sutileza que los arranques fascistas pueden aparecer en cualquier lado, incluso entre lxs propixs, y descoloca cualquier épica de héroes (purxs y mártires) y villanxs. Los pies están siempre en el barro.

Con todo, un mapa liberacionista (de acción política y producción teórica) podría trazarse rápidamente para dar cuenta de ese aire de sincronicidad o esa onda expansiva entre Estados Unidas (las mecas son Nueva York y San Francisco, y la estrella el ya mencionado Gay Liberation Front), Francia (es decir, Paris, y el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria que involucraba a Guy Hocquenghem, René Schérer y hasta a Copi), Mario Mieli en Italia, las maricas madrileñas y catalanas al borde de la transición (Alberto Cardín, por ejemplo). Por casa, los movimientos acompañan primero el clamor revolucionario, y allí está el Frente de Liberación Homosexual a comienzos de los 70, y luego el pasaje democrático en los 80 ve la emergencia de la Comunidad Homosexual Argentina así como el Grupo de Acción Gay. En Brasil, también algunos grupos clave en Rio de Janeiro, San Pablo y Salvador de Bahía hacen su aparición por esta época, con lo cual no se pueden pensar estos movimientos en el Cono Sur, desprendidos de las cancelaciones impuestas por las dictaduras. Este recorrido encuentra su punto de crisis hacia los años 80 con la pandemia del vih/sida y a partir de allí todo necesariamente habrá de reconfigurarse.

En el marco de esta apretada síntesis, la figura de Néstor Perlongher, a quien siempre tendremos a mano, resulta paradigmática. En su pensamiento político y poético se perciben nítidas las tensiones que ya deparaba el liberacionismo y que hoy aún discutimos en la medida en que vemos sus efectos. Desde el llamado en los 70 a “liberar la homosexualidad” (antes que “a los homosexuales”), es decir, habilitar un devenir deseante y un frenesí colectivo antes que una reivindicación identitaria, pasando por el convite a arengar “por una política sexual”, y hasta llegar a su énfasis intensificado (y mayormente desarrollado) en los 80, todo su trayecto se monta sobre la crítica a las formas del asimilacionismo que encuentran su concreción en la aparición de la “personología” gay como el modelo de conducta que unifica el deseo y la experiencia homosexual (un modelo norteamericano blanco con marcas de género –masculino– y de clase –adinerado–) y en la correlativa conformación de un “territorio homosexual” (cuya expresión literal será el “ghetto gay” como espacio en las ciudades) que crea una “normalidad paralela” –adecentada y tranquilizadora– en lugar de que la sexualidad salte “ahí donde está”. De este modo, Perlongher ve no solamente la absorción neoliberal del liberacionismo (la emergente cultura gay hegemónica asentada sobre la cristalización identitaria, cuyos efectos friendly como programa de mercado no se harían esperar) sino que también discute con aspectos del reformismo que, según entiende, coadyuvan con los mecanismos de asimilación al aplacar lo indigerible (en este sentido, sus debates y polémicas con la CHA son elocuentes). Frente a esto, potencia los “territorios marginales” como aquellos que pueden provocar micropolíticas subversivas al estar poblados por “lxs excluídxs de la fiesta”: locas, travestis, gronchos pobres, abiertxs a un devenir deseante y desestabilizando, por tanto, cualquier fijación identitaria.

Y para expandir el cuadro de maricas ilustres latinoamericanas (retroactivamente queer): si Manuel Puig, mediante la transculturación del brillo hollywoodense devorado por la loca tercermundista, puso en escena de manera excepcional la cópula entre sexualidad y política en El beso de la mujer araña (1976), Pedro Lemebel, por su parte, se enfada con las maricas gringas que andan por Manhattan tomadas de la mano, paseando a su perrito caniche o mascando chicle en rollers, como una postal de la felicidad neoliberal e imperial, indiferentes: ¡pero qué te van a dar bola con esta cara de india, fea y pobre!, dice.

En resumen: Stonewall abrió un camino en el liberacionismo sexual que llega hasta hoy, y que en ese llegar hasta hoy a través de cincuenta años, tiene diferentes modulaciones y localizaciones (esto es, zonas y lugares de inflexión), aunque las sincronicidades espaciales son también muy destacables. Sobre eso, se podría pensar que fueron trazadas distintas derivas: el liberacionismo revolucionario, las variantes reformistas y también las apropiaciones liberales y de mercado. Con estas últimas, entendidas como modos del asimilacionismo, ya discutía Perlongher hace más de treinta años. En el marco del capitalismo mundial integrado, los efectos de la cultura gay –desprendida del liberacionismo– como identidad a escala planetaria (que, no hay que olvidarlo, al tiempo que negoció sus diferencias también conquistó derechos democráticos) parecen no ser menores.

He aquí un recorrido posible que, si seguimos intrigadxs por los derrapes a la derecha, puede dispensar algunas pistas. Esto es, más acá de la complejidad del panorama actual y de las obviedades, así como también de las casuísticas para explorar razones ideológicas específicas que permitan comprender cada caso, se trata de la pregunta más general acerca de por qué personas identificadas como LGTBI se posicionan en la derecha o hacen virajes a la derecha, y en una cantidad alarmante, que ocupan lugares políticos relevantes o de funcionarios estratégicos, o se desempeñan como ideólogos, así como la cantidad que apoyan a Trump en EEUU o, por aquí, a Bolsonaro en Brasil o a Macri en Argentina. Claramente, no hay una respuesta unívoca ni unidireccional (como en cualquier fenómeno, la articulación es múltiple) y la pregunta conjuga una alta exigencia: qué está pasando en la tensión actual entre la herencia de las luchas de los movimientos LGTBI y su cooptación por la derecha neoliberal. Se sabe que esas luchas no pueden limitarse solamente a la conquista de derechos en las democracias (más o menos liberales, más o menos inclusivas) sino que además aspiran a una transformación social y política. Entonces, una hipótesis explicativa: los efectos de las cristalizaciones identitarias privilegiadas en el marco del liberalismo a lo largo de estas décadas parecen mostrarse aquí, esto es, cuando ser gay o lesbiana no es un problema en sí mismo –en términos sexuales– si se trata de alguien ricx y/o blancx y/o con el pasaporte correcto, es decir, si a esa identidad sexual no se la sobreimprime con otras formas de subalternización (incluyendo las de género, desde ya) o si no se cuestionan los mecanismos de dominación (y no solo sexuales). El discurso liberal de la tolerancia hace, en gran parte, el resto. Y los discursos de odio, el punto extremo que nos reclama la mayor urgencia.

Que el día del aniversario cincuenta de Stonewall haya comenzado en Argentina con la noticia de la condena de Mariana Gómez a un año de prisión en suspenso por besar a su esposa, no parece una ironía, sino directamente una provocación que nos abofetea con la vigente realidad conservadora sostenida por una derecha exasperada y sedienta de castigo disciplinario. Por eso, tenemos que recordar la conocida formulación de Walter Benjamin como un mantra: “Articular históricamente el pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido, sino apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro”. Y si además, como nos alerta Paul B. Preciado, el museo como laboratorio se está apagando a la luz de la rentabilidad privada, entonces el desafío, ante la proliferación espectacular y consumista de Stonewall, es cuidar esa historia viva, antes que congelarla como una epopeya que se contempla en el museo neoliberal, friendly.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Javier Gasparri

Magister en Literatura Argentina y Profesor en Letras por la Universidad Nacional de Rosario. Se desempeña como docente de Literatura Argentina en la carrera de Letras y de Posporno en la de Bellas Artes, ambasde la Facultad de Humanidades y Artes (UNR). Trabaja también como Secretario Técnico del Instituto de Estudios Críticos en Humanidades (UNR-CONICET) […]

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