En el año 2011 se creó el museo del bicentenario en los sótanos de la antigua Aduana Taylor, anexa a la casa de gobierno en Buenos Aires. La nueva administración PRO-Cambiemos buscó transformar el museo y para ello cambió su nombre por el de Museo de la Casa Rosada y hacia 2018 nombró director al historiador Luciano de Privitellio. Éste, junto con su maestro Luis Alberto Romero escribieron el guión institucional que acompañaba los objetos exhibidos en ese lugar, que remiten a dos siglos de historia argentina. Veamos el pasaje que corresponde a principios del siglo XIX:
“En 1790 comenzó la crisis del Imperio español que culminó en 1810. En 1806, los ingleses se adueñaron de Buenos Aires, pero fueron expulsados por tropas milicianas porteñas que, al año siguiente, repelieron una segunda invasión. El 25 de mayo de 1810, los vecinos de Buenos Aires constituyeron la Primera Junta de Gobierno. Entre 1810 y 1820, diversos gobiernos instalados en Buenos Aires procuraron regir de manera centralizada el territorio del antiguo virreinato”.
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Se hace difícil no ver lo que este breve pasaje ha borrado. Sencillamente, la revolución. Ni semana de mayo, ni origen de la nacionalidad, ni fundación del estado argentino: todo eso ha desaparecido en la escueta crónica de nuestros historiadores. En su lugar, una sola línea, un ascético “vecinos” que definiría a los actores de aquellos días. Desde 1837, generaciones y generaciones de argentinos de todos los signos creyeron que la revolución de mayo había sido el punto de partida de la historia argentina como nación. No es eso, por cierto, lo que cree el Museo de Casa Rosada. Más bien se diría que aquel evento no tiene en su caso relevancia alguna.
Ni revolución, ni Semana de Mayo, ni origen de la nacionalidad, ni fundación del estado argentino: todo eso ha desaparecido en la escueta crónica de nuestros historiadores.
Vale preguntarse: ¿Sería imaginable que un museo francés eliminara el término revolución para referir a los acontecimientos que en 1789 sacudieron al mundo? Eso sería imposible, pero esa constatación sirve para confirmar el carácter profundamente reaccionario del gobierno del PRO: más que un programa neoliberal, un violento ensayo de restauración conservadora que, entre tantos daños provocados, intentó en este caso arrasar con la memoria del país. Es claro en este caso que el borramiento del término revolución del museo obedeció al intento de “deskirchnerización”, sobre todo si recordamos la trascendencia que habían tenido los festejos del bicentenario. Expurgar de todo rasgo épico la gesta de Mayo (que precisamente por esa razón deja de ser una gesta) no tiene nada de casual ni de inocente, se acomodaba bien con las utopías que signaban el proyecto cultural del PRO. Recordemos que, al calor del espíritu new age, ese gobierno promovió expresamente una política de deshistorización que se tradujo en la ausencia de todo relato en torno al pasado argentino, ni siquiera alguno que buscara legitimar el proyecto neoliberal en curso. De allí la desatención obscena que mostró hacia las fechas patrias, como ocurrió en ocasión del bicentenario de la Independencia: un no festejo en Tucumán con un solo invitado, el rey de España.
Una república sin historia
Cruel paradoja la de Privitellio y Romero: convertirse en los historiadores de una república sin historia –que, como sabemos, terminó en un desastre cualquiera fuera el índice cultural, social, político o económico que se asumiera. Pero no es el objeto de estas líneas patear al caído. En todo caso, uno y otro no son otra cosa que la expresión en el campo historiográfico de esa verdadera poética del odio que es el gorilismo, situación que en el caso de Romero cabe lamentar, puesto que su trayectoria hubiera merecido un final distinto.
Bastará recordar aquí el empecinamiento de este historiador por denostar la conmemoración de la batalla de la Vuelta de Obligado, el 20 de noviembre de 1845, ejemplo acabado, a su juicio, de un discurso demagógico, engañador y triunfalista, un nacionalismo arcaico que reaparecería tanto en ocasión de la guerra de Malvinas, pero también en el combate contra los fondos buitres guiado por el gobierno de Kirchner. Frente a ello, en estos últimos años Romero nos ha convocado a la “verdadera liberación que necesita la Argentina: acabar con su enano nacionalista y con quienes lo manipulan”. (“Entre la vuelta de obligado y los buitres”, La Nación, 6/8/2014).
No vale la pena discutir estos y otros tantos disparates. Pero lo que sí nos interesa es detenernos en una de las premisas “epistemológicas” del pensamiento de Privitellio/Romero porque ella expresa un posicionamiento extendido no solo en el pequeño pero mediáticamente poderoso grupo de historiadores liberal conservadores que representan, sino también en buena parte de la profesión a la hora de enfrentarse con la historia de nuestro país, tal como se tramita en el espacio público. Nos referimos al gesto que denuncia en estas efemérides patrias un anacronismo ingenuo: hasta bien entrado el siglo XIX no existió un estado nacional y, por consiguiente, difícil sería afirmar que allí estaba en juego algo así como lo que hoy consideramos soberanía.
Todavía más equivocado es pensar que habría una nacionalidad constituida desde el principio de los tiempos –tal el argumento que utilizó Hilda Sabato contra Felipe Pigna en ocasión de la serie televisiva Algo habrán hecho, algunos años atrás.
De allí que todas las conmemoraciones tienen algo de absurdo en la medida en que otorgan retrospectivamente una significación errada a ciertos acontecimientos que en verdad obedecieron a sentidos completamente diversos. Por ejemplo, insistir con la versión patriotípica que vincula el 25 de Mayo con la emergencia del “primer gobierno patrio”, etc. En el caso del Día de la Soberanía, se dirá que no luchó allí la nación, que no existía, sino la provincia de Buenos Aires, defendiendo su propio interés, esto es, el de Juan Manuel de Rosas.
Mito identitario
De entrada debemos afirmar que, en efecto, esto es así: todos quienes hemos estudiado historia sabemos que no es posible hablar de la existencia de la Argentina a principios del siglo XIX y todavía menos de supuestos ciudadanos argentinos. Pero de inmediato debemos advertir que esa aprensión, típica de la historia académica, supone un equívoco de envergadura, el que resulta de no comprender el registro en que se ubica ese discurso. La historia nacional es un género específico, único, trata del modo en que un colectivo narra su paso a través del tiempo y ese relato atañe a un principio identitario irremediablemente mítico.
De modo que, por un lado, el ejercicio desacralizador contra la Revolución de Mayo, acontecimiento en que, hemos de creer o no, hubo de fundarse la nación, resulta perfectamente legítimo y lo mismo podría hacerse con el resto de las fechas patrias. Reiteremos: incluso la idea misma de que pudiera existir una historia argentina para esas fechas es “científicamente” falsa. Mayo es un mito, igual que la revolución francesa lo es para los franceses, eso dijo hace ya muchos años Claude Levi-Strauss, un mito de origen como aquellos que se observan en las sociedades primitivas.
Mayo es un mito, igual que la revolución francesa lo es para los franceses, eso dijo hace ya muchos años Claude Levi-Strauss, un mito de origen como aquellos que se observan en las sociedades primitivas.
Por otro lado, sin embargo, el problema persiste: desde el punto de vista de la memoria de una sociedad esa apelación a una nacionalidad primigenia es perfectamente legítima: una biografía colectiva supone la existencia de una identidad en potencia desde un principio, que se irá desenvolviendo en el curso del tiempo. Así por ejemplo, en la primera página de La tradición republicana, Natalio Botana, autor al que nadie osaría acusar de antiacadémico ni menos aún de populista, afirmaba: “En el extremo del continente austral los argentinos no nacíamos a la vida independiente arropados por aquella esperanza solemne ni tampoco arrastrábamos el estigma de la leyenda que también cautivó la prosa de Tocqueville”. (…) “Padecíamos, eso sí, el vértigo del desierto, la soledad y el vacío”. He aquí una interpelación que forja narrativamente una identidad y permite la utilización de la primera persona del plural, un nosotros genérico –advirtamos– que hubiera recorrido doscientos años de historia transformando muchas de sus cualidades pero siendo no obstante lo mismo. Tal la condición que permite nombrar un pueblo, en este caso el pueblo argentino.
Como vemos, parece que fuera posible entonces hablar de “nosotros” los argentinos cuando la Argentina aún no existía. Tal la tensión irreductible que signa al género historia nacional, en ese cruce entre saberes, relatos y mito. Por otra parte, ¿sabían aquellos hombres que se enfrentaban en el Cabildo de Buenos Aires que estaban forjando una nueva y gloriosa nación? Seguramente no; en cuanto a sus biografías –recordemos– no fueron precisamente felices, en muchos casos terminaron de manera trágica, en la muerte o la desgracia. Somos nosotros quienes retrospectivamente le asignamos una significación a esos acontecimientos y al sentido de esas vidas. Desde esta vertiente es perfectamente legítimo asignar al 25 de Mayo su significación escolar clásica, del mismo modo que no hay error alguno en entender a la Vuelta de Obligado como un principio de resistencia nacional frente al colonialismo.
Somos nosotros quienes retrospectivamente le asignamos una significación a esos acontecimientos y al sentido de esas vidas.
¿Cuál es entonces la tarea de los profesionales de la historia? Frente a la teleología y a la analogía, que son operaciones características de la memoria nacional, y del relato legendario, la disciplina histórica debe sostener la idea de que el pasado supone una alteridad respecto del presente, de otro modo no hay nada nuevo que aprender ni de las épocas remotas ni de los tiempos que corren. El gran problema es cómo lidiar con los mitos que cargan siempre con componentes potencialmente jodidos, chauvinistas, xenófobos, en ciertos casos francamente fascistas. En tal circunstancia la discusión pasa por la manera de concebir y usar los mitos, en este caso aquellos que fundan una nación y sostienen su cultura, habida cuenta que la tarea de la historia académica consiste en disolverlos, acentuando lo que en verdad es la función crítica de una disciplina racionalista y secularizadora –función necesaria y positiva, la que desnaturaliza lo dado, la que socava verdades y tradiciones mostrando que siempre hubo y habrá caminos alternativos para el curso de los asuntos humanos. En suma, se trata de pensar la manera como lidiamos con nuestros orígenes y ello supone reflexionar sobre los modos en que una sociedad asume sus versiones identitarias articulándolas con prácticas democráticas, es decir neutralizando los rasgos totalitarios inherentes a todos los mitos al tiempo que en ardua tensión evitamos anularlos, puesto que sin esa dimensión no hay historia de una nación ni tampoco república posible. En suma, el desafío consiste en trabajar para que los mitos sirvan para la libertad y no para la sujeción, para la vida y no para la muerte.
La discusión pasa por la manera de concebir y usar los mitos, en este caso aquellos que fundan una nación y sostienen su cultura, habida cuenta que la tarea de la historia académica consiste en disolverlos, acentuando lo que en verdad es la función crítica de una disciplina racionalista y secularizadora.
El cuadro es arduo, complejo, exige largos debates y coloca a los historiadores frente a dilemas indecidibles. Lo cierto es que enfrentar las ambivalencias y antinomias que emergen de una historia así entendida exigen una operación que es al mismo tiempo historiográfica y política en el sentido más virtuoso del término.
Reiteremos nuestra idea: toda efemérides patria implica que un fragmento de mito se ha insertado en el interior del relato histórico para poner de manifiesto una fidelidad obstinada hacia un pasado que en rigor está fuera del tiempo, y que se rehace en cada ocasión, año tras año, mediante ese ritual que es la conmemoración. Ocurre que, contra lo que puede suponer una mirada ilustrada, ello no significa carencia moral e intelectual alguna, más bien expresa una toma de posición asumida consciente o inconscientemente sin la cual no hay identidad colectiva posible. Sin Revolución de Mayo no hay república, ni ciudadanía, ni democracia. Contra la estupidez mass mediática que nos atenaza habrá que advertir que no hay acá anomalía latinoamericana alguna, los habitantes de la Florencia renacentista decían que su ciudad descendía de la Roma republicana, y en el siglo XIX los republicanos franceses se inventaron con éxito unos ancestros nacionales, los galos –inmortalizados en el Comic Astérix, por Goscinny y Uderzo hacia 1959. Y así podríamos dar la vuelta al mundo encontrando otras tantas ficciones.
No hay afuera
El error, mezcla de ingenuidad y cinismo, de Privitellio/Romero y todas las buenas conciencias liberales, republicanas y progresistas que los siguen es creer que hay un afuera del mito. No: no lo hay. Como tampoco hay un afuera de la ideología. Hablar de “vecinos” en lugar de patriotas, para referirse a la generación revolucionaria de Mayo no es un descuido ni un índice de neutralidad axiológica, revela un posicionamiento político bastante evidente: ningunean la Revolución de Mayo porque lo último que desearían es una revolución en el presente. Ni qué decir cuando el guión del museo de casa rosada llegaba a la última dictadura, allí dictadores y criminales como Videla, Galtieri y Viola eran nombrados como “presidentes”, sin más.
Las cosas ocurren frente a nuestros ojos y, más allá del resultado del debate historigoráfico sobre un determinado acontecimiento, se trata en verdad de decidir si como argentinos nos interesa o no que haya un día dedicado a homenajear el nacimiento de la patria o a reivindicar la soberanía. Es evidente que a Romero, Privitellio, Sabato –y con ellos el conjunto de intelectuales asociados a la barbarie macrista– el tema no solo no les interesa, más bien detestan todo lo que esos símbolos expresan y para ello trabajan sin descanso: pocos años atrás no se privaron incluso de impugnar la soberanía argentina sobre las Malvinas, en nombre de un supuesto derecho de autodeterminación de sus habitantes. (“Una visión alternativa sobre la causa de Malvinas”, 2012).
En Tradición política española e ideología revolucionaria de mayo, publicado en 1962, Tulio Halperin Donghi ya había resuelto el problema que hemos tratado en estas líneas, nos explicaba que mayo de 1810 es al mismo tiempo un mito y el acontecimiento que funda este país que llamamos Argentina. Y cerraba ese libro con una advertencia que, última ironía, vale ahora, cincuenta y ocho años más tarde, para Romero, Privitellio y compañía: “Pero a los que con tanta audacia, a veces con tanta sutileza, a veces con tanta malicia (y aun malignidad) intentan renovar la imagen de nuestro surgimiento como nación sólo será acaso oportuno recordarles un hecho demasiado evidente para que parezca necesario mencionarlo, un hecho que, por ocupar el primer plano del panorama, es sin embargo fácil dejar de lado: que lo que están estudiando es en efecto una revolución”.