A lo largo de 70 años un hombre coleccionó minuciosamente todo lo que caía en sus manos –desde etiquetas de cigarrillos hasta panfletos políticos, afiches callejeros, planos de la ciudad, revistas de clubes–. Se lo podría señalar como un acumulador compulsivo. Pero no. Estudió Historia, catalogó todo lo que había acopiado durante décadas, escribió el más vasto diccionario de Rosario que existe, le puso nombre a un archivo y a un museo que también se llama De la Ciudad: Wladimir Mikielievich podría ser recordado como el más rosarino de los rosarinos.
Hijo de inmigrantes, Wladimir Carlos Mikielievich, nació en Rosario en 1904 y vivió en la ciudad hasta 1999, año en que murió. Desde chico se interesó por el periodismo, la ilustración, el dibujo y sobre todo por la historia de Rosario, de la que fue su coleccionista más importante.

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Exploró bibliotecas y librerías, recorrió oficinas públicas, rescató documentos –se encargó de comprar expedientes municipales de los diez primeros años de la Municipalidad (desde 1861 al setenta y algo) que habían sido vendidos para reciclaje– que de no ser por su intervención hoy no se conservarían.
En una entrevista en la revista Vasto Mundo (publicación que comenzó a editarse en 1986 por la Editorial Municipal de Rosario) le preguntaron por qué su profundo interés por la historia de la ciudad.
“Porque soy rosarino y porque he notado de niño que se hacía necesario desentrañar la historia de la ciudad, en el caso mío, porque en ella nací. Ya de chiquilín coleccionaba fotografías y publicaciones periodísticas y literarias, de manera que en estos momentos tengo una biblioteca que es enorme. Algún día me van a encontrar con la cama en la calle porque tengo este ambiente… tengo arriba un salón de 7 x 5 metros y también poseo un ambiente de 4 x 4 metros en el que usted abre la puerta y se le caen los libros. Es un problema el asunto del espacio.”
Y sí, el espacio siempre es un problema si se quiere guardar tamaño tesoro. Miles y miles de fotos, cartas, postales, diarios, libros, folletos y revistas –algunas que ni siquiera las historiadoras que desempolvaron el archivo para curar una muestra en el museo que lleva su nombre sabían de su existencia–. El Archivo Mikielievich, guarda gran parte de la memoria de la ciudad y ocupa mucho espacio.

Memoria en conflicto
Antes de morir, en 1999, Mikielievich decidió donar todo su archivo a la Municipalidad. Sin embargo, pasaron casi 20 años de litigio con su viuda hasta que la Secretaría de Cultura local pudo tomar posesión de ese legado.
“En 2016 terminó el proceso judicial y a partir de ahí se inició el trabajo de conservación del material en la Biblioteca Argentina, digitalizando gran parte del archivo”, cuenta Nicolás Charles, director del Museo de la Ciudad, que decidió exponer este año parte de ese acervo.
Desde que asumió al frente del museo –ubicado en el Parque Independencia–, Charles decidió dar a conocer a la ciudad al personaje que le dio su nombre a la institución. El archivo, con todo lo recopilado por Wladimir a lo largo de su vida, fue la excusa perfecta para visibilizar no sólo a la pintoresca figura sino también a un volumen de la historia de la ciudad.
“Llegamos a exhibir sólo un poco porque es tan amplio que no terminamos de investigarlo y analizarlo y nos va llevar mucho tiempo. Pero queríamos mostrar ese proceso y qué mejor que hacerlo en el museo que lleva su propio nombre”, resumió.
La tarea del Museo es seguir catalogando e inventariando el legado de Mikielievich para dejarlo disponible en su totalidad. Por ahora, todo lo que se digitalizó está a disposición en una pantalla táctil para su consulta en el mismo edificio, en el marco de la muestra Wladimir: El archivo de Rosario.
La exposición tiene al menos dos puertas de entrada. Una, a partir de la curaduría interna de las historiadoras Alicia Megías y Agustina Prieto, donde hay un recorrido que empieza por lo biográfico y ayuda a quien la recorre a conocer a este rosarino que se tomó la labor de preservar la memoria de Rosario.
En el centro de la sala donde se encuentra la historia más biográfica hay montado un escritorio con una fotografía tamaño real de Wladimir. La imagen (de autoría del fotógrafo Alberto Gentilcore fue publicada en Vasto Mundo) lo muestra sentado en su escritorio abigarrado de libros de expurgo. Completan la escena una máquina Royal impecable y una botella de caña. Las teclas mecanografiando, el corcho de una botella de caña que se destapa y la bebida que se vierte en un vaso, componen una burbuja sonora que recrea lo que fue su espacio de trabajo y acompaña al visitante durante todo el recorrido de la muestra.

“Está todo ese mundo de archivista y coleccionista. Junto a esa sala hay otra donde se pueden ver expuestos objetos propios de una persona que lo coleccionó todo: etiquetas de vinos y cigarrillos hasta afiches políticos del Partido Comunista”, relata.
La otra, fue curada por Georigina Ricci a partir de la investigación de Érica Brasca, Ernesto Inouye y Bernardo Orge, y se la puede ver en la parte del invernadero. Muestra a un Wladimir en su versión multifacética como fotógrafo, ilustrador, litógrafo –aprendió el oficio con Juan Ferrazini– y diseñador.
Un archivo anárquico
La colección de Mikielievich es heterogénea, variada y ante todo anárquica. Como el modo que él se dio a lo largo de su vida para reunirla. Lo que hizo que al abrir caja por caja las historiadoras Megías y Prieto se encontraran con una tarea para nada sencilla.
“Lo más complicado fue clasificar todo lo que encontramos”, cuenta Megías, a lo que Prieto agrega: “Nos encontramos con un problema archivístico serio”. Es que en vida, Wladimir decidió que quería conservarlo todo. Y el criterio que utilizó en el caso de las publicaciones fue armar tomos de revistas cosidas según su tamaño. Es cierto que eso le resolvió el problema del espacio –que era reducido porque vivía en una casa estándar de planta baja– pero a la vez le hizo perder de vista la intención clasificatoria.

“En esos casos uno siempre elige datarlo por fecha, por tema o por tipo de publicación. Nos encontramos con que él lo quiso hacer por tamaño y entonces todo está mezclado”, dice Megías sin ocultar la preocupación.
Es por eso que conviven en un mismo tomo publicaciones de la Bolsa de Comercio con las del Colegio de Peluqueros, tan sólo porque dialogan con un mismo formato o idénticas medidas. “No hay cortes sociales, ni temporales. Todo guardó”, dicen casi a coro.
Hay que rescatar lo singular del archivo, que es único y al parecer no existe nada similar. “No conocemos ningún repositorio de materiales en ninguna ciudad del país de este tipo”, asegura Prieto. Y Megías añade: “No hay nadie que haya juntado semejante cantidad de cosas sobre una misma ciudad. Y menos que lo haya hecho como un particular, de forma privada, sin recibir subsidios, lo que supone una contracción al trabajo notable”.
Wladimir juntaba y juntaba papeles, afiches y panfletos. Para emular esa fascinación suya por juntarlo todo, a la muestra hay que recorrerla mirando el piso, porque ahí también se trafica información del archivo. Es que en el suelo de la sala están pegados los panfletos políticos que él fue tomando de la calle para después datarlos, fecharlos, archivarlos, guardarlos. «A todos les anotaba en el dorso el día, la esquina o la calle en que fue recogido», cuenta Megías.

Y en esa búsqueda y persistencia generó situaciones que a los ojos de las historiadoras son casi una gesta. Por ejemplo, salvar documentos que la Municipalidad de Rosario había vendido como papel viejo.
La colección que le llevó 70 años la empezó siendo un adolescente. Al parecer todo comenzó con su encuentro personal con Julio Marc –docente de la escuela Superior de Comercio adonde estudiaba Wladimir, además del fundador del Museo Histórico Provincial– quién lo invitó a conocer las colecciones privadas que tenía en su casa y con quien entabló una amistad.
Por esos años confeccionaba Cotorro humorístico, un periódico hecho completamente a mano donde narraba todo lo que acontecía en la vida escolar, desde anécdotas dentro del aula como las hazañas deportivas de los compañeros de clase.

El diccionario de Rosario
En 1930, Mikielievich emprendió uno de sus proyectos más ambiciosos: el Diccionario de Rosario. Una suerte de gigantesca enciclopedia alfabética que registraría absolutamente toda la información sobre la ciudad.

En 53 tomos el historiador desplegó una incontable cantidad de entradas sobre los temas más variados, desde la flora y fauna, hasta las biografías de personajes conocidos –políticos, periodistas, profesionales, comerciantes, vecinalistas, intelectuales–, pasando por recetas de cocina y mapas o planos de la ciudad que muestran cómo fueron cambiando las calles y los espacios. Las entradas tienen textos mecanografiados, pequeños recortes, fotos, anotaciones al pie, llamadas y referencias a otros temas de la misma obra.
“Lo que él consideró que debía dejarse como un testimonio está ahí”, dice Prieto y añade: “Para eso hizo pequeñas investigaciones, algunas solo, otras con colaboradores”.
En la letra A se puede encontrar desde data de barrio Alberdi (el hospital, la plaza, las manzanas anexadas, planos que muestran cómo se fue modificando y los tramos de la costanera) hasta el Anarquismo.
Por ejemplo, en «Anarquismo» reproduce un texto de Eduardo Gilimón sobre anarquistas. Eso mismo está acompañado con un listado al que denominó «Anarquistas que conocí»”, explicó Prieto.
No solo juntó testimonios de lo escrito, también creó los propios. El resultado de esas pequeñas investigaciones lo volcó en emprendimientos editoriales como la revista Historia de Rosario, una de las obras que hizo con más continuidad.
Otro aspecto que destacan tanto Megías como Prieto de Wladimir es el de haberse constituido como “una suerte de corrector”. Corrigió y trabajó como asesor en temas de historia de Rosario en la Enciclopedia Argentina de Diego Abad de Santillán. Pero más allá de eso no dejaba pasar dato errado sobre la ciudad y era capaz de emprender una polémica para desentrañar un mito.
El 9 de octubre de 1959 le escribió al editor de un folleto municipal que Lucía Miranda no existió y que en San Lorenzo había sólo un convento pero no un pueblo a la fecha de la batalla. Y que «en 1875 funcionaban entre cafés, confiterías y billares, 58 negocios además de 244 pulperías, que eran los puntos de reunión de la clase laboriosa».
Llegó a escribirle al mariscal Tito vía la Embajada de Yugoslavia para corroborar si era cierto que durante parte importante de la segunda mitad del siglo XX el presidente de la República Federal Socialista yugoslava había vivido en la ciudad. “Hay un mito que se apropian tanto en el barrio Refinería como en la ciudad de Villa Gobernador Gálvez en torno a la presencia de Tito en esta zona”, contó Charles.

“Su excelencia mariscal. Mi pregunta es si usted estuvo alguna vez en Rosario”, dice la misiva firmada por Mikielevich. La respuesta fue que no, cosa que no sabemos si resuelve el mito, pero al menos ratifica la fuerte pulsión de querer saberlo todo de Wladimir.
“¿Alguna vez pensó en vivir en otra ciudad que no fuera Rosario?”, le preguntan en ese viejo número de la revista Vasto Mundo. “¡No! ¡No! ¡No!. Siempre Rosario, Rosario, Rosario”, respondió el hombre al que la debilidad de archivista no le quitó la generosidad por compartirlo todo. Vivió parte de la historia de la ciudad y ese pasado de Rosario hoy vive a través de su obra.