Cecilia Gentili murió en Nueva York el 6 de febrero. Actriz, escritora y activista por los derechos de las personas trans, tenía 52 años y vivía en EE.UU. desde 2000. Faltas. Cartas a todas las personas de mi pueblo que no me violaron*, libro de publicación póstuma en castellano, recapitula un período crucial en su historia de vida, el de su infancia y adolescencia en Gálvez, provincia de Santa Fe y conforma un documento sobre el proceso de la identidad trans.
Faltas se publicó primero en inglés, en 2022, y recibió el premio Stonewall de no ficción. El libro estaba en proceso de traducción, a cargo de Alejo Ponce de León, cuando Gentili falleció. “Ya no solo teníamos el objetivo de acercar Faltas al público hispanoparlante, sino también el deseo de hacer que su vida y su obra se conocieran y amplificaran a través de la escritura”, dice la nota preliminar de la editorial Caja Negra.
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Gentili le escribe a la madre, a la abuela, al mejor amigo, a la hija de su abusador, a la partera y a chicas del pueblo, a la vecina que fue amante de su padre. Tiene asuntos pendientes, “gente a la que necesito decirle ciertas cosas”, y la carta es la mejor forma por la distancia que permite; pero la escritura y los recuerdos son también un diálogo con sí misma, un intento de comprender su historia que no se dirige solo a esas personas, ya que algunas fallecieron, de otras desconoce su situación y solo mantiene contacto con el amigo, Juan Pablo.
“Esto es lo que siempre hice, tan solo por estar viva: cuestionar la imagen perfecta que todos creen tener de sí mismos. Este libro no es sobre mi conducta. Es sobre desenmascarar la conducta de todos los que me rodeaban en la infancia”, dice Gentili.
La batalla de ser
Los textos de Faltas se entrelazan con los monólogos de Cecilia Gentili para un espectáculo unipersonal que presentó en 2017. El show se llamó primero The Knife Cuts Both Ways (El cuchillo corta en dos direcciones) y después Red Ink (Tinta roja, y puso el foco en su historia de infancia, donde la figura de su abuela había sido la única contención familiar. La pequeña Cecilia pensaba que era una extraterrestre abandonada en la Tierra por error y esperaba ser rescatada para volver a su verdadero hogar.
“Los monólogos de Cecilia no necesariamente contaban historias verídicas, pero sí eran historias reales. Pertenecen al género de la fábula bien contada. La comedia surgía del dolor”, escribe la ensayista australiana McKenzie Wark en el epílogo de Faltas. En las cartas, el dolor está menos contenido por el humor y por la forma de la narración; el libro “comprime en unas pocas páginas profundas y oscuras toda la economía sexual de una ciudad pequeña, desde el punto de vista de su recurso más explotable: la infancia queer”.
La primera carta anticipa un tono sin vueltas: “Yendo al grano, Rosanna: tu padre me violó. Comenzó cuando yo tenía 6 y siguió durante mucho tiempo más. Abusó de mí sexualmente durante todo el resto de mi infancia y mi adolescencia”. Pero Gentili no habla sobre hechos desconocidos sino que evidencia la impostura: el abuso y las violaciones estaban a la vista y el silencio extendido a su alrededor sostenía las representaciones de lo normal y aceptado entre los vecinos de Gálvez.
El sentido común del pueblo aparece condensado en la figura de Delia Marchesi, la partera que vio nacer a todos. Marchesi es la voz de la maledicencia y el odio, y Gentili le dedica una carta para enfrentarla; “todavía le tengo miedo a tu manera de juzgarme”, dice. Pero en ese trance define otro sentido para la memoria personal: patear el avispero, desafiar “la realidad falsa en la que viven allá”.
Una madre que no fue tal, que eligió no hablar e hizo como si no pasara nada cuando sabía que su hija era abusada, se complementó con un padre ausente de la escena familiar. Cecilia tampoco recibe afecto de su hermano: un día él le dice que en realidad ella fue una criatura abandonada, que la encontraron en las vías, y esa ocurrencia cruel refuerza la fantasía de ser ajena al lugar en el que está. La pobreza en la que viven se agrega como otro factor de exclusión para la sociedad de Gálvez.
“Todos y cada uno de nuestros vecinos eran increíblemente raros, de formas muy diversas y específicas, y sin embargo todos nos miraban como si nosotros fuéramos los raros”, escribe Cecilia en el diálogo con Juan Pablo a través de la carta. El encuentro con el amigo fue reparador, porque “juntos podíamos devolverles la mirada, pagarles con la misma moneda”, pero también hay preguntas todavía pendientes: “¿Por qué, si éramos así de inteligentes, también dejamos que algunos de ellos nos jodieran la vida?” y en particular “¿Qué significaba para nosotros, a lo largo de nuestra adolescencia ser chicas, tener ese papel en la sociedad? Éramos los maricones afeminados a los que los chicos podían acudir para que se las chuparan después de haber dejado a sus novias”.
La abuela materna vivía en San Martín de las Escobas y su recuerdo se perfila en contraste contra el desamparo materno. “Tu casa en el campo me ofrecía un espacio para correr, ser libre y jugar, pero tu bondad también era un espacio: un espacio inmenso donde yo podía ser feliz”, escribe Cecilia.
En la graduación de la escuela primaria, los chicos de la escuela 290 de Gálvez tienen que elegir un lugar en el mundo y actuar como sus representantes. “Sé que hay un lugar para vos, y está en los Estados Unidos, y se llama Nueva York”, le dice la abuela, como si llegara desde el futuro.
La abuela le da una peluca y le hace una especie de catsuit con pendientes que tintinean. Así vestida, Cecilia Gentili canta en la escuela “Nueva York”, de Nina Hagen. Nadie dice nada, pero ella ha descubierto algo: “Esto es lo que quiero ser”, le dice a la abuela.
El arte de contar
Cuando era adolescente, empezó a viajar a Rosario durante los fines de semana. Con Juan Pablo, “nos subíamos al último micro de la tarde, pasábamos allá toda la noche y después tomábamos el primer micro de vuelta a la mañana siguiente”. Y se mudó a principios de los 90, cuando todavía regía el Código de Faltas que penalizaba el travestismo y las ofensas al pudor.
Pero la libertad tenía límites en la ciudad. La policía de Rosario explotaba el Código de Faltas para la recaudación clandestina a través de una sección que se llamaba Moralidad Pública y acosaba a los gays y travestis que se reunían entonces en la Plaza Libertad y en el bar Inizio.
“Me mudé a Pichincha con dos amigos, cuando Pichincha era todavía arrabalera. Mucha gente rica se empezaba a instalar en el barrio y nadie quiere tener a una puta en la esquina, Entonces la policía estaba muy pesada y había muchos abusos. Muchas veces fui víctima de esos abusos de la policía”, recuerda Gentili en una entrevista de 2019 con Marlene Wayar.
Se fue primero a Brasil y después a Miami por invitación de Topacio Fresh. Llegó con 35 dólares y un plan precario: quedarse los tres meses que le concedía la visa de turista, trabajar como prostituta y volver a la Argentina con todo lo que pudiera ahorrar. Pero tres días antes del regreso fue detenida, la llevaron a una cárcel de hombres y le retuvieron el pasaporte cuando salió en libertad. “Entonces no pude volver. Mi visa se venció y en ese instante me convertí en una persona indocumentada”, cuenta Gentili en la entrevista con Wayar.
En la calle, fue trabajadora sexual y sobrellevó adicciones. En 2003 se mudó a Nueva York y pudo hacer la vida que quería a través del arte y del activismo al punto de convertirse en referente de los derechos de la comunidad trans latina migrante. En 2011 obtuvo el pasaporte estadounidense y la residencia permanente.
No sabía bailar ni hacer playback y tampoco tenía formación artística, pero sus improvisaciones en escena resultaban graciosas para el público. “Cuando empecé una vida más fresca sin drogas un día me llamaron para hacer story telling, contar historias”, dijo. Gentili se descubrió a sí misma como artista: “Hay un arte que viene de adentro, que no necesita ser pulido ni tener una estética especial sino tener el sentimiento. Encontré mi manera de manifestar mi arte contando historias, es lo que yo hago”. Y lo mostró como actriz en la serie televisiva Pose, sobre la escena cultural afroamericana y latina LGBTIQ+ en Nueva York durante los años 80 y 90, y en sus espectáculos de standup.
Su acción como activista fue múltiple: fundó Trans Equity Consulting, una organización para promover, capacitar y gestionar derechos y formación de personas trans y migrantes; Apicha, especializada en cuidado de personas con VIH/SIDA; DecrimNY, una organización por los derechos de trabajadoras sexuales que logró despenalizar el trabajo sexual y derogar una ley que penalizaba el vagabundeo con fines de prostitución; e integró GMHC (Gay Men’s Health Crisis), entidad que también sin fines de lucro se propone “terminar con la epidemia del SIDA y mejorar la vida de todos los afectados”.
“La agenda es reivindicar los derechos de la trava pobre, de la trava puta, de la trava negra, de la trava oscura, de la trava indocumentada, de la trava enferma, de la trava que no puede caminar”, le dijo Gentili a Wayar. Poco antes de morir, fue detenida en una manifestación en la estación Grand Central contra el genocidio en Gaza. “Todas nuestras luchas están conectadas”, afirma McKenzie Wark.
Su velatorio en la Catedral de San Patricio congregó a una multitud y entre otras expresiones de duelo la gobernadora del Estado de Nueva York lamentó su fallecimiento en una declaración pública. Pero el mejor homenaje fue el de las personas que se convocaron para una vigilia virtual en su nombre y donde cada asistente contó una historia personal vivida con Cecilia Gentili. Fue una forma de decir que se había vuelto inolvidable.