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A fines de febrero de 2020, el filósofo Giorgio Agamben escribió “La invención de una epidemia”, un artículo donde denunciaba la necesidad del Estado italiano de instaurar pánicos colectivos apelando a una supuesta epidemia debida al coronavirus, a efectos de implementar medidas de emergencia completamente injustificadas que suponían graves restricciones a la libertad de los ciudadanos. El dudoso virus vendría a reemplazar el fantasma del terrorismo como coartada para reforzar los poderes represivos del Estado.

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Los acontecimientos de los días siguientes desmintieron abruptamente esa tesis. Agamben se había equivocado de título. No obstante, si fuésemos más precisos o condescendientes, habría que observar que nuestro autor no erraba en el diagnóstico de las consecuencias que la política de aislamiento contra la epidemia inevitablemente conlleva: restricción de libertades, eclipse del espacio público, agudización de prácticas disciplinarias por parte del Estado ayudado ahora por la tecnología, sin contar la exacerbación de la xenofobia que se ha constatado en todas las epidemias de la historia. Por lo demás, todos esos elementos ciertos verifican, por otros caminos, su célebre tesis de que vivimos desde hace décadas en un estado de excepción permanente –tesis de la que no cabe dudar.

Pero se equivocaba enormemente en lo que refiere a las causas de las medidas preventivas de higiene, al negar la existencia de un peligro cierto y al atribuir a poderes ocultos la supuesta invención de una epidemia. Agamben se inventaba una teoría conspirativa para explicar el curso de la historia completamente disparatada e irresponsable, que nos recuerda a aquellas otras tesis igualmente conspirativas y paranoicas con la que tantos bufones de la televisión agreden a diario nuestra inteligencia, al modo de Baby Echecopar: prueba de que incluso pensadores de relieve pueden patinar e irse a la banquina. Fin del cuento: la epidemia existe, el Estado italiano fue más bien laxo e ineficiente, los muertos llegaron y son muchos.

En verdad el error de Agamben (y con él, las pobres contribuciones de otros tantos pensadores de renombre) indica la dificultad con que tantos comentaristas se topan a la hora de enfrentar la situación en la que estamos metidos. Por deformación profesional, por egocentrismo, los filósofos tienden a resolver sumariamente la situación y significarla mediante un concepto. Pero lo cierto es que la pandemia y el aislamiento constituyen una situación inédita, que comporta situaciones desconocidas, lógicas contradictorias y efectos dispares y muchas veces paradójicos. No hay un único sentido que hegemonice la situación y, de ese modo, le otorgue un principio de inteligibilidad. Nadie tiene la posta, nadie sabe exactamente cómo va a terminar esto. El mundo se viene abajo, pero la prensa especializada nos informa que Netflix ha duplicado en estas semanas el número de suscriptores y de facturación.

Por esa razón, en este largo paréntesis que nos toca florecen las profecías de todo tipo, utopías y distopías. Algunos creen que, pasada la epidemia, el neoliberalismo asumirá un rostro más humano, otros afirman sin hesitar que estamos ante el momento final del capital. Un tercer grupo, atento a la historia, señala que existen muchas posibilidades de que el capitalismo vuelva a relanzarse en pocos días, auspiciado además por millones de desocupados, salarios a la baja y pérdida de derechos laborales a escala planetaria. Pero, en otro registro del mundo, con un público quizás más vasto, la lectura de la coyuntura es bien distinta: pastores norteamericanos nos cuentan que en realidad la epidemia es obra de la providencia, un castigo divino por nuestros pecados. En la medianoche de Crónica TV, un pastor argentino, de apellido Cinalli, repite con lujo de citas bíblicas tales ideas y nos convoca a arrepentirnos.

 

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Como vemos, la situación no tiene un concepto que la aprehenda, lo mejor sería no hacer predicciones, llamarse a prudencia y no cometer el error de Agamben. De todas maneras algunas cosas parecen seguras. En todas las latitudes se habla de un regreso del Estado después de décadas de neoliberalismo. Como si la urgencia de la situación, la ineludible necesidad de enfrentar la epidemia, hubiera devuelto un poco mágicamente al Estado nación sus operaciones antaño consideradas esenciales, aquellas que confirman (confirmaban) su soberanía, esto es: la capacidad de disciplinar, ordenar, organizar, proyectar.

A esa rehabilitación de la instancia estatal han contribuido, decíamos, lo excepcional de la situación pero también, en el caso argentino, las acciones que desde su asunción algunos meses atrás ha llevado a cabo el presidente Alberto Fernandez. En efecto, después de años de discursos que buscaron por todos los medios denostar a la política y a los políticos, el presidente muestra que es posible una ética estatal, es decir que se ejerce desde el poder. Una ética que, en este caso, no tiene que ver con la eficacia ni con la transparencia en el manejo de las finanzas, sino con la responsabilidad en la gestión de lo público, lo que en estas circunstancias significa el cuidado de la salud de los ciudadanos, el cuidado de lo que nos es común. Un cuidado que, además, Fernandez explica racionalmente con gráficos y estudios de científicos, sin privarse además de compartir públicamente los dilemas y los riesgos que su decisión acarrea: priorizar la salud por sobre la economía, sin desconocer los efectos negativos sobre millones de compatriotas –otra manera de pensar la tensión entre convicción y responsabilidad propia de la tarea del político verdadero. Y todo ello, además, adoptando el lenguaje inclusivo: tenemos un presidente que les habla a los “niños, niñas y niñes”: demasiado, demasiado para un país que recién hace pocos meses pudo escapar de ese verdadero viaje al corazón de las tinieblas que resultó la experiencia del PRO –un ciclo que no fue simplemente un proyecto neoliberal, entre otros que hemos conocido, sino sobre todo un violento ensayo de restauración conservadora, una verdadera política integral de odio avalada por un sector considerable de la sociedad.

Resta conocer, y esto lo veremos dentro de poco, si esta restitución de la centralidad del Estado a la que referíamos al principio significa que efectivamente ha recuperado sus antiguas atribuciones, es decir la capacidad para normar el sentido y las prácticas sociales ante la competencia de otras dinámicas privadas que lo debilitan y coaccionan, como las finanzas transnacionales y los grandes conglomerados de información. O si, por el contrario, nos encontramos ante una ficción pasajera. No lo sabemos, pero habrá que advertir que entre las actividades que a escala planetaria se muestran indemnes a la epidemia y sus medidas de control, se encuentran precisamente los flujos de capital y lo flujos de información. Si algo es seguro es que ahí no hay cuarentena.

 

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Los historiadores del futuro no se equivocarán cuando adviertan que a comienzos del 2020 por puro azar el virus vino a consumar la tarea de destrucción del tejido social emprendido por el gobierno Macri. En esta película no hay villanos, como cree Agamben, pero los efectos del aislamiento son evidentes: se ha producido una recesión económica gigantesca vía un shock fulminante como el que desde siempre han soñado los más acérrimos voceros del neoliberalismo. Millones de argentinos han caído en la pobreza en las últimas semanas y se tardará años en revertir esa situación. A comienzos del mes de abril el despido de 1.500 trabajadores por parte de Techint generó una ola de repudios e indignación que alcanzó hasta al Presidente, que incluso impulsó un decreto que prohíbe despidos durante la epidemia. Pero lo cierto es que Techint no sólo no revirtió esa medida que hubiera significado la reincorporación de los cesanteados en sus distintas plantas, sino que la confirmó con la anuencia del gremio en cuestión: esos trabajadores quedaron definitivamente en la calle. A ello se agregan en todas las ramas productivas miles de suspensiones, recortes abruptos y pactados de salarios y la posibilidad cierta de que en algunas provincias los sueldos de los empleados públicos se paguen con patacones o tickets canastas como en la crisis del 2001 –y todo ello con el aval de diversos sindicatos atados como tantas otras veces a la necesidad pero también a la traición. Y también, al parecer, con el visto bueno del gobierno nacional.

La conclusión de todo esto tiene algo de trágico, pero convendría no ocultarlo: el proyecto del PRO –flexibización laboral y reducción del “costo argentino”, aquel que sin pudores expresaba su ministro Triaca y que hubiéramos creído una pesadilla del pasado– ha sido en verdad realizado en algunas semanas por el efecto Coronavirus. De ahora en más, quienes simplemente poseen un trabajo estable pueden ser considerados ultraprivilegiados. Tal la situación.

Lo cierto es que no es con la cantinela de que “nadie se salva solo” ni apelando a la solidaridad empresaria como podrá enfrentarse este y otros tantos problemas, el discurso reiterado de que “Un punto del PBI se recupera, pero no se recupera una vida” tiene algo de loable, pero tiene mucho de voluntarista, sino de cínico: muchos de los que han caído en estos meses –quienes han cerrado su Pyme, por ejemplo– ya no podrán levantarse.

Ciertamente el gobierno ha instrumentado un número importante de medidas para enfrentar la coyuntura, medidas sin precedentes y que suponen un enorme esfuerzo económico. Es mucho lo que se ha hecho en pocas semanas. Sin embargo, todo lo bueno que el gobierno del Frente de Todos ha emprendido no alcanza: las medidas solidarias, crediticias y distributivas que se han ensayado son meros paliativos y para el futuro habrá que imaginar políticas radicales.

En efecto, así como la situación de emergencia ha sido correctamente enfrentada con medidas excepcionales, ineludibles, la reconstrucción de la Argentina exigirá también medidas inéditas: el impuesto a quienes poseen millones de dólares es una de ellas –por cierto, debe ser un impuesto a las ganancias y no un gravamen excepcional– pero deberá estar acompañada por otras políticas igualmente audaces. La pandemia va a pasar, y este paréntesis temporal que nos atenaza alguna vez acabará, las palabras, las promesas, las buenas intenciones darán lugar a los hechos y entonces habrá que hacer una elección: o la reconstrucción del país recae sobre ricos y poderosos, los CEOS de Macri, los que esconden su plata en cuentas off shore o, como siempre, la crisis la pagan los que trabajan, es decir la enorme mayoría de la población. En Brasil, Bolsonaro ya decidió: flexibilización laboral y congelamiento de salarios de todos los empleados públicos por 18 meses. Cabe esperar que en Argentina el rumbo sea bien distinto. ¿Lo será?

Hasta ahora este Presidente se ha mostrado prudente y componedor, como perro gregario, pero si decide enfrentar su destino y entrar en la historia tendrá que convertirse en lobo y de ese modo enfrentar a enemigos poderosos, que no van a perdonar la pérdida de sus privilegios, enemigos dispuestos a tirar a matar. Del curso de acción que se asuma dependerá la suerte de su gobierno y la de todos los argentinos. No es la naturaleza misma de las cosas la que espontáneamente producirá un mundo mejor, un poco más humano, sino la decisión política. La pelota está de su lado y solo resta esperar la jugada: Alberto sabe mejor que nadie que soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción.

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Acerca de Alejandro Moreira

Profesor de Teoría Política

El tipo y la calidad de los sacos que usa desde hace décadas Alejandro Moreira no cabe en esa categoría que impusieron las casas de vestir, “sport”. Porque son sacos que se “leen”: enseñan en su percha a un profesor universitario, pero también a un conversador, en él caben las charlas y las discusiones de […]

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