Como espectador que descarga series, intercalo los episodios de Santa Evita con los de Black Bird (creada nada más y menos que por Dennis Lehane), que HBO ParamountPlus estrena parsimoniosamente cada viernes. Así, en el quinto de Black Bird –basado en un caso “real”: en los 90 el FBI aprieta a un ex futbolista americano condenado por narcotráfico a alojarse en una prisión de máxima seguridad para extraerle a un supuesto asesino serial que todos tratan como un infradotado una confesión con la que poder juzgarlo– los agentes que investigan la desaparición de una adolescente dan con una chica que conoció al homicida en su adolescencia. La chica les dice en un momento que conservó uno de los regalos que le hizo el homicida. Ese objeto es clave para confirmar la teoría de los investigadores y, a su vez, la narración creó a esta altura un vínculo afectivo con esa víctima. La víctima ya no es “un caso”, sino un ser real, que estuvo vivo y, por eso, ese objeto ya no es una “prueba”, sino el cuerpo de esa pérdida. Entonces, cuando la chica dice a los agentes que conserva ese objeto y los investigadores le piden que se los muestre, el director –es decir, quien está a cargo de la puesta en escena de ese episodio– no procede sencillamente con un corte y, siguiente escena, los agentes están frente al objeto. No, la puesta en escena es así: la chica da media vuelta, los agentes la siguen, atraviesa un espacio donde hay dispersos objetos para la venta, una especie de pérgola que oscurece a los personajes, un pequeño patio hasta que se detiene en la puerta de madera de un galpón. ¿Por qué desperdiciar segundos en esa toma si lo importante es el objeto que guarda? Porque el cine ocurre en el tiempo y el espacio. Porque ese espacio que demanda unos segundos para ser atravesado es también la adolescencia de la muchacha que posee ese objeto clave y porque vamos al encuentro de un objeto que estuvo presente en otras escenas de episodios anteriores. Así como nos metimos en las escenas de vidas que se han perdido a través de la investigación, un momento semejante necesita de un pasaje. Ésa es la decisión de la puesta en escena: en el objeto que encontraremos se corporiza la adolescencia vital de la víctima de la que apenas supimos su nombre y sus últimos movimientos.
Cuando nos dicen que en el cine se trata de imágenes, suelen olvidar que son imágenes en movimiento, es decir, imágenes en el tiempo: la imagen y el movimiento están en función de otra cosa; tan importante como lo que muestra un plano es cuánto dura ese plano. Santa Evita, la miniserie que hoy día exhibe una plataforma de streaming, tiene poco y nada de esas decisiones sobre la puesta en escena. Sus planos duran lo que es necesario para informar sobre la trama de la novela que Tomás Eloy Martínez publicó en 1995, que muchos tomaron como una investigación seria sobre el destino del cadáver embalsamado de Eva Perón luego del golpe de estado de 1955. Las pocas innovaciones de la miniserie giran en torno a la accesibilidad internacional de sus imágenes. Por ejemplo, el periodista que en el año 1971 investiga qué sucedió con ese cadáver, se separa de su compañera, quien sube a un taxi y se va. El hombre queda en medio de la calle, cuando el auto ya se fue, y detrás de la figura del personaje vemos el obelisco, que se alza blanco hasta el tope de la pantalla para que nadie dude de que se trata, a la vez, de la ciudad de Buenos Aires. Como contracara de ese recurso informativo basta con echar un vistazo a la serie Iosi, el espía arrepentido, ambientada en la Buenos Aires de los primeros 90 y filmada casi por completo en Montevideo.
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La maldita
Ahora sí, vamos a lo que nos muestra Santa Evita, la serie basada en la novela (1995) de Tomás Eloy Martínez. Novela con la que el autor pretendió saldar sus deudas con el “realismo mágico” y para la que contó con una frase de Gabriel García Márquez que, según Juan Forn, su editor, el autor de Cien años de soledad le envió sin siquiera haber leído la novela.
Rodrigo García, hijo de García Márquez y con una larga carrera en la dirección de series de televisión en Estados Unidos, dirigió los episodios de la miniserie Santa Evita, al hacerlo no sólo fue fiel a la novela de Martínez, también a las licencias visuales de su padre: tal como aparecen en la novela, unos fantásticos rituales de velas y estampitas persiguen al cadáver embalsamado de Evita donde sea que es depositado por unos militares que lo tienen secuestrado. Mientras tanto –lo mismo que en la novela– ese cadáver va transformándose, para quienes tienen un trato con él, en la maldita Evita por las desgracias que provoca entre sus violadores.
Realismo mágico
La miniserie, como el libro, trata sobre las peripecias del cadáver embalsamado de Eva Duarte de Perón una vez que triunfa el golpe militar de septiembre de 1955. Alojado en el edificio de la CGT y al cuidado del embalsamador, un grupo de militares encabezados por el coronel Moori Koenig, se apropian del cuerpo y de sus copias –acá cabe una justa aclaración: lo de las copias es, en muchas investigaciones no noveladas, sólo una especulación; así como las velas encendidas de forma anónima y las estampitas de Evita es en parte cierto, aunque nunca en los lugares por los que iba pasando el cadáver, sino en lugares donde se sospechaba que podía estar o había estado, desde el edificio de la CGT a los galpones del puerto, a fines de 1955. El miedo, el cinismo, la perfidia y el silencio de los golpistas dejaron muchos huecos en la historia que la imaginación llenó de fantasías.
Un cuerpo
Vamos un ratito a la novela. Tomás Eloy Martínez demoró entre tres y cinco años en resolver la novela desde que Planeta le pagó un anticipo para su publicación. Resolvió lo que iba a ser un amasijo entre el documental y el “realismo mágico” –propio de su generación–, a la vez que ahuyentaba los fantasmas sobre su figura de periodista, incorporando su alter ego a la narración: hay un periodista que, en 1971, cuando los militares golpistas están aún en el poder en Argentina, ofrecen a Perón –entonces en Madrid– devolverle el cuerpo de su primera esposa, nos cuenta la historia. Este narrador –que es un épico Tomás Eloy Martínez que nos habla desde la ficción– evoca también a los otros escritores que escribieron sobre Eva, es decir, forja una genealogía de su propia novela y se ubica en el rol de continuador del relato de Rodolfo J. Walsh, “Esa mujer”, un relato en el que otro periodista dialoga sobre el cadáver de Eva a principios de los 60 con el militar encargado de secuestrarlo. La diferencia es que Walsh crea un recurso para hablar de esa mujer que entonces era innombrable y en ese cuento nos transmite la opresión, la paranoia y la enajenación de ese secuestrador. Así, ante el hombre que abdujo el cuerpo y guarda el secreto sobre su destino, Walsh –quien describe efectivamente un encuentro con Moori Koenig– opera con sigilo para acercarnos el poder de esa mujer que murió –entonces– hace 14 años y aún así es una fuerza corpórea acallada por los actos más viles de los que es capaz la política.
Santa Evita –la novela– procede de una forma totalmente distinta: hace desfilar el cadáver por las escenas más explícitas, porque lo que importa es el cadáver mismo. En El fin de la aventura (The end of the affair, 1951), la novela de Graham Greene, el autor se toma todo un capítulo para describirnos una escena: dos amantes se encerraron en un pequeño apartamento en el Londres de 1941, cuando los nazis lanzaban cohetes autodirigidos sobre la capital inglesa. Una de esas bombas destruye el departamento y nuestro protagonista resulta herido: una grieta en su cuerpo le dejará una cicatriz a la que se volverá una y otra vez en la novela. Sara, la protagonista y heroína de El fin de la aventura, amará esa cicatriz y le enseñará al narrador que Dios –porque todas las novelas de Greene son teológicas– no puede ser amado como un vapor, una sustancia gaseosa que habita el mundo más allá de una corporalidad. Por eso es necesario esa cicatriz, ese rastro doliente en un cuerpo verdadero.
Santa Evita es todo lo contrario: un raro testimonio de fe de un no creyente. Y la miniserie, lo mismo que el manual de Evita de Tomás Eloy Martínez, lo pone en escena de manera literal: el coronel Moori Koenig lleva el cadáver en un Mercedes de principios de los 50 en el año 1957 por una carretera de Alemania, donde era un agregado militar de la embajada argentina. Allí lo detienen un par de policías alemanes enfundados en unos sobretodos de cuero como los que popularizaron los films de Hollywood que le exigen que abra la caja donde viaja el cadáver de Eva. Hay un intercambio de papeles y un momento de tensión cuando al fin los policías ven lo que hay en el interior y se largan a reír: interpretan que el objeto que el argentino se resistía a mostrarles era una muñeca de tamaño real con la que Moori Koenig se dedica a satisfacer sus fantasías sexuales. El personaje de Moori Koenig ríe también porque se ve liberado. Pero no es otra cosa lo que ese cuerpo que movilizó las multitudes más imponentes de la que tenga memoria la historia política argentina y americana significa en esa serie: una muñeca. La teología política de Graham Greene y Rodolfo Walsh escupe sobre esa escena.
“Son muy significativas las anécdotas que (Tomás Eloy) Martínez relata en diferentes entrevistas, en relación con los equívocos que produjo su novela –declaró hace muy poco la ensayista y académica Soledad Quereilhac, quien ocupa hoy la cátedra de Literatura Argentina en la que se destacara Beatriz Sarlo y estudió las distintas representaciones de Eva–. Se jacta de haber ‘engañado’ a (José Pablo) Feinmann, que tomó como real una escena narrada en Santa Evita y que incorporó, por tanto, a su película. También se ha jactado de ‘engañar’ a la Unión de Obreros de la Construcción y la Unión de Obreros Metalúrgicos sobre una frase que Eva supuestamente nunca pronunció pero que aparece en su novela”.
Quereilhac (a quien se la puede escuchar en una entrevista radial acá), le dice a un periodista del diario Río Negro: “Si esos equívocos se producen no se debe tanto al error de lectura, sino al tramposo planteo de la ficción; al mal resuelto juego entre convenciones genéricas (novela, non-fiction, relato histórico, periodismo de investigación) y, más profundamente, a una convicción netamente noventista de que la verdad histórica ya no importa, todo puede ser relato e invención, sin reglas siquiera formales. Tampoco la política parece importar. Hay un snobismo posmoderno, inevitablemente reaccionario, claro, que se impone por sobre sus propios materiales narrativos (la historia del cuerpo de Eva) para neutralizarlos políticamente y para bastardearlos históricamente. Como todo personaje importante de la historia, inscripto en un movimiento popular, Eva es ‘objeto’ de disputa ideológica, potenciado además por su condición de mujer, tradicional ‘objeto’ de manipulación de la cultura patriarcal. Santa Evita es la expresión de una operación estético-ideológica sobre Eva: la neutralización absoluta de su potencia política, de su rol como líder política; la reducción de toda su persona a su condición de ignorante, puta y caprichosa como único eje de lectura de su aporte a la historia nacional; su utilización como motivo consagratorio de un autor, absolutamente entrometido en la voz de su propia novela, que está desesperado por transmitir su disciplinamiento machista sobre Eva y ocupar él, gran megalómano, el centro de la escena narrativa”.
La novela o la película
Hay pésimas novelas que el cine supo convertir en grandes películas, en principio porque se supo traducir su trama, su anécdota, a un lenguaje que cuenta otra historia. Un caso digno de mención es Los puentes de Madison o los relatos que Hitchcock leía de libros comprados al azar en un aeropuerto. También hay grandes obras que el cine tradujo de manera sesgada y fragmentaria (el caso paradigmático es la obra de H.P. Lovecraft, tan difícil de visualizar, “traducida” en una aventura espacial en Alien, el octavo pasajero). Pero no hay nada más espantoso que una mala novela llevada al cine (a una serie, es lo mismo desde que las series, a partir de la gran huelga de guionistas de 2008, asumieron la tradición del cine americano) de forma casi literal, es decir: traducir una novela al lenguaje audiovisual al modo en que una escena patria es llevada a escena en el retablo escolar.
En su larga conversación con François Truffaut, Alfred Hitchcock se refiere a esas adaptaciones con un chiste en el que dos ratas devoran una película en una filmoteca y una pregunta a la otra si le gusta el film que está comiendo. “Me gustó más la novela”, responde la otra rata.