Los miércoles hago una columna sobre series en “Hoja de Ruta”, un programa de radio que conducen Federico Fritschi y César Debernardi. Para ése miércoles pensaba comentar la serie documental Carmel: ¿quién mató a María Marta?, que había visto durante el fin de semana y sobre la que había leído cosas que me interesaron más incluso que la misma serie, como el hilo de Ricardo Greene en el que compara las aspiraciones de los ricos que armaron el barrio privado Carmel y los mismos parámetros en Nordelta. La serie cuenta, en resumen, el modo en que los ricos ganan popularidad: no por sus hazañas criminales para enriquecerse –Carlos Carrascosa admite que trabajaba en la Bolsa para “fondos buitres”–, sino cuando los desborda su inmundicia y se matan entre ellos.

Pero al mediodía había cambiado todo. Ya no me interesaba hablar de quién había matado a una mujer rica en 2002, sino de cómo se erigen los héroes populares, de cómo Maradona transformó en oro todo el barro en el que chapoteó de niño.

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El Cabildo porteño es una leyenda histórica tardía, revalorizada por la retrospectiva de la novela nacional antes que por su función real durante la gesta de Mayo.

Hacía muy poco había hablado de Gambito de dama, una miniserie que sigue la vida de una ajedrecista genial y de cómo el juego de ajedrez, si bien es central en la trama, es una excusa para contarnos un misterio mayor. Lo mismo podría decirse, como si hablara de series, de Diego Armando Maradona y el fútbol: sí, su genialidad, la felicidad y la belleza de su juego, pero eso pasó hace un par de décadas. Sin embargo, a través del fútbol, Maradona supo hacer de su vida una obra de arte que persiste y nutre el cotidiano rioplatense como en su momento el tango sembró de dichos y enseñanzas el repertorio de la sabiduría popular. Maradona poniéndole nombres a las cosas: “Esto es para la Italia rica, que se piensan que Nápoles es el norte de África”, ó: “Tenemos que luchar por un gremio fuerte, porque la gente no va a la cancha por los dirigentes”; y también: “A vos Mauricio, por más bombas de humo que tires, vos sabés que tus decisiones le cagaron la vida a dos generaciones de argentinos.” El “la pelota no se mancha”, “la tenés adentro”, nutren el habla del pueblo, como si Maradona fuese no sólo un símbolo de la Argentina, sino una civilización. En el despelote de represión infame que provocó la policía en su velorio se podía escuchar en los testimonios de las personas que habían ido a despedirlo que hablaban la lengua del Diego.

En Todo Diego es político, el hermosísimo libro compilado por Bárbara Pistoia que se publicó este año, la editora observa: “En ‘El armado de un nombre’, Yanina Safirsztein dice ‘Cuando el Diez habla de sí mismo como si fuese otro, […] dona su nombre y de esa forma lo convierte en patrimonio —o matrimonio, da igual— de la humanidad”. Esta idea se sobreexpone en ese Yo soy el Diego de la gente, que es tanto más que el título de su libro y no es diferente para nada del ‘Soy el campeón de la gente. Cualquiera se puede acercar a mí y decirme hola sin pagar. No hay guardaespaldas alrededor de este campeón’ que misionaba Muhammad Ali, otro hombre-mito que fue vocero-espejo-faro de su comunidad. En ambos casos, la anatomía de estos posicionamientos resuena en el ‘Nadie sino el pueblo me llama Evita’: soy esto pero no para todos, solo para esos otros que también son yo.”

Ese “don” que menciona Pistoia es también el “don” del héroe clásico, mitológico, como lo describe el conocido manual de Joseph Campbell. El héroe cuyo periplo es la sumersión en el inframundo, el enfrentamiento con los poderes más oscuros para volver a su lugar y ofrecer a los suyos una conquista sobrehumana que une y da sentido a esa comunidad.

Es el Diego que siguió “jugando” hasta el último día por las causas de los pobres, por la soberanía de los países latinoamericanos, tal como lo recordó Lula Da Silva el día de su muerte.

Algunos grandes directores de cine se dieron el lujo de mostrar en su obra una imagen del mundo –de ese mundo que dibujaba su film– tal como debería ser en términos de justicia, verdad y belleza, según el ideal platónico. Así, en el final de Titanic (1997), la pareja se reúne de nuevo con su juventud y la memoria de todos los que han muerto en ese viaje transatlántico, porque ése es el orden justo de ese mundo desgarrado.

Velado en el centro de esa Argentina en pedazos, en un desborde de amor y violencia, algo del orden real y justo del mundo pudimos vislumbrar en la despedida de Maradona, de nuestro héroe.

Tapiales, Buenos Aires, 1995, Varinia Mangiaterra cuenta su foto: “Primero nos abrazamos así como amigos, de frente digamos, le di un beso y le dije que era el mejor del mundo. Que era en realidad lo que yo quería. Yo se lo quería decir. El mejor pero el mejor no sé qué, no un jugador nomás. Y para sacarnos la foto me agarró de la cintura primero y me dijo vení mi amor. Y después me abrazó así. Ahora me cobró una dimensión que no tenía toda la escena. Porque yo te juro que necesitaba decirle lo que lo quería. No era ni la foto ni el cholulismo. Yo soñaba con conocerlo y se me dió de casualidad, el último fin de semana en Buenos Aires, en el club de mis primitos.”

 

la ciudad está en obra
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Acerca de Pablo Makovsky

Periodista, escritor, crítico

"Nada que valga la pena aprender puede ser enseñado."

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