“Una herida saca a otra herida.”
El corazón del daño, María Negroni
Uno
Hará unos días vimos con Ana la segunda temporada de The Bear, la serie de televisión estadounidense creada por Christopher Storer. Ella se encargó de bajar los capítulos y los subtítulos en español por Torrent. ¿La piratería es una forma de amor? ¿Qué hace una persona que dedica parte de su vida a darle acceso a los demás a esos contenidos, que están más allá de los tiempos y las formas, que las plataformas pagas proponen? Como dice ese sticker que alguna vez vi en internet: si no torrenteamos la cultura, la cultura se netflixea.
La primera temporada de The Bear es la historia de un grupo de trabajadores gastronómicos a las afueras de Chicago, mitad parte de una familia, mitad no, en busca de sostener un bar de sánguches heredado después del suicidio del jefe y hermano mayor de esa familia. La segunda temporada es, en comparación, la historia de ese mismo grupo en busca de transformar ese local de semi-comida-rápida en un restaurante de lujo.
The Bear es una serie sartreana y situada. Somos lo que hacemos –ahí– con lo que hicieron de nosotros. Ni víctimas, ni victimarios, ni ejecutores, ni verdugos. La belleza de esta serie reside en su poder de humanización sobre cada personaje.
Dos
En Confesiones de un chef, Antony Bourdain decía que una cadena culinaria se podía dividir en cuatro grupos. En el primero están los artistas, una minoría de alto nivel de vida que estudió cocina en alguna escuela privada, gente que mayormente se dedica a la repostería, las carnes y las salsas, y tiene de algún modo algunos delirios de grandeza. Después están los exiliados, esa gente que no se puede desempañar en otro trabajo, que no le gusta la rutina, ni el 8 a 16, ni mezclarse con la civilización, entre estos hay yonkis, ex-yonkis y gente rara que vive de noche. Después están los refugiados, esos que trabajan en cocina porque es lo único que saben hacer con las pocas herramientas que tienen y que aceptan trabajos duros y difíciles porque en su condición es la única forma de conseguir algo de plata. Por último, están los mercenarios, gente que sólo trabaja por dinero, que está ahí y no se sabe muy bien por qué pero que va y hace negocios. Bourdain decía que la cocina es un artesanía, y que un buen cocinero no es un artista, es un artesano y que eso no tenía nada de malo: “las grandes catedrales europeas fueron construidas por artesanos, no por diseñadores”.
Ambas temporadas de la serie son una analogía de lo que sucede en una estación de cocina. Con el tiempo uno se da cuenta que cada personaje es una parte fundamental del plato, pero el plato final sólo puede existir con la unión de todas esas partes. Aunque el fin justifique los medios, el medio es lo único que importa. Alguna vez leí en un texto perdido esta definición: “Un ensayo es algo que de entrada puede salir mal e igualmente se hace”. Lo que hacen los personajes en la primera temporada de The Bear es un ensayo y lo que hacen en la segunda, sobre todo, también.
Los cortes de planos en velocidad y los sonidos metálicos, estruendosos y repentinos transforman el paisaje gastronómico en un collage barroco de gente enloquecida y enloquecedora. Fuego en las hornallas, humo en el ambiente, vapor en las ollas, agua y aceite hirviendo, cuchillas afiladas, metales, vajillas y utensilios, tablas, frutas, verduras, carnes, polvos y mucha gente a punto de estallar en un espacio reducido. La gran diferencia es que en la segunda temporada, la serie gana un tiempo más. Ese tiempo sucede cuando la cámara y la narrativa se alejan de la cocina para ver de dónde viene cada uno de esos personajes y qué es lo que están buscando, ahí es donde aparece la pregunta: ¿este será un artista, un exiliado, un refugiado o un mercenario?
Con el pasar de los capítulos se ve que dentro de cada uno de estos personajes habita un artista, un exiliado, un refugiado y también un mercenario. Y lo que irá sucediendo a través del paso del tiempo es que después de la decisión de no ser más un bar de semi-comida-rápida a las afueras de Chicago y transformarse en un restaurante de lujo en una gentrify zone, cada uno de estos personajes conquistará una nueva posición. Esas transformaciones humanas, íntimas y personales son lo más bello de la serie porque, de alguna manera, demuestran la fragilidad del ser y cómo, en cierta forma, el artista puede ser un mercenario y el refugiado se puede transformar en un artista, sin jerarquizar ninguno de esos oficios.
Tres
En la primera temporada de The Bear lo que reina es el caos. En la segunda también, pero lo que se busca es transformarlo. El caos es un tipo de orden. Por eso, para transformar ese caos es necesario que los personajes se transformen en otros. El caos no es sólo una relación entre las partes sino lo que las partes ponen en juego de sí mismas. Por eso, el viaje interno de cada personaje a lo largo de la segunda temporada, le dará a los personajes la oportunidad de mostrar quiénes son y a su vez qué pueden hacer más allá de lo qué hicieron con sus vidas.
La segunda temporada cuenta con diez episodios. Todos de treinta minutos de duración, salvo el capítulo seis que dura casi el doble de tiempo y en el que, de algún modo, se comprende –parafraseando a Natalia Ginzburg– el léxico familiar sobre el que se asienta la mitad de la trinchera gastronómica. Por lo distintivo, por la apuesta y a la vez por la nobleza de los recursos utilizados, este capítulo es la bisagra de la serie y también una obra de arte. Tal vez, una analogía a Los Sorrentinos de Virginia Higa pero en un formato más anglosajón, menos latín pero sí italiano, donde uno ve en el entramado de una cena de Navidad todas las verdades que ocultan esos personajes en escena, lo que resuena al final de ese capítulo es el corazón del daño: “Ah, por eso este está así de loco”.
Igualmente, en cada capítulo, los personajes comienzan a hacer, experimentar y realizar cosas que jamás creyeron que podían o querían hacer. Esos momentos son los momentos más felices porque los personajes se olvidan de quienes son. Si el deseo es el deseo del otro es porque los personajes jamás encuentran las soluciones a sus problemas en sí mismos. Del ser para la familia al ser para el trabajo. De la neurosis individual a la cosa colectiva. El encargo del otro, ese que habilita a los personajes a creer en sí mismos a pesar de las dificultades. Un viaje de formación, una experiencia en otro restaurante, un curso de cocina, unas vacaciones, una desaparición, un recuerdo y un amor.
El libro de Bourdain vuelve, porque los personajes además de estar locos y muchas veces ser hostiles, construyen un espacio de solidaridad, es decir, una economía, donde lo darwiniano, es decir, la supervivencia del más apto no es lo que importa, sino que lo que se busca es, de algún modo, hacer algo mejor, sobrevivir: hacer con lo familiar algo más que una familia.
Cuatro
The Bear, a la vez de hambre y ganas de cocinar, despertó una serie de recuerdos. En el 2015, cuando terminé la secundaria, a los 18 años, empecé a estudiar para ser chef en una reconocida escuela de alta cocina de la ciudad. En la primera clase de pastelería, mientras mezclaba unos ingredientes en un bowl, un profesor pasó con una tijera, y, sin previo aviso, me cortó una pulsera roja de los siete nudos que me habían regalado. En este lugar no vas a necesitar suerte, me dijo y sonrió. En ese momento no tomé esa actitud como una ofensa, casi nunca me ofendo y no creo que sea una virtud, pero en ese momento, tomé el gesto como lo que era, una advertencia: ¿Qué era lo que necesitaba si no era suerte?
A los meses, casi a fin de ese año, en una de esas clases de pastelería, me resigné. La cocina como oficio no era lo mío. Recuerdo tirar la preparación de un bizcochuelo a la basura y dar un portazo. Atrás mío salió el mismo profesor de la pulsera y la advertencia. Me siguió hasta el vestuario donde nos poníamos el uniforme de cocina. El tipo se sacó el delantal, me dio un abrazo y me dijo: “Llorá, pero lo tuyo está en otro lado. Es tu responsabilidad buscar ese lugar”. ¿Dónde estaba lo mío?
Esa noche volví caminando a mi casa. En el camino, pasé por la puerta de Tribunales donde me crucé con una manifestación por el crimen de Jere, Mono y Patom, tres jóvenes militantes asesinados en el año 2012 en el barrio Villa Moreno. Decidí quedarme, hacer tiempo, escuchar. Había otra ciudad en mi ciudad.
Cuando llegué a casa, me senté en la computadora e hice un posteo larguísimo en Facebook contando mis impresiones de esa jornada: la forma cariñosa en la que el profesor del instituto me había echado de la cocina, lo que me había generado esa jornada de lucha en la puerta de Tribunales a la que había llegado de casualidad y una pequeña reflexión sobre el valor de escribir cosas. Durante los días siguientes, recibí buenas devoluciones por parte de amigos y conocidos al leer ese texto. Era mi primera crónica, no lo sabía.
Suelto este texto. Voy a la cocina, veo la heladera, pienso qué voy a cocinar esta noche. Chicken teriyaki. The Bear volvió a despertar el gusto por la cocina. Esa cocina amorosa que había experimentado y perfeccionado durante esos años. Esa que me permitió enamorar, unir amistades, llenar el espíritu, disfrutar un plato, en el afán de las recetas de mi abuela.
Mientras trozo el pollo y lo paso por harina pienso. Vuelvo a la cocina porque encontré ese otro lugar que un cocinero me dijo que existía. Tal vez, como a los personajes de la serie, lo mejor que me pasó en una cocina fue que me dijeran qué hacer, y que lo mío no era en la cocina. Que era en otro lado.