En su alegato ante el Tribunal Oral Federal número 2, además de las penas de prisión perpetua contra catorce policías y otras penas menores contra cuatro agentes y un vecino por la desaparición forzada de Franco Ezequiel Casco, el fiscal Fernando Arrigo solicitó una medida de reparación en el escenario de los hechos. La comisaría séptima debía convertirse en un espacio destinado a la atención de casos de violencia institucional para brindar acompañamiento jurídico y psicológico a víctimas y familiares. La propuesta suena ahora como una utopía, pero no solo por la absolución de los acusados.

El fallo del TOF número 2 se pronuncia sobre los hechos que ocurrieron entre el 6 de octubre de 2014, cuando Casco fue apresado por una patota de uniforme policial, hasta el 30 de octubre, el día en que Prefectura Naval rescató su cuerpo del río Paraná. Al mismo tiempo se proyecta sobre el presente a partir de las declaraciones de Maximiliano Pullaro y de la renovada ofensiva de los abogados defensores en procura de asegurar lo que ven como una primera conquista y asestar un golpe definitivo contra las pruebas que incriminan a los acusados.

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Pullaro dijo que se cometió una injusticia, que la causa se politizó y que, si bien se mantuvo en silencio, sintió dolor y acompañó en silencio a los diecinueve policías acusados. No tuvo una sola palabra referida a Franco Casco y su familia. Las declaraciones resultan además apresuradas si se piensa que el fallo será apelado, no se conocen todavía sus fundamentos y los jueces que absuelven a los policías invocan el beneficio de la duda, con lo que conceden la existencia de prueba. El respaldo a la versión policial y lo que implica por parte del candidato a gobernador tiene un peso agregado por el contexto en que ocurrió: acababa de presentar el plan de seguridad de Juntos por el Cambio en compañía de Horacio Rodríguez Larreta y Gerardo Morales. Las expresiones que soltó entre compungido e indignado pueden verse como un señal de la relación que mantendrá con la policía durante su gestión más que probable como gobernador.

Pullaro ya había sentado su posición, cuando el Ministerio de Seguridad que conducía pagó los honorarios de los abogados de cinco policías involucrados en el caso Casco con fondos reservados. La denuncia fue presentada por Marcelo Sain y llevó a una imputación contra David Reniero, ex secretario de control de las fuerzas de seguridad. Fue la misma posición que expresó ante el ex comisario Alejandro Druetta, cuando el fiscal Eduardo Lago empezó a descubrir irregularidades en supuestos procedimientos exitosos contra el narcotráfico, o cuando se le hizo notar que el nombre de Gonzalo Paz, jefe de la Unidad Regional XVII, se encontraba en la denuncia de Juan José Muga sobre policías que tenían vinculaciones con el narcotráfico.

En ese caso, Pullaro sostuvo que no se podía dar crédito a la palabra de un narcotraficante y que no correspondía desafectar a un policía sin una condena judicial. También Druetta intentó defenderse con el mismo argumento, aunque terminó condenado a diez años de prisión en una causa que reveló tanto las prácticas de corrupción institucionalizadas en la policía provincial como el reiterado visto bueno de la Justicia Federal de Rosario a las causas armadas por la misma fuerza. Y las defensas de los acusados por la desaparición y muerte de Franco Casco volvieron a presentarlo ante los jueces del TOF 2: había que descartar los testimonios de presos en la comisaría 7ª sobre las torturas a Franco Casco entre la noche del 6 de octubre y la madrugada del 7 de octubre de 2014. Porque se supone que la palabra de los presos tiene menos valor que la palabra de cualquier otra persona.

Diario de cacerías

El juicio que se desarrolló a través de setenta jornadas permitió observar que la desaparición y muerte de Franco Casco no fue un suceso excepcional sino que se inscribió en una sucesión de abusos e irregularidades que eran prácticas de rutina en la comisaría 7ª. Corrían los últimos meses de 2014, el año del primer “desembarco” de fuerzas federales y de la explosión de la violencia asociada al narcomenudeo.

El fiscal Arrigo describió “las cacerías nocturnas” en que los policías de esa seccional acostumbraban a extorsionar, torturar y propinar palizas a detenidos y a la vez tenían un saber hacer vinculado a no dejar registros de esos delitos y confeccionar pulcros partes de novedades. “Se advierte de la lectura de los libros de guardia de la comisaría que las detenciones por averiguación de antecedentes no eran registradas en los libros”, dijo por caso el fiscal.

Un dato en el alegato de Santiago Bereciartua, representante de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, reconstruyó el contexto que posibilitó esas prácticas. Los oficiales de la comisaría de calle Cafferata no eran las ovejas negras de la policía de Rosario sino en todo caso parte de un rebaño extendido en otras comisarías y los apremios y vejaciones que imponían no tenían ninguna sanción. “No hubo aquel año, ni en los venideros, voluntad persecutoria sobre esta clase de delitos de parte del Ministerio Público de la Acusación, aún habiendo creado la Unidad especializada”, dijo Bereciartua. Hasta 2016, sobre un total de 3100 causas por violencia institucional en Rosario, hubo siete acuerdos en juicio abreviado, ninguna sentencia en juicio común y la mayoría de las denuncias terminó en la papelera de reciclaje.

La trama volvió a configurarse alrededor de Casco. La desaparición de este albañil de 20 años, con un hijo de tres años, que estaba por primera vez en Rosario, procedente de Florencio Varela, atravesó a la policía, a sus organismos de control –la Dirección de Asuntos Internos – y al Ministerio Público de la Acusación. No parece un problema de uno o dos malos policías sino la expresión de funcionamiento de un sistema.

El juez y presidente del TOF 2 Otmar Paulucci votó por condenar a prisión perpetua a tres policías por privación ilegal de la libertad y torturas seguidas de muerte y a otros nueve por encubrimiento agravado; los otros integrantes del Tribunal, Ricardo Moisés Vázquez y Eugenio Martínez Ferrero se pronunciaron por la absolución de los acusados. En la entrevista de José Maggi para el programa Trascendental, Paulucci sostuvo que existe “una gran discusión de base” en el tribunal. La discordancia pasaría por el momento en que se iniciaron los hechos: si fue en la noche del 6 de octubre, como relataron los presos que estaban en la comisaría, o al día siguiente, según plantearon los policías al presentar la historia como una detención por resistencia a la autoridad que se habría resuelto en pocas horas con la libertad de Casco y todas las formalidades cumplidas. Un punto de coincidencia de los jueces sería la crítica a la instrucción inicial de la causa por parte del fiscal Guillermo Apanowicz, del Ministerio Público de la Acusación.

Las decisiones de Apanowicz beneficiaron a los policías. El video que ofreció un vecino para observar los movimientos en la comisaría se perdió en el camino antes de incorporarse a la causa. En ese tramo los agentes de la División de Asuntos Internos entrevistaron a los presos delante de los policías de la seccional, “no resguardando a los testigos e impidiendo de aquel modo que declarasen libres de toda presión” y “ocultaron pruebas ya que no plasmaron en el acta los tormentos que sufrió Franco conforme el relato de los detenidos”, señaló Arrigo. El 27 de noviembre de 2014 la jueza Roxana Bernardelli declaró la incompetencia de la justicia provincial, recaratuló las actuaciones como desaparición forzada de persona y envió el expediente a la Justicia Federal, que finalmente lo aceptó el 16 de diciembre. Habían pasado más de dos meses de pistas falsas y negligencias reiteradas.

“Ante la publicidad de los hechos, primero a través de la búsqueda de Franco, y luego con la aparición del cuerpo en el río –señaló en su alegato Luciano Hazan, querellante en representación de Ramón Casco, padre de la víctima–, los agentes de Asuntos Internos de la policía provincial (el inspector Pablo) Síscaro y (el inspector Daniel Augusto) Escobar, en connivencia con (el subcomisario Diego) Álvarez y otros policías de la comisaría 7ª, armaron un esquema que les permitiera ocultar el paso de Franco por la comisaría el 6 por la noche y madrugada del 7, así como las torturas que había sufrido. El principal obstáculo eran los detenidos que habían estado allí esa noche”.

Los presos relataron los tormentos padecidos por Casco y los pedidos de clemencia a los que los policías respondieron con más golpes y dieron cuenta del trasfondo del episodio, los apremios y abusos que eran de rigor en la seccional, con modalidades diversas según las guardias y un lugar destinado específicamente a las torturas, “la jaulita”. Se dijo que se contradijeron, que tienen lagunas, que hay discordancias, pero justamente esas imperfecciones refuerzan su veracidad contra las costuras de las actuaciones policiales que ponen en movimiento un aparato institucional aceitado por la costumbre: la médica de policía produce su informe sin ver el cadáver, el fiscal interviene por teléfono, las figuras del sospechoso y de la resistencia a la autoridad legitiman la violencia policial. El hecho de que se sembrara con tanta insistencia la desconfianza sobre el relato de los presos, que se vuelva sobre el asunto después del fallo, es una prueba del valor que tienen como testimonio de lo que ocurrió con Franco Casco.

Aun si se considerara que la muerte de Casco es un enigma impenetrable, ese enigma no se configura sin dejar huellas en su entorno. Aun si se ponen entre paréntesis los testimonios de los presos, las actitudes posteriores de los policías delatan maniobras para obstaculizar la investigación y confundir a los familiares de Casco, una práctica recurrente en los casos de desaparición forzada de personas. El borrado de las fotografías tomadas a Casco, la versión de que merodeaba un templo evangélico, la insistencia policial para que sus familiares lo reconocieran en un video borroso y las intimidaciones a tres presos para que no declararan arman una secuencia que culmina con el cadáver en el río Paraná, “un buen mecanismo antiforense” según el fiscal Arrigo, “porque se deshacían de los rastros de las torturas y eventualmente del cuerpo”. Franco Casco no tenía antecedentes delictivos por mucho que se insistiera al respecto, había pedido a sus padres que lo esperaran en la terminal de Retiro porque se volvía en tren el 6 de octubre y probablemente ni siquiera hubiera podido llegar al río, porque no se ubicaba en la ciudad.

Después de que los familiares denunciaron la desaparición de Casco, “la misma policía intentó cambiar el eje de esta búsqueda, diciendo que había sido visto caminando por Rosario, que había sido liberado, que había cometido algún delito, que tenía adicciones y otras falsedades”, dijo Bereciartua. Esas versiones “se volvieron a dejar entrever incluso en las preguntas realizadas a los familiares de Franco por las mismas defensas dentro del debate, para desacreditarlo como víctima”.

Los armadores

Al cuestionar los testimonios de los presos en el juicio, las defensas agregaron otro argumento al clásico de que no se pueden suscribir relatos de detenidos: se habría tratado de una maniobra instigada políticamente para perjudicar a los policías.

El pedido del abogado Germán Mahieu, defensor del subcomisario Álvarez, para que se investigue a Diego Rodríguez, ex funcionario de la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia, apunta en ese sentido. Otro abogado defensor de policías, Paul Krupnik, ya lo había planteado en una extensa nota publicada por el diario La Capital en la que dijo que Rodríguez había formado parte del equipo de Sain en el Ministerio de Gobierno, como si se tratara de un delito.

De ahí proviene la campaña de denuncia sobre una causa armada. Lo notable de este movimiento es que se apropia de una expresión con que las organizaciones de derechos humanos han denunciado prácticas de violencia policial. Las causas armadas son históricamente las que urden las policías contra personas que tienen antecedentes delictivos pero que no cometieron esos hechos y cuyas negativas no son tomadas en serio por la Justicia. Las causas armadas son la expresión del poder que tienen las policías para hacer que cualquiera, como se dice, se coma un garrón y también mucho más que eso. Invocar ese tipo de operación invierte además los hechos constatados: la causa armada fue la que se elaboró contra Casco por resistencia a la autoridad, con la colaboración del vecino Alberto Crespo, “con el único objetivo de dar apariencia de legalidad a su detención y lograr una posterior orden de libertad por parte del fiscal que permitiera encubrir todo lo acontecido la noche anterior”, dijo Hazan.

Al día siguiente de que se conociera el veredicto, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación señaló que fallos como el que suscribieron los jueces Vázquez y Martínez Ferrero “legitiman la violencia policial e incentivan la repetición de estos hechos, donde fuerzas de seguridad detienen a jóvenes pobres por portación de rostro, los torturan y –cuando “se les va la mano”– los matan”. Es difícil imaginar un centro de atención a las víctimas de la violencia institucional como planteó el fiscal Arrigo; lo más probable es que “la jaulita” vuelva a ser de práctica en el ámbito de las comisarías.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Sobre el autor:

Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

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