El campo, un hogar, un marido, un bebé y ella: una mujer puérpera y enloquecida. En un monólogo interior, que resulta un viaje trepidante al fondo de sus pensamientos, ella fantasea con la huida o directamente con la destrucción total. Demuele la idea costumbrista de familia tipo y arrasa con cualquier modelo manso de maternidad.
La narradora de Matate, amor*, la novela de Ariana Harwickz, se refugia en el delirio pero su salvación está en esas fugas al corazón del bosque y en el encuentro animal con el ciervo que aparece en su camino.
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A Érica Rivas y Marilú Marini la novela las atrapó desde un inicio. Las dos se sintieron llamadas desde la oscuridad del bosque por la voz de esa mujer salvaje que busca convertirse en escritora. Casi como un aullido las sacó de un letargo. Les ordenó la necesidad de trabajar juntas y les despertó el deseo de hacer de una amistad una obra de arte.
El proceso de trabajo las reunió como una tríada: la autora, Ariana, la directora, Marilú, la actriz, Érica. No sólo hicieron una adaptación de la obra literaria (que desde el vamos y por su estructura es muy teatral) también le dieron lugar a las preguntas sobre el amor por la actuación, sobre el trabajo de las mujeres en este mundo, sobre la extranjería más allá de una geolocalización (la escritura de Harwickz es más un relato de época situado globalmente que una narrativa localista) sino como esa extrañeza que dan ciertas formas del deseo, del ser mujer, del ser madre en este mundo.
La protagonista narra de manera descarnada la experiencia violenta del amor conyugal y la reconfiguración de los vínculos familiares y filiales. “Cualquier cosa hace una familia”, dice. No tiene piedad con nadie pero tampoco con ella misma y se grita: “Leé, idiota, leéte una frase de corrido”.
Mientras acuesta a su bebe envuelto en su bufanda piensa en Isadora Duncan. “¿Quién tiene qué vida? ¿En qué cuerpo estás?”, se pregunta. Tira el pañal pesado, camina hacia el ventanal, juega a que lo atraviesa y se corta entera, porque siempre quiere cruzar su propia sombra.
“Soy madre, listo. Me arrepiento, pero ni siquiera lo puedo decir. Con una mano sostengo a mi nene, con la otra un raspador. Con una mano preparo la comida, con la otra me apuñalo. Qué bueno tener dos manos. Qué práctico”, dice.
El llanto del hijo, el encierro que ahoga, la demanda y ausencia del hombre, el hastío del hogar, es todo lo que la empuja al borde, todo lo que la pone al filo, todo aquello que la ensucia y a la vez la hace descarriar. Una mujer que vaga, que deambula, que está dentro de un sistema pero que busca una identidad propia fuera de él, que corre feroz detrás de un deseo y que al fin y al cabo lo que quiere es encontrar su voz.
Érica Rivas, se mete en el cuerpo de esta mujer transtornada pero vital. “Como mujeres estamos en un mundo que no fue construido para nosotras y dentro de esa extranjería estamos buscando una forma de relacionarnos”, sostiene en esta conversación.
–¿Cómo fue tu vínculo con la novela de Ariana Harwicz que te llevó a protagonizar la obra?
–Leí el libro cuando salió y quedé muy impactada por ese tono, ese pulso para hablar de algo que hasta ese momento yo no había leído de esa manera tan despiadada, tan violenta y, tan cierta, sobre la maternidad. Me interesó muchísimo, además de la primera persona a lo largo de todo el libro, que esté dividido en capítulos. Lo vi muy teatral y cinematográfico, además de literario, por supuesto, que es el lenguaje de Ariana. Desde ahí que a mi me dio ganas de hacer la obra, de meterme en ese cuerpo.
–La novela explora algo de la mujer salvaje o de la maternidad salvaje. Ese lado que muchas veces se ve en sombras o sencillamente se oculta. ¿No?
–Hay algo de una maternidad salvaje, una mujer salvaje, veo que tanto la femeniedad como la maternidad y muchas aristas de lo que implica no ser, como solemos decir, un varón, blanco, heterosexual están puestas en un lugar aparte, como si fuera un lugar de no pertenecer a las mieles de la sociedad, a las mieles de la cultura en el sentido común. Y eso me convoca muchísimo, ese lado salvaje, como vos decías, es en el libro de Ariana ese bosque, ese ciervo, ese deseo, es eso que puja por salir. Y eso de las mujeres desde afuera se ve con ojos de mucha sorpresa y también mucho rechazo porque nunca fuimos retratadas de esa manera. Este libro abre la mirada, hace comprensible ciertas formas de amar que implican también la violencia y lo salvaje. Me parece muy importante poder hablar de esto, tener relatos sobre esto, tener imágenes y cuentos de nosotras como madres no edulcoradas, no mansas, no sosegadas, no metidas adentro de los moldes que nos dicen como tenemos que ser.
–En una entrevista le escuche decir a Ariana Harwicz que escribió este libro para no ser la mujer que en la campiña tendía la ropa. ¿Qué te parece esa imagen?
–En el primer capítulo ella habla de la violencia y del desconcierto que siente. Estando en ese lugar donde los hombres preparan el invierno como las bestias, que ya están cortando leña en el final del verano, esos hombres que se suicidan casi hereditariamente también por no poder entrar en los sistemas de la sociedad. Ella se ve a sí misma, hace como que cuelga la ropa. Y cuando le sale bien dice incluso: “La colgada fue todo un éxito”. La colgada tiene muchos otros sentidos, ¿no? Y luego dice “no se dieron cuenta de nada”. Y vuelve otra vez a esconderse entre los troncos, de las vista de los demás, como si fuese esa mujer que hace bien las cosas, esa mujer que se porta bien. Y esa mujer es la que no quiere ser Ariana, es la que no quiere ser la protagonista de la novela, ni de la obra. Es una mujer que pide otra forma de verse, pide otro relato.
–Oímos discursos de odio, de candidatos que niegan los femicidios, la brecha de género, el aborto legal y todos aquellos derechos que como mujeres y disidencias hemos conquistado a lo largo estos años, ¿cómo analizas este tiempo que vivimos desde tu trabajo y militancia?
–No tengo mucho que decir además que hay que seguir defendiendo lo que hemos luchado tanto tiempo para conseguir. No nos tenemos que quedar quietas y esto fue así siempre. Necesitamos todo el tiempo de estar reafirmando y abrazándolo, haciéndolo crecer, encontrándonos con otras personas que necesitan que esos derechos existan, ampliándolos. Y para todo eso me parece muy importante el teatro, el encuentro con la otra persona, con el otro cuerpo, el armar entre todos otro sentido de la vida, del vivir, otra forma de pensarse con la otra, con el otro, con le otre. Otra mirada sobre el amor, sobre cómo nos cuentan y sobre cómo nos están adoctirnando con las formas de contarnos. Me parece muy importante que el teatro exista. Seguir teniendo este espacio que es un espacio que amplía. Justo en este momento: el teatro.