En el discurso de la crónica policial, la palabra caso singulariza un episodio delictivo que provoca la curiosidad del público. No cualquier suceso recibe tal calificación; no necesariamente resulta un hecho de sangre ni reclama una excitación del morbo. Tiene que estar afectado, más bien, un valor internalizado como un nervio sensible en la opinión pública: un caso se presenta con el aura de lo que es raro, escandaloso y causa repulsión, y el interés que provoca es una reacción ante un orden que aparece trastocado. Al utilizar el término para describir relatos autobiográficos, Carlos Correas (1931-2000) lo hizo con plena conciencia de ese significado: no contaba su vida, sino su caso.

El caso Correas gira en torno a un episodio de la historia literaria y de la jurisprudencia argentina: la publicación del relato “La narración de la historia” (1959) y el proceso que el autor enfrentó por el delito de publicaciones obscenas. Ernesto Savid, el protagonista, deambula por cines de citas homosexuales y por la terminal de Constitución, donde se encuentra con un chongo. Este personaje, “el morochito”, es un cabecita negra –Correas escribió un ensayo sobre el cabecita negra como figura erótica y elemento revolucionario que fue rechazado por la revista Contorno y cuyo texto se perdió– y comparte una noche de yiro con Savid.

El expediente fue destruido, según un procedimiento de rutina, pero el archivo del Poder Judicial conserva el fallo que condenó a Correas a seis meses de prisión condicional e impuso tres meses también de ejecución condicional a Jorge Lafforgue como director de Centro, la revista que publicó el cuento. Si la condena puede parecer leve su sombra se extendió en la vida y en la obra de Correas con el abandono de la homosexualidad –aunque según su testimonio ese cambio ya estaba en curso, es decir que habría sido una elección propia– y un silencio que se extendió durante un cuarto de siglo.

Todas las noches escribo algo, la compilación de Jorge Quiroga y Federico Barea de escritos dispersos de Correas, reabre el caso desde diversos puntos de vista: textos en revistas literarias, ensayos dedicados a Kafka, Kierkegaard, las traducciones de Marx y Kant, artículos sobre política y medios y entrevistas realizadas por Quiroga, Rosángela Rodrigues de Andrade y el equipo editor de la revista El ojo mocho. El título del libro proviene de una frase de Correas a propósito de los diarios que escribía, extraviados después de su muerte.

La extensa entrevista de El ojo mocho (ocupa casi cien páginas en el libro) está centrada en los años de formación, la amistad con Oscar Masotta y Juan José Sebreli, la vinculación periférica que tuvo con Contorno y su posterior trayectoria académica. Si hay algo constante en ese derrotero es la marginalidad, que experimenta como una posición de rechazo y enfrentamiento con los valores burgueses y a la vez como un drama en torno a su personalidad, a su definición como sujeto y como escritor. La clave de su tarjeta Banelco era 1952, un número que no podía olvidar: en ese año murió su padre, dejó los estudios de Medicina para empezar Filosofía, conoció a Sebreli y comenzó una época de “yiro” por los bares, teatros y cines donde se reunían homosexuales. Su iniciación literaria tuvo una brusca interrupción en mayo de 1960, cuando el fiscal Guillermo de la Riestra lo querelló por obscenidad.

Cosas juzgadas

El caso Correas encuadró en un contexto de persecución contra publicaciones y obras artísticas en nombre de la moral y las buenas costumbres. En noviembre de 1957 el fiscal De la Riestra querelló al editor de la colección Cobalto y al traductor Eduardo Goligorsky por la publicación de la novela La carne de la orquídea, de James Hadley Chase, considerada pornográfica. Si esa causa pasó desapercibida ya que se trataba de una novela policial, es decir, de una producción menospreciada como literatura, la censura se convirtió en objeto de debate entre los intelectuales argentinos a partir de junio de 1959, cuando un abogado y De la Riestra denunciaron y promovieron la prohibición de Los amantes, la película de Louis Malle que mostraba el adulterio de una mujer vivido sin culpa y con placer. Un mes después la Municipalidad de Buenos Aires prohibió la circulación de Lolita, la novela de Vladimir Nabokov sobre la relación incestuosa de un hombre y su hija adoptiva, y De la Riestra acusó a la editorial Sur y al traductor Enrique Pezzoni por violar el artículo 128 del Código Penal, que penalizaba la venta y distribución de “material inmoral o presuntamente obsceno”.

La querella contra “La narración de la historia” parece haber tenido menos repercusión en la época. En noviembre de 1960, Pirí Lugones entrevistó a De la Riestra para la revista Che sin que apareciera mencionada. No obstante, el fiscal implicó en su cruzada punitiva a los integrantes del consejo de redacción de la revista Centro y al centro de estudiantes de Filosofía y Letras, y el diario La Nación aprovechó el incidente para editorializar contra la Universidad de Buenos Aires y contra Correas bajo el título “Confusión y extravío”, el 17 de mayo de 1960.

“Me alcanzaba uno de los tantos ecos de la altísima moralidad y del sano poder de policía doctrinaria desde los que habla La Nación. Yo quedé debidamente, ya que no excesivamente reprimido”, dice Correas en la entrevista con Jorge Quiroga (1985). En vez del reconocimiento y de la consagración, lo que espera cualquier escritor, enfrentó entonces no solo el rechazo sino el castigo, que se concretó en la condena confirmada por la Cámara de Apelaciones porteña en marzo de 1962. Sin embargo, el ataque del editorialista es hasta cierto punto esperable y lo toma como de quien viene; lo que descoloca a Correas son las reacciones del ambiente literario: Germán Rozenmacher dice que le pareció aceptable el cuento salvo el pasaje en que dos hombres se besan en la boca; Juan Carlos Franco, del consejo de redacción de Centro, declara en Tribunales que él se había opuesto desde un primer momento a la publicación de “La narración de la historia” en la revista; con pocas excepciones, afirma Sebreli en la película Ante la ley. El relato prohibido de Carlos Correas (Emiliano Jelicié y Pablo Klappenbach, 2012), “todos estaban en contra”, en particular “la izquierda homófoba, el Partido Comunista y Abelardo Castillo”.

En octubre de 1959, Castillo publicó el cuento “El marica” en el primer número de El grillo de papel. Dos meses después “La narración de la historia” apareció en lo que sería el último número de Centro. Las diferencias entre ambos relatos son rotundas por diversas razones, comenzando por la posición que cada narrador tiene respecto de aquello que relata: exterior y asentada en la “normalidad” en el relato de Castillo, “enterrado hasta el cuello” en la experiencia narrada en el de Correas.

“El marica” es la confesión avergonzada que dirige un hombre a otro que era discriminado y escarnecido en la adolescencia por su orientación sexual y al que un grupo de varones llevó con engaños a un prostíbulo; llegado a la madurez el narrador confiesa que aquella noche él también fue impotente con la mujer. No se trata de un descubrimiento de la sexualidad gay, como en Correas, sino en todo caso de la hipocresía de la clase media y de una ceremonia emblemática del orden patriarcal, la iniciación sexual del hombre con una prostituta; sin embargo, mientras “La narración de la historia” fue condenado como expresión patológica, el cuento de Castillo obtuvo el reconocimiento crítico y terminó por ser incorporado a la enseñanza escolar. Un cuento que asume en el título la voz de la estigmatización y el desprecio se convirtió así en un ejemplo correcto del tratamiento de la homosexualidad en la literatura.

“Digo maricas y hablo de ellas en femenino. No hay otra forma de presentarlas al lector. Son maricas, y lo que a ellas se refiere es femenino, si, justamente, nos referimos a ellas. No son machos, ni mucho menos chongos”, escribió Correas en la novela Los reportajes de Félix Chaneton (1984). En cambio, Castillo habla en masculino porque su mirada es la del sentido común y su personaje no apunta al reconocimiento del otro sino a compartir el secreto de no haberse comportado como hombre, lo que experimenta como humillación. La violencia de “El marica” no es solo la de quienes se burlaban del que era diferente sino también la del patetismo falsamente comprensivo del narrador.

En un artículo a propósito de las escritoras en El grillo de papel y El escarabajo de oro, Tania Diz señala que las revistas dirigidas por Castillo rechazaron cualquier posición feminista o ligada a la homosexualidad. Pese a padecer también efectos de censura (El grillo de papel dejó de publicarse cuando la policía clausuró el taller donde se imprimía en el marco del Plan Conintes), Castillo no se solidarizó con Correas. En el editorial del número 15 (octubre-noviembre de 1962), poco después de que la condena judicial quedara firme, El escarabajo de oro consideró “inadmisible” que “La narración de la historia” pudiera ser un ejemplo de literatura comprometida, como declaró por entonces David Viñas y en el número siguiente (enero de 1963), frente a una crítica de la revista Hoy en la cultura explicitó su homofobia: “Si bien no juzgamos ética o moralmente a los homosexuales, tampoco (¿por qué habríamos de tenérsela?) les tenemos especial simpatía. Como escribió Arlt: si son enfermos, que vayan al médico”.

Según los testimonios reunidos en la película Ante la ley, Oscar Masotta y Alberto Ure fueron a la casa en la que Castillo vivía con una tía, cerca de Plaza Once. Sin mediar muchas palabras, Masotta tomó a las trompadas al director de El escarabajo de oro.

—¡No le peguen, es un escritor!– dijo la tía de Castillo.

—Es un mal escritor– habría respondido Masotta. Y una mala persona.

Una literatura del escándalo

Perdido el expediente, el testimonio de Correas sobre su comparecencia ante la justicia –en la jerga la audiencia de visu, la entrevista destinada a escuchar al acusado– y el interrogatorio a que lo someten un juez correccional de apellido Boero y el fiscal De la Riestra resulta todavía más valioso. El abogado defensor, Ismael Viñas, le pide que se vista bien para la ceremonia: la buena presencia es un detalle importante. A través de sus representantes, advierte Correas, la Justicia ejerce un modo particular de observación: el juez y el fiscal no miran, simplemente, sino que escrutan, es decir, ejercen una inspección detenida del aspecto y los gestos del reo que para el caso particular apunta a comprobar en qué medida confirma el imaginario que comparten sobre los homosexuales.

El juez y el fiscal se muestran sorprendidos porque finalmente Correas no es una marica, no tiene gestos ni expresiones afeminadas, viste de saco y corbata y cuando se le pregunta cómo debe ser considerado el homosexual ofrece una respuesta que puede apartarse de la norma pero es reflexiva: “Pienso que el homosexual debe ser considerado como una persona que tiene un tipo de conducta sexual y que esa conducta sexual debe ser tomada con respeto”. Lo que perturba esa impresión es el texto: los besos y las masturbaciones entre los personajes y la dedicatoria a una mujer, Celia Durruty, en la que parecen atisbar un tipo de perversión que no aciertan a definir.

Correas cuenta que la reacción judicial ante “La narración de la historia” lo tomó desprevenido y que no se propuso ninguna provocación al escribir el relato. Sin embargo, la dedicatoria a Celia Durruty, con quien había tenido una relación, “fue una especie de estrategia” ya que “era un cuento de tema homosexual” y funcionó en el sentido de que desconcertó a De la Riestra. Puede decirse además que Correas cumplió un programa esbozado en “Desde la carne de Buenos Aires”, su primer artículo publicado (1953): “Nuestra tarea de escritores debe abarcar la totalidad sintéticamente. Nuestras obras deben asustar, crear dolores de cabeza, preocupar, ponerlo todo en cuestión. Es, por supuesto, una literatura del escándalo”.

En ese momento, Correas acababa de escribir “Los jóvenes”, un relato mucho más explícito y celebratorio de la sociabilidad homosexual. Lo central de ese texto no es tanto el detalle del ambiente como la entonación festiva y sarcástica del narrador y el descubrimiento de un lenguaje que encuentra sus claves en los apodos de las maricas, en las rimas y juegos de palabras asociados con la elección sexual y en el deleite por lo escatológico. Correas dice que en esa época era un puto frenético “en el sentido de llevar la homosexualidad a sus mayores extremos” (por ejemplo, prostituirse); pero no le interesa exaltar la homosexualidad sino más bien, a partir de su lectura de Jean Genet, tomarla como transgresión de la sociedad burguesa y de sus ideales, asociada al delito y a los circuitos del bajo fondo. “Los jóvenes” se publicó recién en 2012; según el dramaturgo Bernardo Carey, quien conservó el original, Correas le pidió que lo guardara a raíz del escándalo por “La narración de la historia”, pero en ese gesto puede leerse también su preocupación por el destino de la obra después de su muerte.

Según explica Correas en el prólogo, “Los jóvenes” es la continuación de Los adolescentes, una novela escrita por su “camarada” Jorge Masciángioli en 1952 y nunca publicada. Y es también una especie de desvío “para decir ciertas cosas de una vez”, ya que el antecedente parece haber sido remilgado. El texto está atravesado por bromas y sobreentendidos y se dirige a un círculo de amigos que constituyen prácticamente los únicos lectores posibles en ese momento, no porque estén al tanto de los guiños y las alusiones sino porque aquello de lo que habla Correas es clandestino y está fuera de la ley.

“Los jóvenes” no podía ser publicado en el momento en que lo escribió y mucho menos después de la condena judicial por “La narración de la historia”. Confiar un texto a un tercero es adoptar un resguardo incierto; la historia literaria tiene ejemplos de albaceas que tomaron decisiones por su cuenta sin respetar las disposiciones de los autores como ilustra el ejemplo prototípico de Max Brod en relación a los textos de Kafka. El gesto de Correas, sin embargo, parece menos un desprendimiento que una operación consciente, ya que la publicación póstuma aparece como parte de su proyecto literario y de su juego de escritor: Los reportajes de Félix Chaneton, publicado en vida, constituía una publicación póstuma según el prólogo que le atribuye a un heterónimo, y su decisión de quitarse la vida se produce al día siguiente de entregar al editor el manuscrito de Un trabajo en San Roque, convertido así en otro libro póstumo.

Lo póstumo se entrelaza además con los textos perdidos. Pero si el ensayo sobre el cabecita negra se perdió lo que cuenta es el punto de vista con que Correas examinó a ese personaje histórico; si los diarios íntimos desaparecieron, de todas maneras resulta imborrable la imagen del escritor que se aplica cada noche a escribir algo y que lleva incontables libretitas con sus anotaciones. La pérdida agrega un valor positivo, y la figura de autor se perfila con mayor nitidez allí donde debería desvanecerse: Correas es un escritor que se oculta hasta su muerte.

Distanciado y antisentimental

El caso transcurre también dentro de la órbita del genero policial. En la entrevista con El ojo mocho, Correas cuenta que las novelas policiales de enigma y las novelas negras fueron su iniciación en la lectura y “el ambiente intelectual en el que crecí”; esos libros siguen en su biblioteca en su madurez, como puede observarse en Los reportajes de Félix Chaneton y el género es también un ganapán en 1974 cuando la intervención fascista en la Universidad de Buenos Aires lo deja cesante en su cargo de profesor de Filosofía y traduce a Dashiell Hammett bajo el seudónimo Emilse Ruggiero (los seudónimos son otro recurso al que apela para ocultarse). En La operación Masotta (1991), la idea de operación está tomada del sentido que le da Hammett en correspondencia con su editor para describir el trabajo sucio de un detective.

“La narración de la historia” volvió a publicarse en 1993 como parte de Las fieras, la antología de Ricardo Piglia sobre los usos del policial fuera del género. En la película Ante la ley, Piglia identifica la forma policial en el tono distanciado y antisentimental, “casi esquizo”, de la narración y en el procedimiento, que asocia a la novela negra, de contar sin énfasis algo que tiene un sentido perturbador; no encuentra otro antecedente en la literatura argentina fuera de un pasaje de El juguete rabioso, de Roberto Arlt. En su deriva nocturna, los personajes del cuento llegan a un recreo donde un cómico imita la forma de hablar de un homosexual y el número provoca las carcajadas del morochito: escena notable, cargada de sutileza y de tensiones, que expone esa forma de narrar.

La condena judicial paraliza a Correas como escritor. Se contempla en el espejo que le presentan sus acusadores: “Yo era «asqueante», el «extremo de la degradación» y desde mí parecían emanar «la perturbación tendenciosa y contumaz», «la disolución de las instituciones republicanas»”, dice, entrecomillando él mismo lo que proviene de los otros. Deja de yirar, retoma los estudios de Filosofía y forma una pareja heterosexual. En secreto, reafirma su estrategia: “me haría perdonar aquella «aberración», aunque yo, astutamente, me reservaría un lado «destructivo», no por la bobería de helarle la sangre a burgués alguno, sino para sacar de este último lado una máxima fuerza literaria”.

Ese lado corrosivo es lo que define como “una actitud materialista ante la literatura” que “pone en primer lugar” una lucha “contra las costras, podredumbres del idealismo inculcado en uno mismo y en los demás”. Suele decirse que el escándalo alrededor de “La narración de la historia” fue un absurdo, la ocurrencia de un mojigato envestido de autoridad en una época represiva, pero el punto no son las escenas sexuales sino lo que Correas remueve en sus examinadores: el excluido retorna sobre el cuerpo social que lo aparta con asco y trabaja por su desestabilización a través de la literatura.

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Sobre el autor:

Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

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