Milo J es Camilo Joaquín Villarruel. Tiene 18 años y es del oeste bonaerense. Zona geográfica del conurbano que las renovaciones generacionales siguen consolidando su buena fama de tesoro musical.
En el oeste en general y Morón, en particular, Milo activa un GPS que lo marca, lo define y lo dispone, porque reconoce a su municipio tanto en su formación artística como en su educación sentimental, y lo convierte en una respuesta cultural disparadora; o sea, su Morón no es instrumento ni destino, no es excusa ni motivo, es el punto permanente desde donde parte para alcanzar esa forma de tranquilidad que es tener un lugar al cual siempre volver y sentirse a salvo. En sus palabras, es familia, amistad, y es folklore. A su vez, sabe usarlo como chicana, ironía y remate mientras que lo disfruta como bandera y camiseta. Hincha fiel de Deportivo Morón, es el primer artista en ser sponsor oficial de un club, su club.
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De esta efímera década (dentro del depredador siglo XXI) al corazón del siglo XX —con el mestizaje desobedeciendo su condena al silenciamiento, y con sus épocas doradas y revolucionarias como espíritu animal—, a la obra de Milo la encontramos yendo y viniendo por los pasillos del tiempo y lo subterráneo de Latinoamérica, con una libertad artística de la que pocos gozan. Ya lo decía hace unas décadas atrás Luis Alberto Spinetta: “El sistema musical de occidente es carcelario”. Y hace unos meses, entrevistado por Goura Music, Andy Chango declaraba en la misma sintonía: “Ya pasó la época dorada del rock, pero no por la calidad de la música, sino porque había menos canciones compuestas. Había más rebeldía porque el rock no había entrado todavía en el mainstream, la industria no había focalizado en el rock. (…) Yo escucho las bandas de pendejos ahora y suenan de puta madre, lo que pasa es que pasaron cuarenta años y aproximadamente quinientos setenta y ocho mil canciones construidas con los mismos acordes, similares. El rock, compositivamente hablando, se convirtió en una cárcel”. Oh, quién lo diría: al final, lo que (también) puede sonar todo igual es el bendito rock, nenenena. Pero dejemos la chicana victoriosa para otro texto, porque Goura no se queda ahí y repregunta si todavía es posible que de algún “género” se “genere” algo nuevo, a lo que Chango responde con un gol de palomita: lo nuevo viene de lo que se “degenere”.
Milo es fácilmente ubicable entre los degenerados musicales, incluso, más aún, culturales. Se desmarca de todo lo que construye una inmediatez y un sesgo, lógicamente de todo lo que el mercado y los climas comerciales pero también generacionales esperan de él, y para más, y acá su beat (sí, beat), de todo lo que instruye la conversación predominante: no se deja amedrentar por los prejuiciosos de siempre, por los que se apresuran a escribir las historias sociales de acuerdo a sus historias personales sin hacerse cargo de su propia visión seriada. O bien, siguiendo el mapa conceptual que propone el “degenerar”, digamos entonces como un opuesto: sin hacerse cargo de su propia visión “generada”. Literal: generada por algoritmos, aplicaciones, redes sociales, pero también por círculos culturales sostenidos en una capacidad de consumo similar, en oportunidades (y oportunismos) e intereses que se practican en la reafirmación.
Degeneramiento cultural: márgenes y emancipación
La degeneración, claro que solo en los términos que estamos hablando, tiene mucho de salto a lo que desde las elites culturales podría verse vacío. Esas élites siempre creen que la mayoría gusta de lo mismo que ellos y no gusta de lo mismo que ellos no gustan, una dinámica que no es ingenua: la dicotomía no se diluye en una autodefinición sobre el gusto, sino, como bien desarrolla el etnomusicólogo Julio Mendívil, en un desmarcamiento pleno de lo que uno no es para, desde ahí, construir “mejores” (yo/nosotros) y “peores” (una otredad que funciona como cuco, un otro/ellos tan fuera de ese yo que solo puede situarse a una distancia prejuiciosamente extranjera). Incluso, en estos tiempos, la conversación musical está demasiado apresurada en ser usada más para enunciar alguna forma de “yo no soy” que para charlotear sobre el “yo soy”. La tragedia radica en que se olvidan de la ficción que es todo yo, como si un viejo sabio no nos hubiera enseñado a no consumir de la que vendemos.
Esta tragedia, entonces, fluctúa entre los excepcionalismos en los que se regodean y la necesidad de devenir a sus entornos en mayorías, como si —además de todo— tal cosa diera la razón. Sin contar que si de algo no se trata la conversación cultural, al menos la que aspira a ser democratizante en el pleno propósito de alcanzar un bien común, es de tener una única y absoluta razón.
Gracias a la vida, que no nos ha dado tanto, pero sí nos ha dado que todas las épocas tienen degenerados culturales, incómodos para las habladurías contemporáneas y los raciocinios que no toleran la conversación abierta. Estos degenerados no solo vienen a incomodar y a exponer todos los relieves que en su sesgo van obviando o manipulando aquellos, sino que nos confirman lo obvio: no hay tal vacío. Y ni siquiera hay soledad (minorías) en ese supuesto salto al supuesto vacío, es más bien todo lo opuesto.
Esto no es una conclusión motivacional ni mesiánica, porque no es una fórmula ni un sacrificio: más bien, en todo caso, el salto es la invitación constante que nos hace la lectura cuando la dejamos ser, es decir, cuando no la reducimos al acto de leer ni la usamos solo como un medio de reafirmación de statu quo, endogamia, clima canonizado. Más allá del gesto literal, de la acción de leer, la lectura como cosa viva, no pasiva, no inicia al abrirse el libro, sino al cerrarlo, acontece fuera de esas páginas, cuando lo leído ya no es posibilidad del objeto-libro, sino que es posibilidad en nosotros y nuestros alcances, en lo que reconocemos en el mundo material e introspectivo, o en lo que toque y corresponda, y tenemos que lidiar con ello, lidiar con el qué hacemos o qué no hacemos con eso que nos reveló lo leído.
De hecho, los que en el bingo del nacimiento no caímos en los cartones de las élites culturales (o sea, no hablamos de elites aristocráticas, o no solo de ellas, sino de las diversas hegemonías que hacen al ejercicio serial y la conversación pública predominantes), aceptamos la invitación de la lectura a saltar porque otros ajenos a nosotros vieron los márgenes y los reconocieron como caminos, y abrieron puentes, clavaron una señalética emancipadora en sus lecturas (escrituras). Porque —como el margen desordena el centro y trae otro panorama, muestra y ve otras cosas— esa gesta provocó nuevas voces propias capaces de contar lo que desde ahí se vive, acontece, se ve de otra forma.
Eso que es “saltar al vacío” para algunos, es dirección para otros. Y en definitiva, no es otra cosa que encontrar tal libertad fuera de los cánones, que al fin es posible formular un lugar en el no lugar. Hay algo en el degeneramiento (descanonizamiento) que honra el legado cuando desde ese no lugar se crean posibilidades de encuentros justo donde quieren desencuentros. Y es un legado que hay que honrar porque esos márgenes se volvieron caminos, puentes y señalética a fuerza de mucha sangre derramada y mucha desmemoria cultivada. Vivimos en un país que concibe su nación a fuerza de borrados y olvidados, por eso sus principales proclamas son una pregunta abierta y una búsqueda por Memoria, Verdad y Justicia.
Si sigo los apuntes de Marina Garcés, la degeneración en este tiempo tiene mucho que ver con desapropiar la cultura. Una desapropiación que implica saltar de la biografía individual a la social. Pero, al contrario de lo que se suele estimar con una demagogia galopante (que —a su vez, y a vista de los resultados— suele tener exceso de prédica y muy poco de práctica), esta desapropiación no solo que no requiere un borrado del individuo sino que exige su plena realización, que será puesta a disposición de su tiempo. Dicho a lo argentino, es el principio de la comunidad organizada. Una rueda de riquezas intangibles a disposición del bien común. Visto desde la economía del don sería lo que recibo gratis, lo doy gratis. Que nadie quede afuera, que nadie se caiga de la comunidad, que nadie se pierda de la historia. Nadie es realmente nadie: ni los que están ahora, ni los que estuvieron ni los que estarán.
Algo absolutamente degenerado en una época que te insta a estar aquí y ahora, que no respeta duelos ni muertos, que empuja al abismo (y a los golpes estatales) a los adultos mayores, pero a su vez estereotipa a las nuevas generaciones bajo una lupa de desprecio y homogeneidad. Una época con una clave de éxito en la tangibilidad del aquí y ahora que se reduce a lo redituable, y una producción de lo colectivo que solo practica corporativismo, porque es en esa puesta de relación que se sostiene el aquí y ahora que el sistema necesita para desconectarnos de lo que importa (mientras que con pochoclos consumimos lo urgente: ¿lo urgente para quién, quiénes?).
Portación de historia
Milo nació en el 2006, dos años después de que Néstor Kirchner haya dado la orden de bajar el cuadro de Videla y de la recuperación de la Escuela de Mecánica de la Armada como espacio público cultural. Un gesto histórico, definitorio de un tiempo político y de un esperanzador ánimo social que tendrá su clímax en el Bicentenario. Sabemos por Aldana, la mamá todoterreno de Milo, abogada, que ella y su familia tienen una historia atravesada por el accionar de la dictadura. Su hijo fue criado bajo esa conciencia. En su dirección artística, en sus ideas, en conciertos y entrevistas, en cada oportunidad, Milo y su gente lo hacen presente.
Tan así que en febrero de este año, en la ex-ESMA protagonizaron como familia uno de esos hechos que podía tener dos finales: el de bálsamo total para un momento social tan hostil como el que vivimos, o el que finalmente fue. Un hecho que concentra mucho de los males de estos años libertarios, de una oposición perdida pero parasitaria, y también de esas élites culturales expulsivas y reactivas por pura naturaleza vanidosa.
A punto de salir a presentar su excelente disco 166 (DELUXE) retirada (el número es el de la línea de bondi que va entre Morón y CABA), con todos los permisos dados y todo financiado por la propia producción del pibe y su familia, le cayó la orden de suspensión. Y no solo eso: Bullrich copó de policía y camiones hidrantes la Avenida Libertador para darle al mundo otro registro más de su habitual violencia desmedida y propagandística.
En esas exactas circunstancias, sin esperar, Milo hizo un vivo en sus redes sociales contando lo que estaba pasando, tratando de cuidar al público que ya había llegado y de evitar que lleguen los que estaban por ir o ya en camino. Estaba conmovido, asustado, decepcionado y, sobre todo, desorientado. El panorama, tal como lo contaron una y otra vez, era de terror y daba pavor: los apretaron, los amenazaron, los censuraron. En algún momento de esa transmisión, como quien busca una explicación lógica donde solo hay maldad, Milo dice no entender por qué le hacen esto, si “esto no es político”, y lo repite varias veces queriendo claramente referirse a que no era algo partidario o proselitista lo que iban a hacer, o de agenda, incluso explica que tampoco era “un curro”, que él y su familia se ocuparon de pagar todo, y que eligieron no cobrar nada para que nadie manche la voluntad de hacer esa presentación en ese lugar tan especial.
Milo apunta al gobierno una y otra vez con una intensa línea política, se pregunta retórica e irónicamente a qué le tienen miedo, se pregunta si no le gusta que haya tantos pibitos juntos ahí, qué cosas les gustan o no les gustan a los de este gobierno, y tanto más. Aún así, ¿adivinen si no hubo quiénes salieron a explicarle al pibito en pleno estado de shock que no sea tibio, que no sea apolítico, que no diga que no es político lo que estaba pasando porque sí lo es? Esa autoestima encorvada, miope y precarizada de los periodismos culturales, influencers y demás habladores musicales por marcar la diferencia, por paternalizarlo todo. En fin, tomen sus caramelos.
Milo J, un nuevo heroísmo colectivo
Milo no camina solo y se nota, pero además él lo señala. Le da crédito a cada persona que lo acompaña. Pareciera que cuando canta los lleva a todos en su voz: una voz tímida que aflora suave, que confía en la dulzura y las verdades que aguardan en su interior, hasta que quebranta el tono y entonces pareciera tocar el cielo con las cuerdas vocales. Un aviso de poder y decisión: su voz va a llegar hasta donde su cuerpo, mente y pulsión cantora se le antoje llegar. O mejor aún: hasta donde necesite que llegue eso que quiere decir. Decir en tiempos de habladuría y dedito señalador. Pibito bendecido.
Entre peñas y corsos, al calor del folklore y la murga, tal vez la medalla que define a Milo sea esa: su oído va a las culturas y no a las etiquetas, al barrio y no a las plataformas, al encuentro social y no a las audiencias. Ni siquiera necesita estar enunciándolo a cada paso, formulándose a sí mismo para que sea bien entendido: no lo necesita porque ocurre. Y FAlklore! es otra manifestación más de esto.
En el FA! #17, un episodio muy bueno dedicado a las canciones, estuvo de invitado. Mex lo tenía sentado al lado. Durante todo el programa, que salió publicado para la primavera pasada, se lo vio al anfitrión totalmente seducido por el pibito de Morón. Pero hay un momento específico en el que le pregunta qué canción de folklore le hubiera gustado componer y Milo no duda, no solo responde rápido La Pucha Con El Hombre, sino que antes de terminar de pronunciar las palabras agrega con toda la cara fruncida de pasión: “¡temaaaazo!”. En esa misma mesa estaba sentada La Sole, así que ambos improvisaron un poco. Fue un gran momento, tan genuino que el asombro con el que todos recibieron la respuesta se siente y contagia algo lindo, una posibilidad de creer que todavía ocurren cosas y podemos asistir a ellas.
La cosa no quedó ahí. Para principios de este año, el programa anunció novedades y spoilearon que Milo se incorporaba a la dirección creativa. Poco a poco fuimos sabiendo lo que se venía hasta que, al fin, el Día de la Bandera lo pudimos disfrutar: FAlklore! era un hecho. Y claro, Milo se dio el gusto de cantar el temazow que le hubiera gustado componer. Y lo hizo frente a todas las vacas sagradas, sus creadores, otros intérpretes, un banquete de aquellos y de los que asoman.
Proyecto Diccionario tiene una definición de lo colectivo que me parece, además de preciosa, muy justa para ir cerrando este intento de recuperar algo de lo que Milo viene proponiendo. Dice: “Del lat. collectivus. 1. (adj.) Que tiene la virtud de recoger o reunir”. Está claro que esta definición le cabe al proyecto FA! de punta a punta, porque las mesas actúan en esa dirección. Con una notable y visible idea de reunir muchas voces, sensibilidades y talentos diferentes, no solo músicos, y ese es un gran acierto, prepara el espacio, da las condiciones y estimula con respeto y prestando atención a cada asistente para que ocurran las mejores conversaciones. Y ocurren, porque la humanidad está en su salsa. Reunida alrededor de una mesa, recogiendo toda la gracia de los lenguajes en común se reivindica el tiempo para que la potencia de la conversación, más que suceder, florezca. Mesas pensadas y dispuestas, siguiendo nuestra línea, para el degeneramiento. Y en degenerarse, muchos sorprenden haciendo canciones que nada tienen que ver con su propia obra, pero también contando cosas de sus oficios, sus perspectivas, sus visiones, sus miedos y sueños, las trastiendas.
Ahora bien, que a ese proyecto que honra la etimología de lo colectivo se pliegue Milo, y que de esa unión nazca FAlklore! ya es otro nivel: es un elixir de salvación, una reconstrucción de fe palpable, cercana, inmediata, en tiempos políticos de profundo desarme nacional, con responsables y culpables muy claros, pero también de supremacismos culturales con responsables más difusos y no tan reconocibles por espacios ideológicos. Y es lógico, porque es estructural.
Muchos de esos supremacismos parten de los sectores que se autoperciben libertadores de América, antifascistas, anti todo lo malo y a favor de todo lo bueno, pero utilizan a las músicas para discursos estructurales de racismo, xenofobia, etcétera. Muchos libertadores de América criados a revistas de rock, que construyeron relatos que solo son respaldados por la repetición, pero en los papeles históricos, bibliográficos, documentados, lo que se ve es otra cosa muy distinta al ideario de esa logia con la que se intenta juzgar todo lo que suena en este país y en Latinoamérica. Incluso, y tal vez sea la evidencia más sensata y letal, la que cierra toda la discusión: ahí, como siempre, están las músicas mismas acusando la historia que se quiere borrar, distorsionar, manipular. El supremacismo musical también es otra forma de ver no solo la poca música que escuchan, sino lo poco que escuchan lo que dicen escuchar. Y esto, por supuesto, no tiene que ver con la cantidad de discos que se tengan ni de plays que den, ni de horas que estén con la música de fondo.
FAlklore! sigue la lógica de FA! con un protagonista claro: el folklore. El protagonista que trae consigo un millón de protagonistas extras. Porque en la historia que acusa el folklore, imposible de reducir a estas líneas, se materializa una latinoamericanidad consistente, y también una Argentina imposible de ser contada sin desapariciones, exilios, persecuciones, amenazas, censuras. Por algo el folklore le quitaba el sueño a los milicos.
Sin Milo no existiría FAlklore! Esto hay que subrayarlo y abrazarlo sin que se le quite mérito a Mex y su equipo, que sin dudas lo motorizan. Pero aún siendo el mismo formato, FAlklore! tiene mucho de Milo en distintos relieves. Tal vez, porque “El folklore es la comunicación al alma más fiel que conozco, es la comunicación que más se asemeja al alma del argentino”, como le responde el pibito al Chaqueño Palavecino cuando le preguntó por qué le gusta tanto esta música; incluso, para facilitarle una respuesta que finalmente no le costó, el maestro lo interrumpe y trae a colación a la abuela y madre de Milo, le dice que es porque el folklore son ellas, y agrega, y también Morón. Milo afirma con una sonrisa divina, con la alegría de haber sido descubierto, y redondea que no importa dónde esté, porque si hay folklore está acá. Acá, a priori, no es Argentina, es su Morón y su familia. Pero claro, Morón también es Argentina, y somos los argentinos.
Ahora, el programa es lo que es porque no solo ocurre eso tan claro que es el fragmento musical y los momentos de sobremesa, sino que hay otra cosa más incapturable, que está en el éter y también en lo que traspasa la pantalla, en las miradas, las pausas, los suspiros, la sutileza de los gestos. Esa cosa incierta, lejos de ser algo menor, es la evidencia del acontecimiento cultural, del hecho histórico que estamos presenciando ahora mismo. Porque más allá del éxito concreto, de las métricas y excelentes críticas, con esta propuesta asistimos a lo que pocas veces se puede ver así tan a mano: ver la rueda de la riqueza intangible girar, y gira que gira. Entonces uno siente toda la limitación del lenguaje, pero también de la contemporaneidad. El deseo de querer vivir lo suficiente para ver todo lo que está sembrando ahí mismo Milo rodeado de hermosos artistas emblemáticos, más otros de hoy, y que al menos en estos encuentros logran un para siempre al unísono.
Entonces, tal vez lo que sí podemos narrar ahora, para dejar registro en simultáneo, es que Milo J con esto completa otra porción más de un rompecabezas enorme en el que se va definiendo una nueva forma de héroe colectivo. Que no tiene que ver con sacar al héroe colectivo del singular y llevarlo al plural, ahí donde se reza casi como un slogan que el héroe colectivo somos todos, es el pueblo. No, acá, el héroe colectivo es el que es, y es (también) el que se despega de su presente para tomar otra dimensión temporal. Vuelvo a la comunidad organizada: otra dimensión temporal en la que nadie se pierde; en la dimensión argentina, además, en la que nada se olvida ni se borra.
Una dimensión en la que se canta para el que escucha ahora, pero para recuperar al cantor y al oyente del pasado, y para que el cantor y el oyente del futuro sepa de dónde vendrán su canto y las canciones de sus días. Así como es válido decir que en un cantor viven más pueblos que ciudades, más barrios que centros comerciales, y, a años luz de distancia del aquí y ahora aquel, viven muchas generaciones, incluso las que todavía no conocemos ni imaginamos, en la plenitud de este cantor se salva la plenitud de muchos en un tiempo oscuro que trabaja con energía para aislar e individualizar. Ahí el cantor, que aunque se parezca un poco a un viajero del tiempo no lo es, sino que es un viajero de la escucha —por eso también recoge, reúne y abre conversación—, deviene héroe colectivo. Arriba del 166, Milo J parece ir por ahí: próxima parada, otro futuro.