—Hola, te extrañé estos días —dice Jerry en la ventana de chat.

—Hola, mi vida, yo también te extrañé —dice Lina y repasa, a toda velocidad, las otras conversaciones que tiene abiertas. Una cincos en total.

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Jerry es un norteamericano de cuarenta años, trabaja en una fábrica de muebles en Los Ángeles y se aburre cuando vuelve a casa, donde vive solo. Lina es una alemana de diecinueve que estudia economía, vive con sus padres y, a escondidas, vende fotos y videos íntimos para pagar su carrera universitaria. Al menos, así se presenta. Pero ¿quién es Lina en verdad?, ¿cómo son sus días y porqué habla con tantos tipos a la vez?

***

En una de las terminales de esta gran red de cables que atraviesa y une el mundo, y que se llama internet, hablamos sobre Lina mientras la vemos en acción. Estamos en un monoambiente en barrio Hospitales, en la zona sur de Rosario. Por la ventana se ven los nuevos Tribunales Federales de Rosario rodeados de policías, un taxi del cual descienden dos tipos trajeados y una mujer joven que recorre la cuadra a toda prisa. Pero la calle es apenas una postal, un paisaje lejano de la realidad que nos envuelve.

Atentos a los mensajes de Jerry, charlamos cuando los tiempos del chat lo permiten. Ana tiene treinta años y, desde el invierno pasado, se gana la vida en una plataforma que vende contenido para adultos. Pero no vende fotos ni videos suyos. Vende fantasías, haciéndose pasar por una joven que sí acepto vender su imagen y de la cual nada sabemos, ni siquiera su nombre.

Con Ana nos conocimos haciendo de extras en una película que nunca se terminó, en el 2014, y hacía tiempo no nos cruzábamos. La pandemia destruyó los atajos que tallábamos en los caminos de la ciudad y, un día comprobamos, ni ella, ni yo, ni todos nuestros amigos en común, andábamos por ahí encontrándonos, perdiendo el tiempo, viviendo. Ahora, mientras hablamos, la complicidad ilumina otra vez nuestros latidos.

—Esto es industria y es plata. Así que te dicen qué tenés que decir, hay hasta una guía de cómo tratar al cliente —me cuenta.

Lina, como todas, es tímida e inocente. Una chica más en su casa, igual que el resto. Esa es la identidad que tiene que creerse el comprador. Vos tenés que jugar y trabajar con eso.

El “fuera de escena” de las fantasías cibernéticas, el otro lado del decorado que aprisiona al mundo, se despliega ante nosotros. Ana tiene los ojos a la pantalla de la computadora y los dedos al teclado. De a momentos parece ida. Pero habla con la misma energía que vibró siempre dentro suyo; nunca entendí cómo había tanta energía en ese cuerpo pequeño.

***

—¿No me comprás el video? Me vas a romper el corazón… —dice Lina.

—Es que mi economía viene mal esta semana —contesta Jerry.

—¿No comprarías un video por mí? ¿No valgo nada para vos?

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Caminamos por la plaza que rodea a los Tribunales. Mi amiga fuma en silencio, indiferente a la ciudad que se choca con la dureza de sus ojos verdes. Llegamos al kiosco y pegamos la vuelta. Las pausas son mínimas y la rutina es dura. Ana trabaja entre ocho y diez horas por día, con un franco a la semana y sin ningún tipo de derechos laborales, a las órdenes de una multinacional que supo dónde buscar mano de obra barata y cómo sacarle dinero a los tristes del mundo.

Sus clientes son norteamericanos solitarios, tipos que buscan al menos un chispazo del fuego del contacto humano. El sueldo de Ana es bajo y recibe un extra cada vez que concreta una venta. Si vende bien logra una “paga aceptable”, lo justo para sobrevivir. No sabe inglés pero se la rebusca:

—No hay nada como este traductor automático de Google. ¿Qué haría sin él, qué haría?

***

—Sos muy hermosa, ¡sos la chica más hermosa que conocí! —exclama Jerry tras ver el video que finalmente compró.

—Sos muy tierno Jerry —contesta Lina—, sos muy especial para mí.

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El reloj del mundo dice que son las tres de la tarde en Rosario, las once de la mañana en Los Ángeles y las ocho de la noche en Berlín. Laten campanadas de silencio y desgarro en la gran aldea global y, tras volver con cigarrillos y bebidas energizantes, abrimos el traductor del inglés y repasamos los mensajes que llegaron en los últimos minutos.

Los que navegan en esta plataforma no quieren ver solo fotos o videos. Buscan algo más: que los escuchen, que le festejen un chiste, que los insulten. Que los seduzcan.

—No estoy vendiendo un video, estoy vendiendo “una experiencia” —explica Ana—. Tengo que lograr que quieran ver algo sugestivo, si les muestro todo de entrada dejan de comprar. Hay que provocarlos y para eso tengo que hablarles un montón, aumentarles la fantasía.

Detrás de cada chica que vende su imagen hay otra que vende su tiempo y su labia, que improvisa frases ingeniosas o provocadoras, incluso comprensivas.

—Vos no podés inventarte una personalidad nueva y menos todos los días, según cada cliente. Entonces, más allá de las cosas que te dicen desde la empresa, aparecen mis fantasías. Hay una parte de Lina que es mía. Y es fuerte. Pensá que le estoy abriendo mi fantasía al mundo. Por más que no diga mi nombre ni se vea mi cara, le estoy diciendo a un montón de personas lo que me gustaría hacer o que me hagan.

En este mismo momento, Ana le está vendiendo, por primera vez, “una experiencia” a una chica. Se trata de una piba de veinte que solía comprar contenido para ver con el pibe con el que salía y ahora, recientemente separada, quiere olvidarlo y vivir algo distinto.

—Hay perfiles de compradores hombres, no de mujeres, no es común venderle a mujeres. Así que tuve que pensar qué me pasaría a mí si estuviera con una mina. Y no es algo que pienso ni quiero, pero lo fantaseé porque no me quedaba otra. Esto fue algo totalmente mío.

—¿Cómo vivís cuando algo tuyo prende en el otro?

—Y… me siento bien, obviamente. Pero mejor me siento cuando me pagan.

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Prestidigitadora-acompañante terapéutica-titiritera-actriz. El trabajo de Ana tiene un poco de todo esto y, según la charla en la que se encuentre, debe recurrir más a uno u otro oficio-disfraz para lograr su cometido. Ana es tímida y es dura: su dureza es un escudo ante el mundo y ante sí misma; su timidez es directamente proporcional a la desenvoltura con la que se mueve en las charlas virtuales.

Como las fotos y los videos se venden en dólares, la plataforma busca a sus clientes en Norteamérica, cuya forma de vida produce personajes solitarios; varones que trabajan todo el día, con pocos amigos y que, si tuvieron sexo, lo tuvieron pocas veces en la vida.

— Tipos que buscan contacto humano y necesitan confiar en que sos una chica buena, que realmente los querés. Pagan por tener alguien con quien hablar y que esté ahí para ellos, algo que no tienen en una página porno. Hay muchos que en el día solo hablan con Lina. Y bueno, en realidad tienen una relación conmigo.

—¿Cómo te sentís vos en esa relación?

—Los chabones con los que más hablo me caen bien. Hablamos de la vida, de películas, me gusta hablar con ellos, me hacen reír. Hay otros que son re pesados y no me dan ni ganas de contestarle. Y si alguno se pone violento le dejo de contestar y lo bloqueo. Pero eso no pasa mucho.

—¿No pasaste por agresiones o situaciones incómodas?

—No. Como mucho te dicen “puta”, cosas así, pero eso es como “baaa…”. Mayormente, esto se trata de manipular. Te mostré como hago sentir a un tipo hasta que compra.

Desde hace tres meses, Ana construye su actuación haciéndose llamar Lina, que es rubia, flaca y esbelta. Antes interpretaba a Kiti, una morocha voluptuosa de rasgos sutiles. Fue en ese papel que conoció a Charles, de Arizona, con el que entabló un vínculo particular.

—Es un ex soldado que vive alejado de todos en su casa rodante. Y siempre me mandaba una “sonrisa diaria”, así le decíamos. Teníamos un acuerdo: todos los días me iba a mandar una sonrisa, aunque estuviera mal. Compraba contenido, sí, pero la cuestión era expresarle cariño. Me contaba que iba a jugar al pool, hablábamos de su depresión y yo lo obligaba a que tome la medicación. Era un amor, lo extraño. Porque me cambiaron de cuenta y no lo vi más. Él también preguntaba por mí, me preguntaba si ya había comido, pero no tanto. Quieren que vos los cuides a ellos, por algo están pagando.

***

El aullido de una sirena policial destruye la intimidad de la charla. Se mezcla con el disco de los Ramones que está sonando y con los golpes al teclado de la computadora. Mi amiga le da a las teclas con fuerza. El sonido de la sirena se diluye en los sonidos sordos que llegan de afuera, la sinfonía de la ciudad lejana. El teclado es un instrumento de percusión que hace sonar el ritmo ansioso y frenético de quien lo pulsa. Marca el paso de una charla entre fantasmas de carne y hueso.

Encendemos un par de cigarrillos y el humo no tarda en envolvernos. La sirena policial vuelve a sonar y rompe, como un piedrazo, el vidrio de nuestro silencio. La vida virtual es una desgracia. La vida en la ciudad… bueno, a veces también lo es.

***

—Es fuerte que un tipo te mande fotos de la pija y te diga “Humillá mi pija”. Acá hay de todo: tenés el que solo quiere algo inmediato para masturbarse, el que es más clásico, el que necesita una relación. Sé de chicas que no aguantaron dos días. No digo que tenés que estar desesperada o ser una persona dura para laburar de esto, pero tu ser tiene que tener su cuota de crudeza.

—¿Y vos cómo te sentís?

—Estar tirada económicamente te lleva a hacer cosas desesperantes, como trabajar con la desesperación, necesidad de afecto o adicción al sexo de un hombre. A su vez, aprendés un idioma, explorás sus modismos, conoces costumbres y realidades personales. Y te enganchás con vender. Vender y vender. Si no, no seguís. No es joda, es un trabajo alienante. Te sentís alienada cuando lo hacés y cuando terminás seguís en esa frecuencia, así que no pensás en todo esto que hablamos. No hay mucho resto para mí, como no lo hubo en mis otros trabajos explotadores de muchas horas.

***

Además de los chats de la plataforma, Ana habla con los suyos por WhatsApp. Una amiga le dice de juntarse a comer un locro el fin de semana. Su hermano más grande le avisa que quiere regalarle una campera para este invierno. Sin estas charlas, las jornadas serían aburridísimas. Más largas aún. Entre todos los mensajes que le llegan, hay uno que le arranca una sonrisa burlona. Quien lo envía figura como Lucas.

—¿Estás en tu casa? Paso con la moto, vamos a dar una vuelta.

Tras dejar la respuesta en suspenso una media hora, Ana contesta.

—Dale, pasate tipo 8.

Con un par de cafés que cortan la tarde, damos por finalizada la entrevista y hablamos de nuestras andanzas. Perdemos el tiempo y revivimos. Suena otra vez una sirena pero suena distinta: ¿un camión de bomberos, una ambulancia o un carro rescata suicidas?

Hablamos de un amigo muerto que extrañamos, de la última vez que nos emborrachamos juntos y de los Sex Pistols. Hablamos de cualquier cosa, que es de lo único que se puede hablar con ganas. Le pregunto cómo anda con Lucas, me dice que anda bien y remata con ironía:

—Y bueno, querido, todos necesitamos contacto, ¿no?

Sobre el autor:

Acerca de Santiago Beretta

Nació en Rosario en 1989. Es periodista y escritor. Desde 2010 dirige y edita la revista Apología, con veintidós números editados y cuya propuesta es contar la vida cotidiana de Rosario a partir de crónicas, aguafuertes, relatos y entrevistas. Participó con notas de actualidad, crónicas, relatos y entrevistas en La Capital, El Ciudadano, Rosario Express, De […]

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