“Me guía la belleza de nuestras armas”
Leonard Cohen, “First We Take Manhattan” (I’m Your Man, 1988)
El horror que provocan los tiroteos masivos en Estados Unidos –más de 200 en lo que va del año; 27 de esos ataques, según la periodista Li Cohen, se produjeron en establecimientos educativos– podría calificarse como “horror civilizatorio”. Algo de lo que aceptamos como “dado” en el acuerdo social que llamamos civilización se rompe cada vez que alguien –hasta ahora hombre, por lo general blanco– ingresa con un poderoso arma automática a un sitio lleno de gente y se dedica a asesinar personas gratuitamente.
Ése carácter gratuito de los asesinatos se manifiesta en dos de los films que trataron el asunto, Bowling for Columbine (Michael Moore, 2001) y Elephant (Gus van Sant, 2002): literalmente significan “tirando a los bolos en Columbine”, en el caso de la primera, y “elefante”, en la segunda. Es decir: entrar a un secundario –por el caso de la secundaria Columbine, en Colorado en 1999– con fusiles automáticos y asesinar a trece personas puede comparase con el juego que consiste en derribar bolos; no hay mayor sentido que ése. Para el caso de Elephant*, basada en la misma masacre, Van Sant pensó en eso: ¿nadie vio el elefante, nadie lo vio venir?
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Consecuencias
HBO Max estrenó hace ya un par de meses The Fallout (traducida como La vida después. “Fallout” significa, metafóricamente, consecuencias), un film que relata la relación de dos chicas que comienzan su amistad en el baño de la secundaria a la que concurren cuando un asesino ingresa al establecimiento para masacrar a sus compañeros.
Del tiroteo sólo escuchamos las detonaciones distantes y la masacre queda en el fuera de campo durante todo el film, sin embargo, es la columna vertebral de la película. En eso que sucedió y no vimos ni vieron directamente las protagonistas, está el sinsentido en el que se desarrolla la vida de ellas. Y aún más: es tal el vacío que dejó esa volteada de bolos humana, ese arrasamiento del sentido, que uno de los personajes comienza a culparse a sí misma por haber llamado a su hermana, exponiéndola así al ataque inesperado del asesino. Volveremos sobre este asunto.
En una entrada del blog An und für sich (acá hice una traducción a las disparadas) de octubre de 2017, después de que un tipo de 64 años asesinara a 60 personas desde lo alto de una habitación de hotel en un recital en Las Vegas, el filósofo, traductor y teólogo político Adam Kotsko analiza este hábito exclusivamente estadounidense y lo llama “un apocalipsis semanal” –asesinatos masivos cometidos por un hombre armado con las armas con las que su país suele ir a la guerra–, una “masacre ritual”.
La masacre ritual
Escribe: “Es parte del ritual de un tiroteo masivo que el tirador sea declarado ‘perturbado’ o ‘enfermo mental’, para que luego los liberales señalen que así es como sucede cada vez y que resulta una explicación reductiva, etc. Aunque hay un momento de verdad en la explicación individualista, porque la causa sistémica de este problema sistémico de los tiroteos masivos es precisamente un individualismo tóxico que, frustrado, puede encontrar su camino hacia la aniquilación destructiva del otro”.
El hecho de que los asesinos sean siempre hombres lleva a Kotsko a señalar una “masculinidad tóxica”, el de que se trate de un problema exclusivo de Estados Unidos, lo lleva a calificar una “americanidad tóxica”.
Que el problema es el acceso ilimitado a las armas y la adoración hacia una deidad “americana” llamada Segunda Enmienda, no es una obviedad tan visible en el imperio. Hace una semana, Andrew Exum –quien fue de 2015 a 2017 subsecretario adjunto de defensa de EEUU para la política de Medio Oriente– publicó en The Atlantic que en el país se compraron, entre 2020 y 2021, 40 millones de armas y que el pueblo estadounidense debe aprender a usar las armas porque ya no puede deshacerse de ellas.
Nihilismo
Entre sus argumentos, Kotsko distingue los ataques de asesinos en masa –el mass shooting requiere de un tirador y al menos cuatro muertos– del terrorismo –al que puede encontrársele un sentido, aunque despreciable– y señala allí el más rancio nihilismo. “No estoy siendo metafórico cuando caracterizo el tiroteo masivo y sus secuelas como una forma de ritual. En cierto sentido, se ha convertido en el ritual de base de la religión civil estadounidense –un enunciado ritual de la disolución de la sociedad, una evocación ritual del apocalipsis–. Es cierto que este ritual se ha vuelto tan rutinario que solo nos preocupamos por llevarlo a cabo a nivel nacional cuando las víctimas se vuelven particularmente numerosas (como en Las Vegas) o cuando los objetivos producen un efecto especial de horror (como los niños de Sandy Hook). Pero es una pieza en la que cabe distinguir todas nuestras observaciones: los rituales de culpar a las víctimas del desastre, de excusar formalmente la violencia policial contra los inocentes, de brutalizar a los manifestantes sin ninguna base legal o racional que no sea la exigencia de sumisión absoluta. Todas esas observaciones rituales apuntan hacia el tiroteo masivo como violencia nihilista en su forma más pura, sin reivindicación de legitimidad o justificación –una violencia nihilista que colectivamente rechazamos detener o incluso impedir, porque ni siquiera recordamos ya cómo podría ser formar parte de una sociedad”.
Lo que Kotsko señala es justamente esa disolución social –si hacemos historia, los tiroteos se incrementan en los 70 y 80, cuando las políticas neoliberales de Ronald Reagan comenzaron a horadar los lazos sociales que creaba el trabajo industrial, destruyendo sindicatos, pauperizando escuelas y otras organizaciones intermedias– que cristaliza en cada asesino que ingresa a una escuela, un supermercado o se aposta en un edificio para disparar contra la multitud.
Por eso el horror que provoca es civilizatorio: todo eso que ponemos implícitamente en el término “sociedad” se esfuma de inmediato cuando un tipo armado con rifles de guerra recorre las aulas de una escuela asesinando niños como si volteara bolos en una pista.
La culpa
Pero volvamos a la película The Fallout. Volvamos a la escena en la que una adolescente que estuvo en la escuela durante el tiroteo, se siente culpable por haber expuesto a su hermana, cuando no tenía posibilidades de saber que se produciría el ataque y aunque hayan salido con vida. Absurda, pero no menos real, esa culpa del sobreviviente es de algún modo la respuesta al sinsentido del ataque, es el modo de recomponer en el orden privado ese fracaso, esa disolución social que cristaliza en el asesino masivo.
En “Lo demonios del neoliberalismo”, parte de un libro, Adam Kotsko explica qué es la demonización y, en particular, la que produce el neoliberalismo, cómo es que la víctima es llevada a responsabilizarse del ataque que sufrió: “Vivimos dentro de un orden que, al igual que el mundo medieval tardío, ha cesado incluso de intentar legitimarse positivamente. En su lugar, sólo busca culpar a un número cada vez mayor de víctimas, utilizando cada crisis y fracaso como una prueba más de que no hay alternativa al mundo en el que nuestra empobrecida libertad individual nos ha atrapado. En resumen, el neoliberalismo gobierna a través de la demonización”.
El 2 de junio, en The Atlantic, leímos: “El potencial asesino masivo que conoceremos está ahora mirando la cobertura mediática de Uvalde”. Lo escribió Elliot Ackerman, escritor y ex marine con cuatro tours en Irak y Afganistán. Arguye en esa nota, básicamente, que es la forma en que se dan a conocer estas noticias lo que despierta en estos asesinos la sed de violencia homicida, la celebridad, el modo en que son tratados por los medios, cómo sus historias circulan –como infamias, pero circulan–. Nuestro autor cuenta también que mientras empuñaba un fusil AR15 en Medio Oriente, el Pentágono investigó por qué funcionaban tan bien las campañas de reclutamiento de Estado Islámico en lugares como Europa, donde muchos jóvenes, aunque discriminados, gozaban de una vida más o menos confortable. La respuesta hallada fue sencilla, en la propuesta de Isis encontraban una “historia” (story) que los incluía. A esa historia, agregamos, solemos llamarla civilización o, con más frecuencia, “sociedad” –la bandera, la Historia nacional, la trama que nos narran sobre los lazos sociales e institucionales–. Cuando esa historia se esfuma, sólo queda esa otra, la de la realización individual, el emprendedorismo criminal y gratuito.
Coda 3J
Hasta acá esa horrorosa escena agujereada y pública de los tiroteos masivos en Estados Unidos, que, en lo que va de 2022 lleva 213 ataques. “Terminamos 2021 con 693 tiroteos masivos, según el Gun Violence Archive. El año anterior fueron 611. Y en 2019 hubo 417”, de acuerdo a la contabilidad de la NPR. Las armas de fuego son hoy, por primera vez en la historia de EEUU la principal causa de muerte entre niños y adolescentes, superando incluso las que producen los accidentes automovilísticos, de acuerdo a un gráfico reciente de la CDC (el organismo de control de enfermedades), aunque no todas esas muertes se deben a asesinatos masivos. Según el Gun Violence Archive, 1.560 niños y adolescentes murieron en 2021 por disparos de armas de fuego, menos de un 4 por ciento de esas muertes sucedieron durante un ataque de un tirador a un lugar público.
Si se comparan esas cifras con la cantidad de femicidios acontecidos en Argentina desde el año 2015, cuando comenzaron las movilizaciones por el “Ni una menos”, podríamos decir que los femicidas argentinos son también prolíficos, aunque actúan en un territorio diferente, el de la privacidad e, incluso, la intimidad.

De acuerdo al último informe del observatorio de Mumalá (Mujeres de la Matria Latinoamericana), entre 2015 y 2022 se cometieron 1.956 femicidios en Argentina y casi en el 40 por ciento de los casos el asesino convivía con la víctima.
El informe es preciso, detalla –según lo resume un artículo periodístico que firma Laura Vilche– “que en ese lapso se contabilizaron 1.685 femicidios directos a mujeres, 131 femicidios vinculados de niños varones, 92 femicidios vinculados de niñas mujeres y 48 trans/travesticidios lo que lleva a concluir en promedio en 1 femicidio cada 33 horas”.
Mientras que el asesino masivo opera en el grado cero de la cohesión social, el asesino de mujeres opera allí donde cristalizan los mandatos del patriarcado (racionales, la inmensa mayoría de las veces, aceptados y en circulación), en casa, en privado.