El enunciado se escapa de cualquier boca y suena como eco en un presente que encarna los síntomas iniciales de un prólogo sociológico único: “pobres lxs niñxs”. Se trazan las líneas del tiempo. Se alzan las voces y se matizan pensamientos. Es enunciar en un acto performativo: que el decirlo concrete la salvación.

Maquinamos bajo esa frontera mínima las mismas penas, consumiendo un dolor igualitario ejecutado desde el artificioso padecimiento de un acto de beneficencia: sentir lástima. Es masivo, efímero, confuso, fake. Un enunciado de ficción para un mal que atraviesa la contemporaneidad extrapandémica. ¿Y si es cristiano encarnarlo y padecerlo? ¿Y si es hereje encerrarse a fumar uno? ¿Y si todo me explota en la mano otra vez?

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Con un impulso del estado, Espacio Bravo, Teatro de La Manzana y La Comedia, con obras independientes, reabren sus salas con los debidos protocolos y horarios que garantizan la vuelta a casa.

Hacer del mal de la época un absoluto. Un imperio del covid para resguardar allí las fallas, el triste sentido de las ausencias, la imperiosa necesidad de hacerse del posmo-ser tan permanentemente inacabado, la frenetización celular de la interrupción constante, la crisis de lo social y de lo íntimo. De un comienzo errático a la construcción de un templo en constante expansión para depositarlo todo hasta el aburrimiento de estupidizarnos y decir “el bichito”. ¿Quién habla en cada uno de nuestros enunciados? ¿Qué expresan estas nuevas frases comunes? ¿Por qué nos identificamos con estas expresiones, haciéndonos lxs gilxs? Quiero escuchar otra vez “pobres lxs chicxs” para preguntarnos desde cuándo y por qué, tolerando pocas respuestas. Quiero escaparme por un rato, que otrx cuide a mis cachorras, ser fugitiva de mis propias interrogaciones y vaciarme.

Por ahí pinta retrasar la entrega del postítulo. Soñar agarrar la zanahoria con las manos solamente para prenderla fuego, ver caer las cenizas y soplarlas con deseo hacia todo alrededor abismal, terreno incierto de lo crónico pandémico. En esta balsa flotaremos y con flotar no más nos resguardamos de la vorágine de olvidar vivir. En esta misma balsa para la que deberemos encontrar madera y soga, y así poder decir “suban que nos salvamos”, pero construyo una balsa de sólo cantarla y navego.

Las tres solas atravesando el aislamiento preventivo. Las tres solas atravesando el Covid-19. De ser osa mayor en la cueva de mis frazadas a preparar panqueques para reventarnos de dulzura. Me volví dependiente. Quiero que mi mamá me pida un pollo y me lo pague. Quiero que el pollo rompa el film desde su interior y lleno de chimi ejecute movimientos resbaladizos de patamuslos con piel hasta mi plato. Quiero que el pollo salte sobre mí y me devore. 

Las cachorras observan la piltrafa de madre que no las atiende. Las cachorras, que ya fueron maternadas, devuelven y regeneran todo lo que el mundo exterior filtró descomponiendo. Saben de la caricia, de la mirada y de la palabra oportuna. María Emilia López habla del verbo “lecturar”, y ellas no teorizan pero son expresión de sus experiencias y me lecturan con los días que pasan y acaba otro ciclo pequeño encadenado a este tiempo. 

Hay un estado de infancia en la infancia y más allá de ella. No tiene límites, tiempos ni contextos del todo excluyentes. Sorprende en las situaciones más crueles y a pesar de su  universalidad, encarna diferencias. Hay un estado de infancia que se desarrolla como habilidad, aunque no precise mucho más que el riego de lo que su misma naturaleza demanda. Se expresa en un código libre, anárquico, caprichoso, feliz, exaltado, que tiende a domesticarse por comodidad y conveniencia. Ese estado de infancia preexiste o se desarrolla pandémico con sus propias singularidades, y su código permite lecturas e interpretaciones. Desde ese lugar ¿qué es lo posible? ¿Cómo desarrollarlo? ¿Lo salva acaso la pena que se exprese? Esa pena, al menos ¿nos ubica para empezar a pensar algo, por pequeño que sea?

De arrastrarnos la infancia hacia la institucionalización de la falta de tiempo y el adormecimiento, necesito ventilarme. Me doy un permiso. Me concedo reír en medio del caos, porque me gusta cuando vamos todas juntas a la escuela pero también cuando nos acomodamos para chancletear por la cocina. A mí también me cuesta el esquema y aunque me atropelle una realidad jamás planificada, busco el resquicio donde nazca el goce y en medio de tanta censura me dejo llevar. Es un relato absurdo e incoherente. Un ensayo que escape al orden como la vida que ya perdió todo molde en donde encastrar y acomodar sus elementos. Me suelto como polvo espacial y aunque las rutinas, los desencuentros, los vicios, la modorra y las angustias nos enfrenten, volvemos a la palabra para ser nosotras. Por eso la libero, la dejo enunciar el ensueño, elaborar los deseos y narrar lo real al punto de desmembrar la fantasía del mal del momento, que no nos salva decir cuando nos falta nombrar.

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Acerca de Aimé Peira

Soy Ai, Profesora en Letras, docente y librera. Nací en Rosario y elegí esta ciudad para vivir y trabajar. Me alimento del río Paraná, de los libros que descubro y de aquellos a los que siempre vuelvo, de las personas que mantienen viva la infancia. Me apasiona leer en voz alta, estudiar, compartir mi mirada e intercambiar […]

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