Los problemas de seguridad en Rosario ponen en cuestión a la política local, percibida por la opinión pública como incapaz de enfrentar la situación. La policía santafesina está a su vez claramente identificada como socia del narcotráfico en la última década y probablemente todavía más atrás en el tiempo.

El juicio actual contra Esteban Alvarado y parte de su banda expuso la negligencia sostenida de la Justicia provincial y federal en las investigaciones. El lavado de dinero compromete a sectores de la economía. En esta revisión de las instituciones rosarinas queda al menos una materia pendiente: la responsabilidad del periodismo ante la violencia y sus efectos en la vida cotidiana.

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Nos decían “comegatos”. Y bueno, lo pudimos resignificar, nos pudimos reír. Pero ahora estamos atrapados en el mundo, presos de la vida actual.

En Atravesar las pantallas, un conjunto de estudios sobre la noticia policial y las experiencias de inseguridad basados en entrevistas con cronistas y productores, Mercedes Calzado y Susana M. Morales observan que los periodistas son conscientes de los prejuicios sociales que rodean a la representación de los delitos y de los victimarios, pero “no problematizan su incidencia en su propia labor editorial diaria”. Por eso resulta todavía más necesario analizar los modos en que los medios rosarinos cuentan la violencia.

El reciente fallo de la Cámara de Apelaciones en lo Civil de Rosario que condenó al diario La Capital por violencia simbólica contra una mujer por la crónica “novelesca y distorsionada” sobre un intento de femicidio aporta otra referencia. En particular una reflexión de Lía Basso, la impulsora de la causa: “El abordaje de las situaciones de violencia termina formando parte de la estructura que legitima la violencia”. La declaración refiere a los estereotipos de género que subyacen a la violencia contra las mujeres, pero puede ser extendida para analizar la forma en que los relatos periodísticos contribuyen a la inseguridad y legitiman el punitivismo.

Los números y las personas

Desde 2013, cuando el asesinato de Claudio “Pájaro” Cantero marcó un hito, la estadística de homicidios en el departamento Rosario es un insumo habitual en las noticias sobre el delito. Los registros del Ministerio de Seguridad de la provincia discriminan los casos por edad de las víctimas, tipo de arma utilizada y localización en el mapa de la ciudad. Son elementos de análisis pocas veces tenidos en cuenta, o considerados en forma aislada de otros indicadores: la definición de Ludueña y Empalme Graneros como “zonas conflictivas”, por ejemplo, prescinde habitualmente de los datos sobre las condiciones económicas en que viven los vecinos de esos barrios.

La actualización de la estadística es hoy una línea más en las crónicas sobre homicidios. El periodismo lleva la cuenta de los muertos cada vez que ocurre un homicidio, pero el dato no le merece ninguna reflexión en particular y su único sentido parece ser el de reforzar la alarma y el hartazgo ciudadano. Estos efectos no son inocuos, se proyectan sobre el mal humor social y el escepticismo generalizado y suelen ser los argumentos para las políticas de mano dura que se aplican desde los años 90 y que todavía no parecen suficientes. Los números terminan por borrar las identidades de las víctimas, soslayan factores de la violencia (la disponibilidad de armas en la calle, en primer lugar) y apuntalan versiones que se construyen con una retórica cristalizada, a la que se da por evidente: la “disputa de territorios”, la sombra omnipresente de los Monos, la guerra entre bandas. Pero así como en los femicidios se desterró la figura del “crimen pasional”, habría que cuestionar el “ajuste de cuentas” en los relatos de homicidios, porque cierra los casos con una expresión vacía.

La cantidad de homicidios abruma. Los cronistas la subrayan, e incluso destacan el problema cuando no se presenta. Un director de Crónica decía que un hecho debía tener al menos un muerto para convertirse en noticia y merecer la tapa del diario, pero ese criterio parece superado en el periodismo rosarino. Si no hay asesinatos ahora de todas formas hay noticia sobre el tema, como lo sugiere un tweet publicado el 20 de mayo por Alberto Delgado, del portal Rosario Alerta: “Llevamos 48 horas sin un asesinato en Rosario”.

El sentido del mensaje, como cada publicación en Twitter, se produce en la interacción con los usuarios. Abstraído de ese marco, “Llevamos 48 horas sin un asesinato en Rosario” podría ser leído como una expresión positiva. Pero circula en un contexto de alarma y de indignación y a la vez dentro de cierta comunidad que comparte ideas sobre el delito y significa en esa dirección, como se comprueba en los comentarios que recibe al cabo de 48 retweets, 27 tweets citados y 481 likes: observaciones escépticas y conspiranoicas (“hay una decisión política de tapar la realidad”), sarcasmos (“se quedaron esperando el censo”, “los sicarios que pasaron por Ovidio Lagos y Amenábar tenían mala puntería”, “por fin la paz y el orden”) e incredulidad (“raro, hay muchos homicidios en la ciudad”). El mensaje también provoca alguna reflexión (“es lo que debería ser normal y nos sorprende que no pase”), pero su efecto consiste en reforzar la impresión generalizada alrededor de la inseguridad. No hubo homicidio, pero seguramente habrá, o incluso hubo y es ocultado; la noticia ya no debe cumplir necesariamente  el requisito de responder a un suceso.

Los relatos periodísticos tienen un carácter provisorio y tentativo al trabajar sobre la inmediatez de los hechos y en un momento en que las rutinas de producción requieren actualizaciones constantes. La ventana de los errores puede ser amplia. Pero nunca más provisorio y potencialmente inexacto un texto que en los anticipos que se publican en Twitter. Y nunca tan irreparable, porque aunque puedan hacerse correcciones la primera versión suele ser la que cuenta por efecto de la viralización, que repite una y otra vez los robos, asesinatos y balaceras y saca a los hechos de tiempo y espacio para situarlos en un continuo temporal y geográfico que abarca al conjunto de la ciudad.

Al margen de la exactitud de los datos, además, lo significativo de los tweets sobre hechos de inseguridad en Rosario es el punto de vista que movilizan: frases como “nuevamente ataque a balazos” o “se trata del asesinato 119 del departamento Rosario” martillan sobre el sentido común instalado que restringe el delito a una cuestión policial. Complementariamente, los dramas concretos de las víctimas se pierden ante una mirada anestesiada: ante el asesinato de un chico de 15 años después de ser baleado en la calle Franklin al 6900, el relato que circula en la red consiste en decir que recibió asistencia del Sies, fue trasladado al Heca y falleció. Los viejos partes de prensa de la policía tenían más humanidad.

Hace poco le pregunté a una antigua compañera de trabajo en el diario La Capital si la policía de Rosario aún posee una oficina de prensa dedicada a informar sobre sus acciones. “Si existe, no ejerce, que yo sepa”, me dijo, y eso ya fue una respuesta porque la oficina de prensa y su personal eran interlocutores habituales del periodismo y fronting de las preocupaciones de la institución. La policía de la provincia tiene una cuenta en Twitter donde informa sobre sus procedimientos, pero su alcance es notoriamente reducido (a veces es el propio ministro de Seguridad el que da retweet). Podría pensarse que ya no controla el flujo de información, como en otras épocas, porque además la institución arrastra un profundo desprestigio.

Sin embargo, la pregnancia de las fuentes policiales es evidente en contenidos de los medios locales y en publicaciones de Twitter. En sitios como Rosario Alerta no suele especificarse el origen de la información, pero con frecuencia puede deducirse del foco destacado sobre la intervención policial, el traslado de denuncias presentadas a la policía y el uso de fórmulas y arcaísmos de la prosa policial (“le secuestraron un arma de fabricación casera y demás elementos de interés para la causa”, “cinematográfica persecución”, etcétera). No obstante, Rosario Alerta también informa sobre casos flagrantes de corrupción, como el del subcomisario asignado al barrio Ludueña que se había apropiado de autos bajo su custodia.

La proyección de las fuentes policiales en Twitter puede observarse en la difusión de las fotos de los detenidos por el ataque contra el suboficial de la Policía Motorizada Gabriel Sanabria, una mujer de 41 años, un hombre de 30 y dos menores de 17 y 16 años. ¿De dónde pueden provenir esas imágenes y qué sentido tiene su publicación más que azuzar la indignación pública y los pedidos de mayor represión? ¿Por qué podemos conocer en el acto las fotos de detenidos por atacar a un policía –incluso de menores de edad– y ocho años después todavía no tenemos las fotos de los policías juzgados por la desaparición y el asesinato de Franco Casco?

Esos rostros son desoladores, pero si son expuestos al público deberíamos observarlos mejor: ¿pertenecen a “las mafias” de las que suelen hablar los funcionarios? ¿o más bien nos muestran la pobreza extrema que padece gran parte de la población de Rosario? La representación de las mafias, tal como aparece en el discurso de los políticos locales, no nos deja ver la miseria en que viven jóvenes y niños, y es otro argumento para los designios represivos: se trataría de combatir a “los malos”, al “terrorismo”, a estas organizaciones supuestamente cerradas y poderosas que serían cuerpos extraños a la sociedad.

La policía no es un actor desinteresado y hay que observar que la jefa de policía de la provincia y la jefa de policía de Rosario se apoyan en el episodio donde fue gravemente herido el suboficial Sanabria para reivindicar a la fuerza a través de los medios y dejar en segundo plano cuestiones como la falta de control de la policía sobre armas incautadas, lo que realimenta el circuito de la violencia, o situaciones calamitosas como la de la comisaría de Santa Fe que brindaba bajo remuneración diversos servicios a los presos, incluso sexuales. Y de eso parece que no hay demasiada conciencia en los medios. El olfato periodístico también tiene sus resfriados. ¿Qué voces pueden ser fuentes de información, además de la policía y de la justicia?

Juicio y condena express

La adjetivación sensacionalista es otro recurso frecuente en los relatos periodísticos y en particular en los titulares de las noticias, como sucedió con la “escalofriante escucha a sicario de Rosario” (sic) que se transformó por unas horas en un suceso de trascendencia nacional. También presentado como “el sicario que no podía dejar de matar” y a la vez como “el sicario que quiere dejar de matar”, contradictoriamente pero de todas formas con retórica sensacionalista, el caso planteó la historia de un joven de 21 años que le pidió a su madre que lo internara para tratarse de sus adicciones y dejar de actuar como sicario y la respuesta de la madre en que supuestamente lo alentaba a seguir en el narcomenudeo.

El desarrollo de la noticia fue tan vertiginoso que excluyó cualquier análisis. La información provino de una investigación de la Justicia Federal y en principio muestra el problema de las llamadas filtraciones, eufemismo que suele encubrir las revelaciones a la prensa de fragmentos o elementos parciales de causas judiciales. La conversación entre madre e hijo surgió de la transcripción de una escucha telefónica; por lo que se conoce, no es ni siquiera la totalidad de la conversación, apenas un pasaje fragmentario donde el foco periodístico fue dirigido sobre un par de frases de la mujer (“Vamos a embolsarla nosotros. Con vos, pila”).

La inclusión de audios procedentes de investigaciones judiciales es habitual en las crónicas. Con ese material, y con los videos de cámaras de seguridad, la objetividad periodística vuelve por sus fueros: recibimos lo que oímos y vemos en esos registros como si fueran lo que efectivamente se dijo y ocurrió, cuando son el efecto de un trabajo de edición, es decir, de una interpretación. En una coyuntura donde los criterios editoriales cambian, contar con un audio o un video basta para convertir a un hecho en noticia, y más si refiere a personajes conocidos (los Cantero, los Funes, etc.) o a cuestiones de narcotráficos. Pero en la conversación entre madre e hijo los medios locales (y de rebote, algunos nacionales) suscribieron un audio del que no existe constancia, que no escuchamos.

Las dos frases de la mamá de Nicolás C. suenan muy incriminantes tomadas al pie de la letra y porque además parece sugerir que ponga una pescadería como pantalla y Nicolás C. tuvo ingresos económicos importantes. Pero los contextos no son insignificantes y debería ser repuesto en este caso para comprender la situación. Cuando falta la información, cuando no hay interrogantes ni interpretaciones que problematicen lo que aparece como relato de los hechos, el recurso más a mano de la prensa son los lugares comunes del discurso punitivista. Hay que recordar, además, que esta Justicia Federal que filtra un contenido determinado de una investigación es la misma que mostró una negligencia sostenida respecto de bandas dedicadas a la venta de drogas con sólidos contactos en la policía de Rosario.

El descubrimiento de que la madre de Nicolás C. era funcionaria de la comuna de Ricardone agregó otra cuota de escándalo. El foco se desplazó del sicario a la responsabilidad de la madre y combinó apreciaciones morales y punitivas en el tratamiento periodístico (“una madre a la que no le importaba nada”, “creemos que deberá ser detenida”). En 48 horas una parte importante de la opinión pública, el conjunto de los medios locales sin demasiados matices y la política santafesina juzgaron y dictaron sentencia.

La justicia todavía no se pronunció, pero la condena social ya se resolvió, como lo dictaminó el presidente comunal de Ricardone al anunciar el despido de la mujer y de su esposo como quien se lava las manos: “A lo mejor se tendrán que ir del pueblo. Si tienen que pagar un costo, que lo paguen, lo lamento”.

El anticipo periodístico se cumplió el domingo 5 de junio, cuando los padres de Nicolás C. fueron detenidos en el marco de la investigación sobre las actividades de una banda dedicada al narcomenudeo. Poco antes, el presidente comunal de Ricardone reconoció que la madre de Nicolás C. fue una empleada ejemplar, “muy comprometida con su trabajo”. En su perspectiva, el problema surgiría de un hijo gravemente descarriado. Tal vez sería interesante, en vez de refritar los estereotipos moralizantes sobre madres y jóvenes que delinquen, preguntarse en qué condiciones es posible que una persona ejemplar en un trabajo social pudo vincularse con el delito. Del mismo modo, en la audiencia virtual de imputación a Ariel “el Viejo” Cantero y otras personas, en mayo, uno de los acusados dijo que había sido disc jockey y que podía resolver un inconveniente planteado en la conexión entre la sala del Tribunal y la del Order, donde estaban los detenidos; esta situación patentizó la inoperancia penosa del Servicio Peniteciario, incapaz de resolver el contratiempo, pero también muestra que los jóvenes rápidamente definidos como narcos, sicarios y soldaditos tuvieron otras vidas, otras identidades y que interrogar el tránsito de unas a otras es necesario para la comprensión del problema.

La situación planteada en Ricardone incluye además como actor a un referente de la oposición política, que sostiene desde hace tiempo una crítica al oficialismo y que convocó a una marcha frente a la comuna. Si la justicia no imputó a la madre de Nicolás C. el periodismo la acusa de incentivar a su hijo a seguir en el delito. Poco falta para que, como se hacía en la Edad Media con los leprosos, haya personas obligadas a ir de pueblo en pueblo con una campana colgada del cuello.

Sin embargo, el presidente comunal de Ricardone reconoce que la madre de Nicolás C. fue una empleada ejemplar, “muy comprometida con su trabajo”. En su perspectiva, el problema surgiría de un hijo gravemente descarriado. La situación incluye además como actor a un referente de la oposición política, que sostiene desde hace tiempo una crítica al oficialismo y que convocó a una marcha frente a la comuna. Si la justicia no imputó a la madre de Nicolás C. el periodismo la acusa de incentivar a su hijo a seguir en el delito. Poco falta para que, como se hacía en la Edad Media con los leprosos, haya personas obligadas a ir de pueblo en pueblo con una campana colgada del cuello.

El sensacionalismo tiene un costo muy alto en la comprensión del delito, porque actúa como refuerzo del prejuicio. Sucede como si cada balacera y cada crimen fueran en última instancia la misma noticia –la inseguridad en Rosario–, y como si ese fuera precisamente el objeto de la prensa. La búsqueda de impacto excita las emociones, y básicamente un sentimiento de indignación que está fuertemente instalado. El periodismo podría cumplir una función para acotar el pánico ciudadano y para problematizar las respuestas ante el delito y la acción social que implica antes que la penal. Pero la corriente predominante, lo que circula como sentido común, actúa en sentido opuesto: en el marco de los problemas de seguridad que tiene Rosario, cada día arroja una generosa cuota de nafta al fuego.

 

 

 

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Sobre el autor:

Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

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