Cada 8 de enero, cuando se cumple el aniversario de su muerte, el Gauchito Gil recibe los agradecimientos de sus fieles en el santuario de Mercedes, en la provincia de Corrientes. Y también los pedidos y las promesas que renuevan el culto. Las ofrendas son incontables, pero probablemente la que hizo Orlando Van Bredam sea única: escribir un libro.
Colgado de los tobillos fue el libro que le prometió Van Bredam al Gauchito Gil. Una novela que recrea la leyenda y en la que no corresponde distinguir la ficción de la no ficción, dice, porque el protagonista es la creación de sus fieles. Se publicó en 2000 y tuvo una adaptación teatral en 2003 como Velas rojas –”pero con otro enfoque”, aclara el escritor–; en 2011 la reeditó como El retobado. Vida, pasión y muerte del Gauchito Gil y en 2018 Cristian Jure la llevó al cine en Gracias Gauchito.
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El título de la novela alude al acto final de la historia: un 8 de enero una partida policial al mando del coronel indio Juan de la Cruz Salazar apresó a Antonio Mamerto Gil, perseguido por desertor, y lo degolló después de colgarlo cabeza abajo, para evitar el poder que le atribuían a su mirada. Ese episodio es también el punto de partida de la leyenda, y prácticamente el único que persiste como dato invariable en las distintas versiones que recrean la figura del Gauchito.
No se sabe el año –aunque suele decirse que fue en 1878– ni el motivo de la persecución: si por negarse a pelear en la guerra de la Triple Alianza, o por no tomar parte en los enfrentamientos entre facciones políticas de la provincia, o porque robaba a los estancieros y beneficiaba a los pobres. En todo caso lo que persiste es el símbolo: un gaucho enfrentado a los poderosos, víctima de injusticia, que ayuda y favorece a los que menos tienen.
Pero también el símbolo tiene interpretaciones diversas, entre el gaucho manso que ofrece su propio cuchillo para que lo sacrifiquen y con su sangre redime los males del mundo y el gaucho insurgente que pone de manifiesto la opresión y los privilegios de clase. Esta es la vertiente que recupera Van Bredam: “La cuestión milagrera es importante pero me interesa más ese costado de la rebeldía, su similitud con personajes de la literatura, como Martín Fierro, porque es la consecuencia de muchas cosas, ¿no?”, dice.
Van Bredam vive en El Colorado, Formosa, donde llegó en 1975 en busca de trabajo y con una valija llena de libros. El origen entrerriano –nació en Villa San Marcial, en 1952– no se aprecia tanto en su tono de voz como en referencias de su poesía: Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi. También publicó novelas –Teoría del desamparo (2007) recibió el premio Emecé– y libros de cuentos en los que privilegia a hombres y mujeres comunes, personajes “más complejos, más ambiguos, más dubitativos, más cerca de mis indecisiones, de mi cobardía” que los estereotipos del cine. Además trabaja como docente en la Universidad Nacional de Formosa.
El encuentro
En el relato de los devotos, el encuentro con el Gauchito suele ser narrado como una revelación. Van Bredam tuvo una experiencia en esos términos, pero lo que descubrió no solo fue el personaje sino la historia. O lo que le salió al cruce, como si lo buscaran.
—En el verano de 1992 yo hago un viaje desde El Colorado con un Peugeot que estaba viejito pero andaba bastante bien –cuenta–. Iba con mis tres hijos, mi mujer y una amiga a Gualeguaychú. En el camino, justo donde está el santuario, se rompe el auto. Había banderas rojas, ya las había visto de pasada por otros viajes pero no sabía de qué se trataba. El accidente me obliga a quedarme dos días, tres días, y ahí el mecánico, el vecino, el que vendía las hamburguesas en la plaza, me cuentan la historia del Gauchito Gil. No estaba tan extendido el mito, más bien era algo reducido a Mercedes y sus alrededores. Después, como me interesó la historia por su costado literario, empecé a buscar información hasta que en el año 2000 escribo la novela. Había muy poco escrito, pero en Mercedes me contactaron con gente que me pasó algún tipo de información.
—¿Cómo fue el proceso de la escritura y qué pasó después?
—Escribí un libro breve, pero tuvo un fuerte impacto. Siempre había escrito una poesía bastante intimista, no muy amable con los lectores de la zona, y un par de libros de cuentos, con una carga literaria de la poesía de Entre Ríos, de Juan L., de Mastronardi. La novela me sirvió para encontrar lectores. Fue un modo de acercarme a los lectores, de ver que la fuente tal vez esté ahí, en ese cruce entre lo popular y la posibilidad de contarlo de la mejor manera, con los recursos que uno tiene o cree tener. Es mi idea de lo que es la literatura. Como decía Federico García Lorca: son los temas que a la gente le importa, nosotros tenemos la obligación de mostrárselos con la mayor dignidad estética posible. No creo en una literatura sin lectores, es la pelea que tengo con algunos amigos poetas. No digo que estemos obligados, pero hay un compromiso ético desde ese lugar. Entonces el Gauchito fue para mí una bisagra para escribir otros libros, como Teoría del desamparo y otros.
—¿Por qué, como planteás en la novela, el Gauchito es el paradigma del héroe y del santo?
—El Gauchito es el héroe romántico. Cuando escribía el libro, escuchaba mucho a José Larralde. Lo escuchaba muy temprano, tomando mate. Era el tipo que me iba a dar el tono. Cuando mi hijo mayor leyó el libro me dijo que era un cruce entre el Martín Fierro y García Márquez. Entonces está bien, pensé, porque el Gauchito es eso, un cruce entre la gauchesca y el realismo mágico. Es un poco lo que se dice de Corrientes: Corrientes tiene payé y ahí había que buscarlo, no en el gaucho pampeano sino en este gaucho sorprendido con lo que ocurre y con sus milagros.
—¿Qué es el payé?
—El payé es un embrujo, generalmente de amor. Payé es lo que hace la curandera con una finalidad no siempre buena. Por eso en el libro hablo de una payesera; la curandera es la que cura, la payesera es la brujita del pago.
—También hablás del poder de la mirada en el Gauchito.
—Sí, porque no me imagino un gaucho muy hablador, pero cuando habla dice cosas importantes. Es el estilo de nuestra gente de campo, que habla poco, piensa mucho y cuando habla dice cosas importantes. En cambio nosotros los urbanos hablamos mucho y a veces no decimos nada. Lo he visto mucho porque mi padre era carnicero y trataba con gente de campo que decía cosas inolvidables. En algún tiempo yo las anotaba porque todos los días venía alguien con refranes nuevos… El Gauchito tiene ese lugar de cierta sabiduría y cierta picardía criolla que nos hace ver los abusos, la explotación. Además, no son estereotipos porque nuestros gauchos en general han sido gente sumisa, acostumbrada a obedecer al caudillo, al patrón. En cambio, Fierro, como Antonio Gil, se escapa. Los dos son personajes muy ricos desde lo literario, incluso con sus contradicciones, como las que tiene Fierro, como debió tenerlas el Gauchito.
El amigo que hace favores
Hacer una promesa significa comprometerse a una acción futura, y en consecuencia la lingüística considera ese tipo de expresiones como actos de habla, algo que se hace con las palabras. El contexto puede inscribir otras determinaciones: una promesa en el marco de un culto religioso, como el del Gauchito Gil, tiene el carácter de una obligación que se contrae a partir de un pedido, una ofrenda en la que el sujeto realiza algo que debe estar a la altura de lo que demanda y que supone para él un desafío en el que deberá arriesgar sus fuerzas.
Para Van Bredam, la promesa implicó un acto de escritura. Y una dificultad que lo puso a prueba, porque “hasta último momento no sabía qué iba a escribir”.
—El Gauchito termina siendo una construcción literaria –dice–. Una vez fui a San Roque, cerca de Mercedes, a presentar el libro en una escuela. Después me invitaron a una radio. No hablé del Gauchito, pero cuando se enteraron que yo había escrito el libro un hombre me llama y me dice que me va a enseñar la verdadera historia del Gauchito. Y yo le dije que conocía por lo menos treinta y dos, porque todos me contaban la verdadera historia del Gauchito. Como debió ser la construcción de la historia de Jesús, siempre es hipotético, se trabaja con materiales difíciles de armar.
—¿Cómo te manejaste, en la novela, con la información que habías recopilado?
—A veces me preguntan qué es la realidad y qué es la ficción en lo que escribí. Pero yo no hablaría de ficción, uno conjetura a partir de ciertas cosas. A veces uno infiere a partir de una pequeña verdad, una pequeña luz que encuentra en el camino: quién era el tipo y por qué estaba en el lugar que estaba. El problema del Gauchito era que fuera un desertor de la guerra. Siempre se persiguió y fusiló a los desertores. Lo demás es improbable pero forma parte de ese misterio de la religiosidad popular.
—Las últimas palabras del Gauchito, según tu novela, fueron “Con sangre de un inocente se cura a otro inocente”. ¿Cómo las descubriste?
—Es la primera frase que me dicen cuando llegué aquella vez a Mercedes. Cuando vamos a comer una hamburguesa a la plaza, el señor que atiende el puesto me dice: “¿Usted conoce la historia de Antonio Gil, sabe quién fue?” No sé por qué me contaban esta historia, que yo no pedía. Esa frase me cayó así, “con sangre de un inocente se cura a otro inocente”, y me parece que ahí está la clave. Si lo asociamos a la mitología cristiana, es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Incluso lo cuelgan como un cordero, cabeza abajo, para degollarlo. Es muy significativo. No hay un año, todos sabemos o se dice que fue un 8 de enero, pero nadie puede decir con seguridad en qué año sucedió, entre 1870 y 1878. Al mito le interesa perpetuar un número, que en este caso es el 8. El 8 de diciembre, el día de la Virgen; el 8 de enero, el del Gauchito; el 25 de diciembre, la Navidad. Hay un cruce con muchas mitologías, una que procede obviamente del cristianismo y otra del mundo pagano. Cuando me preguntan por qué el Gauchito elige el color rojo explico que es porque él adhiere a San Baltasar, el rey mago negro. En ese mito, en Argentina, están los negros que cruzan la frontera en Paso de los Libres y se refugian en la ciudad de Corrientes, en la zona conocida como Cambacuá y en otros lugares de la provincia e introducen esa tradición de un santo negro al que visten de rojo y al que rinden devoción el 6 de enero. También hubo un interés de apropiarse políticamente del Gauchito. Hay quienes dicen que elige el color rojo porque era autonomista, porque era federal. Pero curiosamente el Gauchito está representado de manera ecléctica, tiene una vincha y un pañuelo rojo y una camisa celeste. La imagen que se ha popularizado, además, no viene de los comienzos del mito sino de los años 70 o de poco después. Me contaban en Mercedes que es un cuadro que pintó una mujer de Santa Fe a partir de lo que narró un viajante.
También hubo un interés de apropiarse políticamente del Gauchito. Hay quienes dicen que elige el color rojo porque era autonomista, porque era federal. Pero curiosamente el Gauchito está representado de manera ecléctica, tiene una vincha y un pañuelo rojo y una camisa celeste. La imagen que se ha popularizado, además, no viene de los comienzos del mito sino de los años 70 o de poco después. Me contaban en Mercedes que es un cuadro que pintó una mujer de Santa Fe a partir de lo que narró un viajante.
—¿Qué enfoque le diste a la obra de teatro sobre el personaje?
—Me pareció difícil poner en escena un Gauchito Gil y entonces decidí omitirlo. Velas rojas es el duelo por Antonio Gil. Aparece un personaje, el Matador, el hombre que mató a Antonio Gil, que narra la historia en una pulpería; y también están las distintas mujeres del Gauchito: la madre, la amante. Además está escrito en verso, es un drama lírico podría decirse. En 2003 la estrenamos con mis alumnos del Instituto de Formación Docente, de El Colorado, en el Teatro de la Ciudad, en Formosa, en una muestra provincial de teatro, a sala llena. Tuvo errores de dirección, porque yo no soy director de teatro. Después se hizo una versión mejorada en Clorinda y ahora en Neuquén.
—¿Por qué se expandió tanto el culto del Gauchito, desde los años 90 hasta hoy?
—A mí me pasó un hecho curioso. Descreo de los temas religiosos, lo que no quiere decir que no crea en Dios. Tuve una formación católica pero la fui perdiendo. Yo encontré a Antonio Gil también desde mi lugar de creyente. Me hice devoto en algún momento porque obtuve ciertas respuestas. En el año 96 mi madre estaba en una depresión profunda, no podía salir, y le prometí al Gauchito que iba a hacer la novela si mi madre se curaba. Cuando llegué a Concepción del Uruguay, donde ella vivía, me cuentan que acababa de llegar un médico de Buenos Aires y que lo había consultado. A los 20 días mi madre estaba bien. Lo hizo la ciencia, sí, pero te quedan las dudas. Siempre hubo ciertas respuestas positivas que me han servido para poner pie en el mundo. Cuando salgo de viaje, tengo mi cinta roja en el auto; mis hijos rinden un examen y yo le prendo una vela roja al Gauchito. Sin inculcar esto a nadie, a mí me ha servido.
—¿Cómo observás la relación de los devotos con el Gauchito?
—Por lo general, la mayoría de la gente que va a Mercedes va a agradecer. A diferencia de otros santos, al que le van a pedir, al Gauchito le van a agradecer. Y otra cosa es que le agradecen los favores, no los milagros. Al Gauchito, como a los amigos, se le piden favores. ¿Me entendés? Y hay cosas que humanamente tenés que aceptar. Una vez, en Mercedes, vi escrito sobre una madera de una forma torpe, con errores de ortografía, “Gracias Gauchito porque mi sobrino ha vuelto a caminar”. Y no podés dejar de emocionarte, porque ese “gracias”, escrito así, con errores, te muestra que esa gente no está simulando nada. Tal vez fue la ciencia la que lo logró, pero también hubo algo misterioso, y yo creo en eso. No hay un dogma, no hay un credo, no hay certificado de conducta. Al Gauchito lo han usado tanto los buenos como los malos, hasta los narcos le piden favores. El Gauchito es ese amigo misterioso que hace cosas buenas, que hace favores; pero también, dice alguna gente, es rencoroso si no cumplís con tus promesas.