La UNR Editora y Editorial Municipal de Rosario lanzaron una tercera edición de Historia de Rosario (1689-1939) de Juan Álvarez. Un clásico de la historia social, económica, urbana, artística e intelectual de la ciudad, que el autor publicó en 1943, cuando ya era un alto funcionario del poder judicial nacional y dos años antes de que la llegada de Perón al poder culminara con su carrera política.
El historiador Mario Glück lee en este prólogo que abre la tercera edición (y que reproducimos en esta página) la vida y el recorrido intelectual de Juan Álvarez. “Luego de su muerte –escribe–, su acción pública y su obra fueron objeto de distintas interpretaciones y apropiaciones. En el ámbito historiográfico se produjo, como señala Oscar Videla, un consenso positivo sobre su obra, tanto desde la corriente liberal como de la revisionista, la marxista y la académica más contemporánea. Tulio Halperín Donghi, por ejemplo, sostuvo que Álvarez fue el último seguidor consecuente del pensamiento de Juan Bautista Alberdi: un liberalismo republicano y federal en lo político, pluralista y cosmopolita en lo cultural, pero elitista y conservador en lo político y social.”
La historiadora Alicia Megías, junto con sus pares Mario Glück y Nicolás Charles, y la politóloga Nadia Amalevi presentan esta tercera edición de Historia de Rosario –que conserva también el prólogo de la segunda edición, a cargo de Alicia Megías– este jueves 12 de septiembre a las 20 en la Feria Internacional del Libro Rosario 2024 en la sala 1-A del Cultural Fontanarrosa (San Martín 1080).

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Juan Álvarez nació en Gualeguaychú, Entre Ríos, en 1878, pero los avatares de la vida familiar hicieron que prontamente se trasladara a Buenos Aires primero, luego a Santa Fe y finalmente a Rosario, la ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida y en la que falleció en 1954.

En su biografía intelectual pueden distinguirse tres etapas. La primera se extiende de 1898 a 1917 y abarca naturalmente instancias formativas, primeros empleos, primeras publicaciones y el ingreso a distintos ámbitos culturales y profesionales. La segunda (1918-1930) señala el momento de su consagración en todos los ámbitos, y la tercera (1931-1954), la culminación de su carrera judicial e intelectual y su caída como hombre público.

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Habiendo iniciado en 1890 los estudios secundarios en el colegio Normal de Santa Fe, los terminó en el Nacional de Rosario en 1894. Trabajó como escribano en un juzgado de los Tribunales Provinciales y en 1895 ingresó en calidad de escribiente a la Cámara de Apelaciones de Rosario. En 1898 se recibió de abogado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, donde estrechó vínculos con su condiscípulo Carlos Ibarguren y con el tutor de su tesis, Estanislao Zeballos. Las relaciones heredadas de su padre –Serafín Álvarez– fueron importantes en los inicios de su carrera: republicanos de la primera emigración española como Rafael Calzada y políticos e intelectuales de finales del siglo XIX y principios del XX, como Rodolfo Rivarola, Joaquín V. González y Manuel Gálvez.

Su tesis doctoral, titulada El Gobierno Nacional no puede exonerar del pago de Impuestos Provinciales a las Empresas Industriales o Comerciales (1898), no trascendió el marco universitario, pero en cambio tuvo lectores notorios como Bartolomé Mitre y Raymundo Wilmart, que formaron parte de su tribunal examinador. Si bien el título enuncia un tema específico, pero la tesis pone de manifiesto también sus inquietudes sobre los temas que hacen a la formación del Estado y de la Nación Argentina.

Con su primer libro, Orígenes de la música argentina (1908), Álvarez da la impresión de haberse trazado una clara estrategia de autopromoción: lo editó él mismo y envió ejemplares a los principales diarios y revistas y a figuras relevantes de la cultura y la política, empresarios locales como Cornelio Casablanca y Santiago Puso e intelectuales nacionales ya consagrados como Adolfo Saldías y Eduardo Wilde, e incluso figuras internacionales como Miguel de Unamuno y Felipe Pedrell. En 1910, al publicar en Buenos Aires su segundo libro, Ensayo sobre la historia de Santa Fe, Álvarez ya era una figura reconocida por toda la élite rosarina. Como secretario de la intendencia de Isidro Quiroga había impulsado la creación de una biblioteca pública, dirigido el tercer censo de la ciudad y había sido comisionado para la redacción de un Código Municipal. En 1912 se fundaron la Biblioteca Argentina y la Asociación Cultural El Círculo, de la que fue el primer presidente. Un año después ascendió a Juez Federal y además redactó un proyecto de creación de una Universidad Nacional en Rosario, que fue presentado en la cámara de diputados por Joaquín V. González.

Pero su reconocimiento definitivo se produjo con la publicación de Estudios sobre las Guerras Civiles Argentinas (1914), que recibió el segundo Premio Nacional de Literatura, recientemente instituido. A partir de entonces, en círculos intelectuales de Buenos Aires y otras ciudades del país se generó un consenso positivo respecto al valor de los estudios y análisis de Juan Álvarez sobre la realidad nacional, especialmente del pasado.

La segunda etapa de la trayectoria de Álvarez se desarrolla aproximadamente entre 1918 y 1930. Ascendió de Juez Federal a Fiscal de Cámara y luego a Vocal de Cámara, además de hacerse un lugar en el medio académico al crearse en 1919 la Universidad Nacional del Litoral. En el campo de las letras, fueron numerosísimas sus colaboraciones sobre diversas temáticas de actualidad. Se destacó por sus opiniones corrosivas y polémicas, a contrapelo de las corrientes a la moda. Además, se reveló como narrador con las crónicas de sus viajes a Nueva Zelanda y Tahití publicadas en el diario La Prensa y con el único intento ficcional que se le conoce, sobre el personaje de Juan Moreira. Uno de los editores más emprendedores de esa época, Samuel Glusberg, le propuso reunir en un volumen sus artículos, así como lo habían hecho Leopoldo Lugones y otros escritores, pero el proyecto no se concretó.

En el plano historiográfico, Álvarez se incorporó como miembro correspondiente a la Junta de Historia y Numismática Americana y poco después organizó la Filial Rosario, de la que fue presidente. Participó de la Historia de la Nación Argentina dirigida por Ricardo Levene, ocupándose de temas que no eran tan habituales, como los económicos, tal como había hecho en Ensayo sobre la historia de Santa Fe y Las guerras civiles. Otras muestras de su interés por los temas económicos son su participación en el tercer Censo Municipal, donde había demostrado condiciones para el trabajo estadístico, y su especialidad académica en la Facultad de Ciencias Económicas, Comerciales y Políticas, en la que fue profesor titular de Economía Política.

La última etapa (1930-1954) comprende su momento de máxima exposición pública. En 1935 fue nombrado Procurador General de la Nación –cargo que, al igual que el de Ministro de la Corte, es uno de los más altos dentro del Poder Judicial–, fijando su residencia en la ciudad de Buenos Aires. Fue nombrado miembro de número de la Academia Argentina de Letras, en cuyo boletín publicó numerosos discursos y artículos que demuestran intereses alejados de la historia, como “¿A quién corresponde el gobierno de nuestro idioma?”, “Proyecto acerca del estudio fonético del castellano en la Argentina” y “En torno a las tonadas regionales”.

Su designación como Procurador General de la Nación tuvo claramente un carácter político; fue propuesto por el presidente Agustín P. Justo, y contó con el apoyo desde la cámara de senadores de José Nicolás Matienzo, radical antipersonalista y miembro de la coalición política gobernante. Álvarez, desde su nuevo cargo, emitió dictámenes y consejos al Poder Ejecutivo que lo colocaron en el centro de la escena pública. En 1945 el presidente Farrel, en el medio de una crisis del gobierno del GOU, le encargó a Álvarez formar un gabinete de transición, tarea que este asumió como una misión patriótica pero que la vertiginosidad de los acontecimientos malogró. Álvarez confeccionó una lista de ese posible gabinete con nombres vinculados a un ya desprestigiado conservadurismo, y lo entregó el mismo día que una movilización popular consiguió la libertad de Juan Domingo Perón, que se consagró ese 17 de octubre como líder político. El resultado fue que el nuevo gobierno destituyó a Álvarez, dando fin a su carrera pública. Desde entonces, estuvo prácticamente retirado a su vida privada, dejando borradores en los que queda constancia de sus reflexiones sobre la nueva época. Sin embargo, su abrupta caída en el ámbito público no perjudicó su prestigio intelectual.

Luego de su muerte, su acción pública y su obra fueron objeto de distintas interpretaciones y apropiaciones. En el ámbito historiográfico se produjo, como señala Oscar Videla, un consenso positivo sobre su obra, tanto desde la corriente liberal como de la revisionista, la marxista y la académica más contemporánea. Tulio Halperín Donghi, por ejemplo, sostuvo que Álvarez fue el último seguidor consecuente del pensamiento de Juan Bautista Alberdi: un liberalismo republicano y federal en lo político, pluralista y cosmopolita en lo cultural, pero elitista y conservador en lo político y social.

Tulio Halperín Donghi, por ejemplo, sostuvo que Álvarez fue el último seguidor consecuente del pensamiento de Juan Bautista Alberdi: un liberalismo republicano y federal en lo político, pluralista y cosmopolita en lo cultural, pero elitista y conservador en lo político y social.

Su evolución política e ideológica también la podemos dividir en tres períodos. El primero está marcado básicamente por cinco textos: la tesis doctoral, Orígenes de la música argentina, Ensayo sobre la historia de Santa Fe, Las escuelas argentinas y el nacionalismo y Las guerras civiles. En todos ellos se advierte una idea cosmopolita de Nación, tributaria explícitamente de las ideas que expresaron la Generación del 37 y los constituyentes de 1853. Podría decirse que se trataba de un patriotismo constitucional, ya que el elemento jurídico era la base del pacto que había organizado la Nación, y había que sostenerlo en el presente. Álvarez, particularmente, reafirmaba estas convicciones en el contexto del Centenario, cuando se pusieron por primera vez en cuestión.

En su reemplazo, escritores como Manuel Gálvez, Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas proponían un telurismo que pretendía ver en el pasado, o en íconos como el gaucho o el indio, la esencia de la nacionalidad. Álvarez, Rodolfo Rivarola, Roberto Giusti y Antonio de Tomaso, entre otros, sostenían el concepto más cosmopolita de Nación. Giusti y de Tomaso optaban por el internacionalismo proletario en contra del nacionalismo para ellos estrecho y particularista. En el caso de Juan Álvarez y Rodolfo Rivarola las bases de la nacionalidad argentina estaban contenidas precisamente en la diversidad cultural inmigratoria y en el programa republicano de la Constitución de 1853. Álvarez sostuvo este concepto cultural de nación cosmopolita a lo largo de toda su obra, pero su contenido político fue mutando desde el reformismo liberal en sus inicios hasta el conservadurismo del último período.

Para Juan Álvarez la historia era una herramienta cognitiva que facilitaba la comprensión del presente. Por ello, su propuesta apuntaba a conocer la sociedad y la economía en el pasado, dejando en un plano secundario a los individuos, por importantes que hubieran sido. Más aún, consideraba perjudicial una historia que se limitara a la narración de la vida de los próceres, ya que de esa manera podía construirse una imagen demasiado negativa del presente. La idealización de los próceres, según Álvarez, podía conducir a los niños a idealizar el pasado y de este modo a considerar legítima la insubordinación frente a las autoridades actuales, que nunca igualarían a sus predecesores. El pasado mismo, en los textos de este primer período, tiene una connotación negativa: la época colonial estaba caracterizada por la pobreza, y la post-independencia, por las guerras civiles. El inicio de la prosperidad coincidía con la organización nacional y la Constitución de 1853, que había fijado el proyecto de nación.

De las tres características de Nación enunciadas en la Carta Magna, el republicanismo era el que Álvarez consideraba más importante e inamovible, en tanto la representación y el federalismo podían ser objeto de interpretación. La representación política debía ser restringida, según Álvarez; por ejemplo, en su tesis de 1898 niega a los analfabetos la posibilidad de elegir autoridades. Años después, en Estudios sobre las guerras civiles argentinas (1914), admite la posibilidad de ampliar el sufragio, en consonancia con la reforma electoral.

De las tres características de Nación enunciadas en la Carta Magna, el republicanismo era el que Álvarez consideraba más importante e inamovible, en tanto la representación y el federalismo podían ser objeto de interpretación.

La inestabilidad política y la agitación social, para Álvarez, tenían solución en posibles reformas, entre las que estaba la reforma política y del régimen de tenencia de la tierra. El federalismo es otro de los problemas que trata en su tesis doctoral, donde señala precisamente las contradicciones entre la enunciación constitucional de este principio y la práctica política, que terminaba siendo unitaria en algunos aspectos. En Las guerras civiles y El problema de Buenos Aires en la República Argentina (1918) plantea nuevamente el problema, sosteniendo una posición federalista y haciendo una propuesta, sobre todo en el segundo texto, para limitar el crecimiento desproporcionado de la capital federal y generar un desarrollo más equilibrado de todo el país. Este tema, en clave más pesimista, lo planteará nuevamente en su Historia de Rosario.

En esta primera etapa, el trasfondo sobre el que planteaba su idea de Nación, tanto desde el punto de vista político como desde el cultural, era la ciudad de Rosario, aunque las referencias explícitas fueran escasas. La ciudad era un ejemplo exitoso del proyecto de Juan Bautista Alberdi: los extranjeros eran prácticamente mayoría, estaban asimilados, eran el motor del crecimiento social y económico, y habían participado activamente en las instituciones y el gobierno local.

El segundo período está marcado por una crisis del optimismo que se advertía en el primero. En realidad, ya en Las guerras civiles el optimismo venía cediendo espacio ante el avance de un escepticismo respecto al futuro. La idea de nación cosmopolita se mantiene, aunque no sea un tema tan central como al principio. Sus discusiones con posiciones indianistas como las de Ángel Guido reflejan este proceso. Su racionalismo y su defensa del patrón occidental de desarrollo cultural se ven también en sus ataques contra todo tipo de espiritualismo y contra la reivindicación del mundo no-occidental, en boga en esa época. Las crónicas de sus viajes a Oceanía, a la India y a África contienen críticas mordaces a esas sociedades idealizadas por muchos occidentales.

A pesar de esta postura persistente, Álvarez no se mostró indiferente a los cuestionamientos que el mundo occidental y sus valores recibieron como consecuencia de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. Una de los efectos más importantes que produjeron estos hechos en su producción fue el intento de trascender el marco nacional para comprender la realidad que lo rodeaba. En 1923 publicó Estudio sobre la paz mundial, en el que realiza una larga serie de disquisiciones sobre el presente y el futuro de una humanidad que en su opinión no había cumplido la promesa de progreso indefinido y, en cambio, había generado una novedad perturbadora para el orden capitalista: la primera revolución socialista exitosa. A lo largo del estudio hay una notable reflexión en la que pone en duda sus convicciones liberales, confrontándolas con diversas soluciones reformistas. En el texto analiza los pros y los contras de dichas soluciones, sin mostrar preferencias por ninguna, por lo que, aun admitiendo la crisis de sus convicciones liberales, las termina reafirmando.

Otros cuestionamientos están dirigidos a la democracia y la política de masas. El problema de fondo estaba, para Álvarez, en la relación conflictiva y en cierta medida antagónica entre democracia y eficacia. Teniendo su legitimidad en el número, la democracia podía anular a la segunda, por lo tanto había que buscar un cierto equilibrio, que él lo encontraba en la prohibición del voto a los analfabetos, en la formación de cuadros para la administración pública y en la instrucción intelectual adecuada para las clases dirigentes.

Las tendencias conservadoras del pensamiento de Juan Álvarez se profundizaron en la década de 1930, tanto en sus escritos como en su actuación judicial y política. Como juez, dictó fallos en los que consideraba que los comunistas debían ser expulsados del país. El “peligro rojo” estuvo muy presente en este período, y fue la base de una parte importante de sus decisiones y de sus escritos. Es el caso de su dictamen de 1935 recomendando al Ejecutivo no aceptar los estatutos de la Universidad Nacional del Litoral. Tal rechazo subrayaba, entre sus fundamentos, el peligro que significaba la participación de un estudiantado radicalizado en el gobierno de la Universidad. El fallo tuvo una repercusión mediática notable y fue objeto de una polémica en la que intervinieron estudiantes, políticos e intelectuales a favor y en contra del mismo. Quienes lo hicieron a favor estaban dentro del espectro ideológico más conservador y reaccionario, y quienes lo hicieron en contra, del más democrático y de izquierdas. Su posición contraria al cogobierno de las universidades no era ninguna novedad, ya se había manifestado en ese sentido en distintos artículos publicados en el diario La Prensa, prácticamente desde que lo propuso el movimiento de la Reforma Universitaria de 1918.

Las tendencias conservadoras del pensamiento de Juan Álvarez se profundizaron en la década de 1930, tanto en sus escritos como en su actuación judicial y política. Como juez, dictó fallos en los que consideraba que los comunistas debían ser expulsados del país.

El compromiso político más destacado de Juan Álvarez fue con el régimen inaugurado en 1932 por Agustín P. Justo. Álvarez creyó estar frente a una restauración de la República Posible, que volvía para desterrar los peligros y la ineficiencia de la política de masas del radicalismo yrigoyenista. Sus limitaciones epistémicas le habrían impedido ver que la política de masas era una realidad tan objetiva como las estadísticas que estaba habituado a analizar en sus estudios. En su concepción, lo irrefutable estaba en esta objetividad de la economía, las acciones políticas y sociales dependían de la voluntad de sus protagonistas y su buena o mala fe. No pudo entender que había nuevos actores sociales, como las clases medias que reclamaban una participación mayor en la sociedad política y el naciente movimiento obrero que luchaba colectivamente para mejorar su situación cotidiana.

En ese contexto publicó su Historia de Rosario (1943), el panegírico de una ciudad que nació y se desarrolló en el marco del capitalismo liberal. Si en los primeros escritos la ciudad aparecía como una síntesis de la Nación, ahora era un ejemplo de lo que esta debería ser. El libro hace explícita una consigna que se repite hasta el día de hoy: “Rosario es hija de su propio esfuerzo”. Esta frase es a la vez una hipótesis y un mito de origen que el autor desarrolla en todo el libro.

Si en los primeros escritos la ciudad aparecía como una síntesis de la Nación, ahora era un ejemplo de lo que esta debería ser. El libro hace explícita una consigna que se repite hasta el día de hoy: “Rosario es hija de su propio esfuerzo”. Esta frase es a la vez una hipótesis y un mito de origen que el autor desarrolla en todo el libro.

Como mito, necesita una continuidad temporal que en este caso está dada por una población esencialmente emprendedora y liberal. Así, encuentra “pioneers” que se dedicaban a la agricultura intensiva ya en la época colonial, es decir en la prehistoria de la ciudad. Estos emprendedores son los verdaderos héroes del relato épico de la Historia de Rosario, que lucharon permanentemente a lo largo de la historia contra las limitaciones que les imponían el Estado y los caprichos de la política.

La verdadera historia de la ciudad comenzará entonces cuando este espíritu emprendedor tenga su cristalización jurídica con la Constitución de 1853, lo que permitirá la realización de sus potencialidades. De esta manera, concluye Álvarez, la historia demostraba que los peligros para el buen desarrollo de la ciudad y de la Nación eran básicamente dos: la rebelión social y el intervencionismo estatal en la economía. Esto había ocurrido en tres momentos históricos diferentes: en la colonia, bajo algunos caudillos como Rosas y en el presente de la redacción del libro, al calor de los cambios entre el Estado y la economía que se produjeron con la crisis de ‘30.

Si el primer Álvarez era liberal en lo económico y político y reformista en lo social, en este período sigue siendo liberal en lo económico, pero es más conservador en lo político y en lo social. La rebelión social, en su pensamiento, es un asunto que puede requerir de limitaciones al liberalismo y la democracia política para ser reprimida, lo que lleva a Álvarez a reivindicar regímenes autoritarios y a figuras como Manuel Carlés, el rosarino que creó la Liga Patriótica.

Los últimos años de vida de Álvarez fueron signados por el ostracismo público, pero siguió activo intelectualmente, aunque sus escritos permanecieron mayormente inéditos. Trabajó en un estudio sobre Almafuerte, en una continuación de la Historia de Rosario, en estudios sobre la energía mental y en una crítica a la Constitución de 1949. De todos ellos se conservan solo manuscritos mecanografiados, con tachones en birome y anotaciones al margen.

El más completo de los manuscritos es un estudio crítico de la reforma constitucional de 1949. El blanco predilecto de esos textos son los nuevos derechos sociales, que implicarían límites a la propiedad privada, algo inadmisible para sus convicciones liberales. Estos borradores nos muestran un Álvarez profundamente decepcionado por el curso que tomaron los acontecimientos contemporáneos, que lo reafirma en sus convicciones republicanas y liberales y en su crítica a la política de masas.

Juan Álvarez falleció el 8 de abril de 1954; en su sepelio Bernardina Dabat, educadora y antigua colaboradora suya, pronunció un discurso laudatorio que iniciaría la reivindicación póstuma de Juan Álvarez en su rol de historiador provincial y autor de la primera historia integral de la ciudad. Dabat cerraba su discurso leyendo el último párrafo de la Historia de Rosario como si fuese una oración litúrgica en la que Álvarez trataba de transmitir a sus conciudadanos lo que sentía, pensaba y aun deseaba para Rosario.

Este discurso y una necrológica más completa publicada en el diario La Nación expresaban una serie de imágenes que sobrevivirían luego de la muerte de Juan Álvarez. Como figura nacional, un magistrado y ciudadano honesto y principista y el estudioso de la realidad y de la historia nacional y local. Como prócer intelectual de la ciudad, el creador de una identidad local y promotor de instituciones culturales. Estas imágenes se irán completando en el tiempo con el reconocimiento de su carácter precursor como historiador que buscaba en el pasado las claves para entender el presente.

Dengue
Sobre el autor:

Acerca de Mario Glück

Nació en Rosario, es profesor de Historia y Doctor en Humanidades y Artes. Ejerce como profesor Titular de “Historia Política Latinoamericana” en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (UNR) y profesor Titular de la Cátedra “Historia Latinoamericana” en la Facultad de Trabajo Social (UNER). Es autor del libro La Nación imaginada desde una […]

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