En Vertigo (De entre los muertos, A. Hitchcock, 1956), Scottie (James Stewart), enamorado aun de Madelaine, a quien vio precipitarse desde un campanario y cree muerta, encuentra a Judith casi igual a la amada, pero menos sofisticada, más vulgar (ambas son la bella Kim Novak) y la lleva al restaurante donde un año antes llevara a Madelaine, ignora que las dos mujeres son también una en la ficción, ignora que ha sido engañado. En un momento, mientras charlan sentados a la mesa, Scottie se queda boquiabierto mirando algo detrás de Judith. Cuando ésta se vuelve vemos avanzar una rubia cuyo aspecto evoca al de Madelaine. Hay luego un primer plano de Judith y en el gesto que hace se entiende que su orgullo de mujer está en juego; intentará reconquistar a ese hombre al que acaso ha amado, volviendo a ser la que acaso siempre fue. Scottie mira fuera de campo —fuera de cuadro— y lleva a Judith a mirar detrás de sí. La mujer rubia que avanza a espaldas de Judith es el fantasma de Madelaine y, aunque se nos muestra, su imagen no nos deja ver del todo lo que “muestra”. Porque de ese mostrar y “esconder” está hecho el relato cinematográfico, es decir, del campo y fuera de campo. Lo que la rubia trae es el mismísimo fuera de campo de Vertigo y, al mostrarse, se convierte en otra cosa. La aventura física ha pasado a convertirse en la metafísica del relato.
El ejemplo es un clásico. Pero también puede aplicarse a films que influyeron en la breve y ahora rutilante carrera de la directora francesa Coralie Fargeat quien, con La sustancia desplegó su álbum de estampas de citas que incluyen al David Cronenberg de Videodrome (1983), el John Carpenter de la remake de La cosa (1982) y otras películas a las que también les cabe el hashtag body-horror, en las que los cuerpos son violentados y deformados en la pantalla. Videodrome (protagonizada por James Woods y la maravillosa Debbie Harry) nos anticipa un mundo de fantasías soft-porno y homicidas hecho carne en un set de televisión basura. La cosa retoma el film de Howard Hawks de 1951 en el que un alienígena despierta en una base polar y se oculta en los cuerpos de los miembros de la tripulación hasta hacerlos estallar. En los dos casos, esas orgías de órganos que se revelan en la pantalla nunca constituyen en sí el tema central del film. Son, retomando el primer ejemplo y salvando las apariencias, como la rubia en el restaurante de Hitchcock.
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Ojalá algo así sucediera en La sustancia, en la que Demi Moore actúa de la real Demi Moore veterana al frente de un programa televisivo de fitness cuya fecha de caducidad le es anunciada por el ejecutivo de la cadena, un Dennis Quaid cuya sobreactuación paródica es sólo comparable a la de Danny Glover en la triste segunda parte de Predator (1987).
Gracias a una sustancia de la que nunca conocemos su mecanismo, Demi Moore logra engendrar su “mejor yo” (la versión “más joven, más bella y más perfecta” de ella), una suerte de inversión de Doctor Jekyll y Míster Hyde en un espacio para practicar fitness. Claro que si el abominable señor Hyde es la joven, bella y perfecta Margaret Qualley, las cosas se vuelven confusas y perturbadoras.
Como en el cuento de Robert L. Stevenson, Qualley también absorbe la vida de Moore y, si bien una voz anónima y corporativa, representante de la extraña compañía que proveyó la sustancia, le dice a Moore que ella y Qualley son la misma persona y comparten una misma conciencia, en la práctica, la joven y bella versión de la vieja estrella no resulta moralmente tan perfecta y, lo que parecía una fábula de horror se convierte en una alegoría de la mujer objeto, la explotación del cuerpo, entre otros temas de cierto catecismo feminista y todo lo que el body-horror de Fargeat deja a la vista. Un “cuento de hadas feminista de body-horror”, según la llamó Collider en la que los sueños de Disney producen monstruos.
El estilo vidrierista de Fargeat ya nos había mostrado su vocación alegórica en Revenge (Venganza del más allá –2017– como se la puede buscar en Netflix), en la que su álbum de figuritas, según la directora francesa, fueron el film australiano Mad Max (1979) y el estadounidense Rambo (1982). En Venganza Fargeat construye sobre el cuerpo herido y autocurado de Matilda Lutz una guerrera en calzones que persigue a sus violadores en el desierto. Allí no se priva de superponer sobre el rostro de uno de los babeantes acosadores un primer plano de un lagarto y otras alegorías capaces de gatillar la furia del veterano Rambo.
Un par de cosas merecen destacarse en el audiovisual de Fargeat. Primero, la economía de recursos: la película está filmada apenas en cuatro ó cinco locaciones, como las películas de Roger Corman de principios de los 60. Segundo, las actuaciones de Demi Moore y Margaret Qualley, quienes no necesitaron ningún efecto especial a la hora de poner en escena lo que les pasa a sus personajes. Una pena que la directora francesa no haya aprendido algo de sus actrices, ni de los directores a los que pretendió citar. Porque, como escribió aquél español difícil de citar: “lo que no es tradición es plagio”.
Acá podés leer la respuesta de Celeste Murillo a este texto.