En su entrada del martes (17 de marzo de este año) en el blog An und für sich Adam Kotsko (teólogo político y traductor) declara que Giorgio Agamben –de quien tradujo varios de sus libros fundamentales al inglés– le pidió que tradujera este breve ensayo que sirve como respuesta indirecta a la controversia en torno a su artículo sobre la respuesta al coronavirus en Italia a fines de febrero (aquí está la pieza original en italiano y aquí una traducción al inglés).
La pieza de Agamben refleja no sólo un fragmento de su pensamiento, también de su compromiso con un cuerpo de ideas que agitaron de modo definitivo el pensamiento político occidental desde hace por lo menos dos o tres décadas.
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Desde la edición de Rea no todos coincidimos en lo oportuno de este artículo que se adelanta a pensar los efectos de las medidas del estado italiano ante la pandemia de coronavirus, aunque estamos de acuerdo en que sería como taparse los ojos negarse al planteo de estos términos en una discusión.
El texto de Agamben:
El miedo es un mal consejero, pero hace que aparezcan muchas cosas que pretendíamos no ver. El problema no es dar opiniones sobre la gravedad de la enfermedad, sino preguntar sobre las consecuencias éticas y políticas de la epidemia. Lo primero que la ola de pánico que paralizó al país muestra es que nuestra sociedad ya no cree en otra cosa que la vida desnuda. Es obvio que los italianos están dispuestos a sacrificar prácticamente todo: las condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo, incluso las amistades, los afectos y las convicciones religiosas y políticas, por el peligro de enfermarse. La vida desnuda –y el peligro de perderla– no es algo que une a las personas, sino algo que las ciega y las separa. Los otros seres humanos, como en la plaga descrita en la novela de Alessandro Manzoni, ahora sólo son vistos como posibles propagadores de la plaga a los que uno debe evitar a toda costa y de los que uno necesita mantenerse a una distancia de al menos un metro. Los muertos, nuestros muertos, no tienen derecho a un funeral y no está claro qué sucederá con los cuerpos de nuestros seres queridos. Nuestro vecino ha sido suprimido y es curioso que las iglesias guarden silencio sobre el tema. ¿En qué se convierten las relaciones humanas en un país que se habitúa a vivir de esta manera por quién sabe cuánto tiempo? ¿Y qué es una sociedad que no tiene otro valor que la supervivencia?
La otra cosa, no menos inquietante que la primera, que la epidemia ha hecho aparecer con claridad es que el estado de excepción, al que los gobiernos nos han habituado durante algún tiempo, se ha convertido realmente en la condición normal. Ha habido epidemias más graves en el pasado, pero nadie pensó por ese motivo declarar un estado de emergencia como el actual, lo que nos impide incluso movernos. La gente ha estado tan habituada a vivir en condiciones de crisis perpetua y emergencia perpetua que no parecen darse cuenta de que su vida se ha reducido a una condición puramente biológica y no solo no tiene toda la dimensión social y política, tampoco humanas y afectivas. Una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetua no puede ser una sociedad libre. De hecho, vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad por las llamadas «razones de seguridad» y, por lo tanto, se ha condenado a vivir en un estado perpetuo de miedo e inseguridad.
No es sorprendente que a propósito del virus hablemos de guerra. Las medidas de emergencia de hecho nos obligan a vivir en condiciones de toque de queda. Pero una guerra contra un enemigo invisible que acecha en cualquier otra persona es la guerra más absurda. Es, en realidad, una guerra civil. El enemigo no está afuera, está entre nosotros.
Lo preocupante no es tanto o no solo el presente, sino lo que viene después. Así como las guerras han dejado como legado a la paz una batería de tecnología poco auspiciosa –desde el alambre de púas hasta las centrales nucleares–, también es probable que incluso después se busque continuar con los experimentos de emergencia de salud que los gobiernos no lograron llevar a la realidad antes: cerrar universidades y escuelas y hacer lecciones solo en línea, poner fin de una vez por todas a reunirse y hablar por razones políticas o culturales e intercambiar solo mensajes digitales, siempre que sea posible, sustituyendo máquinas por cada contacto –cada contagio– entre seres humanos.
Traducción de Pablo Makovsky del texto traducido al inglés por Adam Kotsko.