“Soy de la migración de 2001. Aquí le decimos así”, dice Mónica Weissel desde Bruselas, en Bélgica, donde vive. Pero el cambio de país –nació en Buenos Aires en 1973– tuvo una determinación todavía más importante en su vida y en su identidad: la vinculación con el feminismo y el inicio de un activismo que cobró forma con Femmes Survivantes («mujeres sobrevivientes»), una organización de mujeres migrantes en Europa dedicada a la investigación sobre violencia de género.

“Me fui a Alemania en septiembre de 2001 con mi pareja de ese tiempo, un belga. Hacía muy poco que estábamos juntos. Dio la casualidad que teníamos el mismo plan: quedarnos por un tiempo. Pero el amor romántico con sus idealizaciones y promesas inició lo que sería un viaje devastador para mí”, recuerda Weissel.

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Hija de un alemán que trabajaba en Somisa y de una psicóloga social argentina, Weissel pasó su infancia entre San Nicolás, Buenos Aires, la ciudad en que vivía con su madre, y Alemania, donde visitaba a sus abuelos. Al momento de emigrar, “tenía un hermano en Frankfurt, amistades, referencias; mi hijo nació en 2002 y en 2004 estábamos en Bélgica”, dice.

—¿Cómo llegaste al activismo feminista?

—Cuando llegué a Europa la violencia de género era todavía un tabú para mí. Pero en Buenos Aires había ido a dos colegios muy politizados, el Nicolás Avellaneda y al Manuel Belgrano en la calle Ecuador, los dos nacionales. Con una banda de chicas, sin saber que éramos feministas, estábamos en una movida que incluyó la redacción de la revista La Puñeta, creada por Luciana Peker entre otras, y manifestaciones para no usar delantal, porque los chicos no tenían y nosotras sí. Y fui parte de todo lo que eran manifestaciones de derechos humanos, con el regreso a la democracia. En Europa, al estar con un maltratador, la violencia se apodera de mi vida y me vuelco a  las realidades de las demás mujeres. Ahí, cuando me separo, lo digo entre comillas porque la separación llevó diez años, empecé a investigar como artista y como educadora todo tipo de violencia. Al principio buscaba la definición de lo que me pasaba, porque todo el mundo me decía que estaba con un pobre loco, con un señor que era bipolar o un perverso o simplemente narcisista.

Mónica Weissel, imagen tomada de Contexto Magazine.

—Fue entonces una experiencia propia de violencia la que te llevó al activismo.

—Empiezo por mi experiencia y con un bagaje de mucho que había leído y escuchado a través de los Encuentros Nacionales de Mujeres, las Conferencias Internacionales, sobre las mujeres que sufren diferentes tipos de violencias en el mundo, o de las supervivientes de la última dictadura. En lo personal el femicidio de una conocida de mi familia detonó los miedos propios. Me decía “acá pasa algo más”, no me quedaba con la cosa psicologizante de mi situación. “Yo no soy un caso aislado”, pensaba. No era la primera vez que tenía una pareja maltratadora, en los años 80, en los años 90, en Buenos Aires, conocí a varios celosos posesivos. La situación de violencia que vivimos las mujeres migrantes está muy fijada en un control y amenaza sobre la retirada de los hijos, en frases como “sos mi sierva porque sos mujer y porque sos extranjera”, incluso teniendo una nacionalidad europea. Las situaciones que se dan pueden ser muy terribles como mujeres empujadas a la explotación sexual, una internación psiquiátrica de la madre y adopción o internación forzada de sus hijos. Y un clásico, del cual me previnieron me sucedería, es el de institucionalizar al niño en caso de un “conflicto parental”, como llaman a tus reclamos contra los abusos. En mi caso, tuve que firmar la custodia compartida con un violento.

—¿Cómo te vinculaste con otras mujeres?

—Al principio fue a través de los programas de empoderamiento en los que estuve trabajando. En Bruselas, como artista, como educadora, empecé a vincularme en barrios populares con mujeres árabes, de la región mahgrebí, con latinoamericanas, a través de cursos de alfabetización digital y de la emancipación. La cuestión administrativa de depender de un marido que te da la residencia es muy fuerte. Entre 2005 y 2010 para mí fue un dominó, las cosas pasaron muy rápido. En ese momento perdí mi trabajo en Turismo y empecé a relacionarme con extranjeras migrantes. Hay muchas diferencias en la sociedad belga, la desigualdad es abismal. Hay barrios populares y barrios elitistas, muy burgueses, ligados sobre todo a las instituciones europeas. Aunque ya había trabajado en Alemania acompañando a jovencitas recién llegadas, la vinculación en Bruselas fue más que nada por el arte. Cuando empiezo trabajos terapéuticos propios y un trabajo de capacitación en género y arte terapia, en España, donde me formé y empecé a tener otro discurso que no se escuchaba fuera de las academias.

—¿Qué significa el empoderamiento para vos?

—Tiene muchas facetas. En aquel momento, cuando escuché hablar del empoderamiento menstrual se me abrieron los ojos, porque vivo en un país donde el tema es tabú y está muy del lado de la vergüenza. Considero al empoderamiento como un proceso colectivo: una se empodera junto con otras y no por su lado, como sería el caso de una solución neoliberal. Más allá de la independencia económica, estar bien informadas sobre nuestros derechos; y la cuestión afectiva, emocional, y la sororidad. No es una cuestión individual.

—¿En esa sociedad tan desigual cómo se ubican las migrantes?

—La situación generalizada es de aislamiento, y esto ya antes del covid-19. Una compañera mexicana lo llama el cautiverio, el cautiverio de las madres latinas en Bélgica. Quedás muy relegada, más si estás separada de un europeo. La calidad de vida en general de las mujeres latinas con hijos es muy reducida. Sobre todo a nivel social, se crean redes comunitarias, vivimos bastante en paralelo. Y  hasta han construído barrios enteros como ghettos para dividir a la población. También va a depender de qué tipo de acceso tengas a derechos como a la educación, que es tan costosa, la salud, o a beneficios sociales. De hecho hay una propaganda muy fuerte para captar jovencitas en la explotación sexual para pagar sus estudios universitarios. Estamos en un momento político de xenofobia. Y depende también de la región en la que te encuentres. Este país es chico, pero está dividido en cuatro regiones con cuatro idiomas oficiales. Si venís como estudiante y pasás un tiempo para hacer un master o un doctorado está todo bien. Lo mismo con el turismo. Mientras tengas una fecha de salida del país no hay problema. Si querés hacer tu vida aquí, la sociedad te va a estar mirando, ahí empiezan a aparecer los prejuicios. Tenés que ser discreta. Después está el tema de tu estatuto administrativo, las mujeres que piden asilo, las que vienen como reagrupamiento familiar, y entonces dependen durante cinco años del domicilio del marido y no pueden salir porque pierden su residencia, incluso si van a un refugio. Hay una desconexión entre la migración y la coherencia de la integración. La mujer migrante se encuentra en una situación de indefensión. Está el desconocimiento de las instituciones, más allá de si se vive o no la violencia. En todo el país hay que hacer un curso de inserción social, y en una de las clases del lado flamenco se habla sobre lo que se llama el camino belga, el camino a seguir en tu vida en un orden cronológico establecido: estudiar, trabajar, casarse, adquirir vehículos, casa, mascotas y otros consumos. Además hay un clima de sospecha constante hacia los migrantes. Están los estereotipos sobre los carteles de drogas, el mito de las mujeres latinas o asiáticas fáciles, los europeos tienen esas imágenes. Hay que tener en cuenta a la hora de tener hijos con europeos que en los Juzgados el racismo está presente, que el Estado alemán por ejemplo pasa a ser un “tercer padre” y que el acceso a los derechos dependerá no sólo del poder adquisitivo sino también del origen de la persona. El consumo de alcohol excesivo está normalizado, la violencia banalizada. La mayor parte de las parejas mixtas se divorcian y bastante rápido, y en la mayoría de los casos existen denuncias por violencia conyugal, acoso y violencia después de la separación, un problema que está facilitado por la falta de seguimiento de los agresores.

Redes de acción

El femicidio de la mexicana Alma Berenice Osorio en la localidad belga de Kasterlee sacudió a la comunidad latinoamericana en Europa en 2017. “Alma había denunciado al violento pero después retiraba los cargos por miedo, entonces la criticaron y sus niñas quedaron a cargo de la familia paterna”, dice Weissel. No fue el único femicidio de una mujer migrante: en otro caso revelador, “Thay Cruz, una mujer brasileña que estaba ilegal, embarazada y en situación de prostitución, fue asesinada por un arquitecto al que veía seguido y que fue condenado a 20 años de prisión, de los que seguramente cumplirá apenas la mitad”.

—¿Cómo aparece el problema del femicidio en la sociedad belga?

—Hay una idea de que “el machismo pasa en otros lados, acá no”. Pero se producen entre dos y tres femicidios cada semana, aunque no contamos con cifras oficiales. No existe el término femicidio en el código penal. Se habla de homicidio, de drama conyugal, de drama familiar. Los femicidios se publican en las páginas de hechos diversos. La discusión sobre la necesidad de usar el término femicidio en los circuitos universitarios y en las organizaciones feministas es reciente, empezó hace tres o cuatro años. En 2006 se definió la violencia conyugal como una violencia ejercida mayoritariamente por hombres sobre mujeres, pero en los homicidios se considera un atenuante y no un agravante si tienen que ver con una relación íntima. La ley de custodia compartida no prevee excepciones en caso de violencias y está basada en el falso Síndrome de Alienación Parental, invento de un pedófilo. Existen unas 220 denuncias por violación colectiva cada año, 35 mil denuncias por violación y 45 mil denuncias por violencia conyugal cada año y el 70% son archivadas. Falta un debate social, las manifestaciones del 25 de noviembre no reunían más de trescientas personas en Bruselas hasta 2019, cuando empieza a aumentar la convocatoria. A partir del femicidio de Julie Van Espen, una estudiante asesinada en Amberes en 2019, se empezó a hablar del femicidio en las universidades y a consolidarse un feminismo joven. Antes, en 2013, el femicidio de Véronique Pirotton fue tan ocultado por la prensa que hasta pocos se enteraron que el femicida, el dirigente político Bernard Wesphael, fue absuelto y que antes de la sentencia los jueces hicieron una investigación sobre la moralidad de la víctima.

—¿Qué acciones se propone Femmes Survivantes?

—Hace dos años decidimos no exponernos en la esfera política, porque no tenía sentido. Hemos colaborado con más de cuatrocientos testimonios y nuestro perito en el reporte del Tratado Europeo de Estambul, en el reporte del rol de la policía, en el análisis del tratamiento de la prensa sobre la violencia. Nuestro primer objetivo era otro, el de iniciar proyectos de economía autogestiva porque todas habíamos perdido el empleo como consecuencias de haber vivido acoso, violencia doméstica, administrativa, institucional. Otro encuentro positivo fueron las redes que hicimos con compañeras de España, de Francia y de Ni una Menos, en Buenos Aires. Lo que tenemos en común es el trabajo contra el falso síndrome de alienación parental. En Bélgica hay mucha apropiación de íconos y símbolos de movimientos sociales latinoamericanos, se nos hace difícil encontrarnos con otras fuera de las instituciones. Femmes Surviventes empezó en 2014 con tres argentinas y una panameña como grupo organizador, y llegamos a contar con más de dos mil mujeres comprometidas en red, y diez mil contactos Facebook. Después se sumó al equipo Laïla Ghozzi que es asistenta psicosocial y empezamos a crecer en distintos lugares del país. Nuestras actividades se realizan en grupos de diez a treinta mujeres pero nuestro rol quedó fijado al de acompañantes de mujeres que necesitaban empoderarse para la denuncia. Fue un proceso que aprendimos de las compañeras de Sevilla: estar primero en una cuestión de cuidados, de conocimientos jurídicos, bien asesoradas, y evitar aparecer llorando delante de las autoridades. Nos falta continuar porque más allá de las urgencias, con el toque ahora nefasto del covid-19 hay una exacerbación de la violencia en toda Europa. Mientras aumentan las denuncias, los refugios no alcanzan, y los servicios para víctimas cierran, no dejan de tomarse vacaciones. En Bélgica hay un proyecto para retirar al aborto del código penal, porque está todavía castigado por la ley. Venía avanzando hasta que quedó en pausa por el covid-19. El riesgo de pérdida de derechos incluso en Salud está omnipresente.

—¿Qué proyectos tienen para lo inmediato?

—Uno es articular mi proyecto cultural artístico de CaraVana, una casa rodante biblioteca, como un servicio social y un lugar de encuentro. Por otra parte iniciamos un documental con testimonios de sobrevivientes, de víctimas, de profesionales marginadas. Decidimos terminar el documental, concentrarnos en la autonomía económica, en la asistencia a niñas y niños supervivientes, en programas de reconstrucción personal y colectiva. Todas hemos recibido por parte de nuestras ex parejas amenazas de muerte o de secuestro de nuestros hijos, intimidaciones de perderlo todo. Lograron aislarnos, en un terreno que puede ser hostil donde la indiferencia macera estas violencias y deja secuelas. Preparamos un material de prevención sobre lo que tienen que saber las mujeres antes de migrar a los países de Europa. Las mujeres migrantes nos convertimos en compañeras, no ponemos la distancia profesional de por medio, no es nuestro objetivo. Al principio me resultaba difícil porque escuchás mucho sufrimiento y dolor, pero hay tantas gratificaciones que te hacen más fuerte. Si la violencia está escondida, hay mucho trabajo por hacer y estamos dispuestas a seguir adelante.

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Sobre el autor:

Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

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