Fui a Google Maps con la esperanza de que el Street View me mostrara algo de Santa Lucía, Tucumán, acaso el escenario central de Bombo, el reaparecido, el libro que Mario Santucho presentó en Rosario en la última feria del libro.
En los primerísimos 70, Bombo Ávalos, o Abad –Armando, según su nombre de guerra– ingresa al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) que, entre otros, conducía Roberto Santucho, el padre del autor de este libro de alguna manera indefinible. Con el tiempo, Bombo se convertiría en uno de los más sagaces guerrilleros de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez y moriría, alrededor del año 1976, según unas seis versiones que Mario recopila de esa muerte, a manos de los militares que llevaron adelante el Operativo Independencia, el gran laboratorio de lo que sería el terrorista Proceso de Reorganización Nacional.
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Pero Street View sólo ofrece imágenes del año 2014 de la avenida Libertador y, al final del pueblo, de las rutas provinciales. Ni la calle nombrada en memoria del tucumano Álvarez Condarco ni la denominada Marcos Avellaneda, pariente de Nicolás y fundador del ingenio azucarero alrededor del que se creó el pueblo, fueron recorridas por la camionetita de Google.
Sin embargo, influido por la lectura de Bombo, recorrer las imágenes de esa calle central, un día de semana de marzo de 2014, cuando los pibes salen de la escuela y el pueblo se agita y se muestra en la calle es, además de visitar efectivamente el pasado de hace cinco años, un acceso a las fantasmagorías del pasado: la iglesia rosa y, enfrente, a unos cien metros desde la rotonda, la mole del ingenio; en esos habitantes que circulan a pie, en moto, en bicicleta, en unos pequeños autos de una modernización pauperizada, se sopesa la historia que Mario Santucho fue a buscar a ese lugar mucho después de que su padre, Roberto Santucho, estuviera allí para organizar la lucha armada en Tucumán.
Las imágenes de Street View son tan ajenas a las de Bombo, donde por momentos se palpa el monte tucumano, incluso las entradas nocturnas a ese monte que recién el mapa de Google nos muestra en la ruta provincial 307, un magma verde de plantas y cañas bajo el sol; son tan ajenas a las del libro, decía, que parecen evocar las palabras de Santucho con desazón. “No había luna la noche del 4 de mayo de 1975 cuando un nutrido grupo de uniformados pateó la puerta del rancho de los Abad y se llevó al Taita”, escribe Mario y es otro pueblo, uno muy lejano al de esa avenida Libertador que nos muestra Street View.
Y así y todo, el libro y el registro de Google coinciden en algo, en el reflejo, el espejismo de una historia fulgurante, desvanecida en el mismo momento de su fulguración. Pero cierto, es una imagen sólo válida después de la lectura de este libro excepcional.
Porque Bombo también viene a decirnos que aquella vida acariciada por el desvelo guerrillero en el monte tucumano culminó en esta única avenida de disimulada pobreza.
El martes 4 de junio pasado, antes de que Mario Santucho partiera para Santa Fe a presentar una vez más su libro, nos encontramos en la Terminal de Ómnibus Mariano Moreno. Quería preguntarle cosas que tenía en mente desde la lectura de su libro y cosas que surgieron de la presentación, de lo que dijeron ese lunes 3 de junio Carlos Del Frade y Sabrina Gullino junto con Mario. Porque hay algo de la literatura en Bombo que de algún modo no puedo definir como literatura, pero me interpeló como si lo fuera al leer el libro.
En la charla, en la Terminal, hablamos de Bombo, de la revista Crisis, que él edita y dirige, de los modos de pensar la política, y hablamos, claro, de su padre –nadie que haya vivido en la Argentina de mediados de los 70 puede distraerse de los estallidos que ese nombre provocaba en esos años–. Me dice, cuando exploramos el pasado, la cancelación de los proyectos de la Argentina socialista con la criminal dictadura: “No tenemos una imagen hoy de lo que sería la revolución, no tenemos una idea, una hipótesis concreta de lo que sería la revolución. Es una idea que necesitamos, es más que una idea, como algo que organiza el deseo vital y político, pero que no nos organiza el cotidiano, no tenemos la posibilidad de que nuestra práctica vital de hoy pueda estar organizada en torno a una hipótesis revolucionaria”.
Nuevamente, esa fulguración del pasado, ese pasado reaparecido, como el Bombo del libro, al que algunos en Santa Lucía, Tucumán, dicen volver a ver en 2013, como un fantasma que volvió del monte, de una historia nunca del todo narrada, una historia como el monte: abundante, inenarrable, ajeno a los vaivenes de una vida política que necesita palabras para afirmarse, continuar hacia su propia historia.
Bombo cuenta los posibles finales del joven Abad o Ábalos, valiente, delator, quebrado pero, sobre todo, reaparecido, como si el presente –el del 2013, un año antes de que pasara por avenida Libertador la camionetita de Google– se prestara a ese juego de infidelidades del relato histórico: un asesinado y desaparecido vuelve de la nada para sumir en la nada la historia política santaluceña, tucumana, argentina.
Cuando Mario Santucho desmonta esas tramoyas narrativas, remonta también un relato personal con varias capas que pueden leerse en esta conversación.
—Gustavo Plis-Sterenberg escribió Monte Chingolo porque, decía, los Montoneros se habían apropiado de la memoria de la lucha de los 70. Cuando leemos La caja Topper (Nicolás Gadano) aparece muy marcada una diferencia de clase: la de los Gadano, que podían irse de la dictadura argentina, y los que no, los del ERP, que estaban siendo diezmados.
—Para mí no tiene tanto sentido la distinción entre Montoneros y el PRT. Creo que hubo bastante producción en torno a la memoria de ambas experiencias, aunque quizás más de Montoneros, pero me parece lógico porque el peronismo es el principal fenómeno político de la Argentina moderna. Para nuestra generación estas distinciones pierden un poco de sentido. Cuando surge HIJOS, allá por el 1996, nos mezclamos de todos lados, hijos del PRT, de Montoneros, anarquistas, del trotskismo, radicales. Ahí descubrí que había otras vertientes del peronismo revolucionario que eran muy interesantes, como el peronismo de base o el FRP, sectores que se vincularon más al marxismo. Creo que el 75, en particular, es el año decisivo de los 70, un punto de quiebre del peronismo como proyecto nacional y popular, como proyecto de país, porque se palpa el final del estado de bienestar que había sido capaz de lograr el pleno empleo, creo que ahí se agota, se acaba con el rodrigazo; a partir de entonces viene el neoliberalismo y empieza otra historia. La discusión sobre si el kirchnerismo hoy es el peronismo o es una identidad distinta, tiene como asidero ese cambio de época que muchas veces se pierde de vista. En HIJOS nosotros necesitamos hacer un replanteo: que las identidades de los 70 no sean las que nos organicen ahora. Y la verdad es que yo traté de ir mas allá de dos cosas que venían como impuestas, dos mandatos digamos: una, la identidad familiar tan fuerte y, dos, la identidad “perretiana”. Son capas constituyentes de mi subjetividad, por supuesto, y no reniego ni mucho menos; pero no me parece tan productivo hacer de esas identidades cuestiones tan vigorosas. Me parece que lo más importante es lograr producir una perspectiva desde hoy y, desde ese prisma generacional, ver qué nos sirve, qué nos conmueve, qué nos significa un desafío. En cuanto al peronismo, la pregunta fundamental tanto en aquella época cómo ahora, es por la revolución: ¿iba el peronismo a evolucionar hacia un proyecto de sociedad superador del capitalista, o se mantenía en la idea de construir un capitalismo “en serio”? Creo que es una discusión que permanece viva e irresuelta.
—¿Bombo viene a contarnos eso, vidas organizadas en torno a la idea de la revolución?
—Sí, claro. Y yo ahí elijo un personaje singular, porque si en el mapa de la memoria existen dos grandes sectores que se involucraron en el campo revolucionario, por un lado la clase media –estudiantes e intelectuales que se politizaron en torno a los 60 y 70–, y por otra parte la clase obrera, que era como el sujeto privilegiado por el marxismo y la teoría revolucionaria, el Bombo forma parte de una tercera variante, que serían los plebeyos, hoy le llamaríamos precarios, en aquel entonces les decían lúmpenes. En realidad, hay dos personajes en el libro que me interesan mucho, por cómo son afectados por esta idea de transformación social que de repente los atrapa. Uno es el personaje principal, que vive en un pueblito del sur de Tucumán y cuyo proyecto era insertarse dentro de una fábrica de azúcar, pero cierra el ingenio y él queda sin destino a los 18 años. Entonces tuvo que elegir entre irse a la periferia de la ciudad, siguiendo el flujo que no ha cesado desde entonces; o encontrar un derrotero inesperado que en la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez, que se instaló en los alrededores de su pueblo. La pregunta del libro podrías ser, ¿cómo se politizan las personas que no tienen el destino asegurado en la sociedad? Hay otro personaje que no ha sido tan retomado en las lecturas…
—¿Manuel Avellaneda? Me parece fascinante cómo te involucrás vos con Manolo Avellaneda. Porque hablás en el libro de tu padre y decís “mi viejo” pero también “Santucho”, es muy oscilante esa relación y también se vuelve oscilante la relación con Avellaneda, porque él también es oscilante, de ser un burgués comprensivo que aprecia románticamente ese heroísmo guerrillero a ser el amigo de Antonio Domingo Bussi e impulsar su carrera política.
—Sí, Manolo es un personaje anfibio. En cuanto a mi viejo, creo que escribir el libro fue también una manera de poner palabras a ese vínculo que es difícil de encasillar o de poner en caja… quizás por eso nunca me psicoanalicé.
—Porque estamos hablando de cosas sin imágenes: hoy no hay imágenes para esa revolución pero tampoco para ese crimen que se cometió en los 70.
—Así es. Por eso yo siento que en el fondo es la necesidad de construir una verdad histórica. Y esa historicidad de la verdad involucra un montón de dimensiones, de planos: el lenguaje, la imagen, el relato oral y, en mi caso, capas personales, familiares y políticas. Santucho era mi viejo, por un lado, pero también es un personaje público, por eso me parece que fue interesante nombrarlo de las dos maneras, no reducirlo a un sola dimensión. Y entonces hay cosas que se escapan a la posibilidad de moldear. Esto también tiene que ver con la relación entre la familia, lo que se llama “el partido”, que es otra familia ampliada si se quiere, y la necesidad de –como lo dijo muy bien Sabrina (Gullino)–, de “traicionar” un poco esas herencias, en el buen sentido de la palabra, que significa apropiárselas, ser fiel a esa historia, pero para encontrar traducciones nuevas, caminos nuevos, no quedar preso de esas determinaciones. Manolo es muy interesante porque, como decís, tiene una especie de curiosidad que lo lleva a desviarse de su biografía más previsible. Un tipo que estaba hecho, parte de una clase aristocrática, nieto de un presidente, con una familia ya constituida y el tipo se da cuenta de esa vida burguesa –y ahí tienen que ver también las líneas de fuerza que en esa época existían, que eran culturales, estéticas, de todo tipo, no sólo políticas– y el tipo dice “no, me escapo de este destino”. Y sus libros a mí me impactaron mucho, son libros que todos me dicen que son malísimos. Y por ahí es verdad que literariamente son malos, pero cuando te metés en la historia encontrás documentos que a mí me volaron la cabeza. Tiene un libro que se llama Bombo, el último guerrillero que está inspirado en este mismo personaje, sin decirlo. Tanto el Bombo como Manolo son para mí ejemplos muy claros de gente que se desvía de su lugar en la sociedad. Y ese desvío me parece clave, porque la posibilidad de pensar una revolución en términos más complejos, que no sea sólo la idea de “tomamos el poder y rehacemos el mundo a nuestra imagen y semejanza”, tiene que tomar en cuenta ciertos encuentros insólitos, alianzas que no estaban previstas. Y creo que en ese camino aparece una idea de cambio social mucho más estratégico. Cómo se puede pensar a un empresario que se sale de su lugar para devenir otras cosas… Claro, después cuando el momento de ruptura se cierra traumáticamente, con una represión feroz, esa gente vuelve a su redil, e incluso vuelve con cola de paja, y sobreactúa o se arrepiente.
—También está planteado en el libro esta suerte de privatización de la violencia –a diferencia de la de los años 70–: la tiene el estado represivo o la tienen los narcos, pero las armas ya no circulan por otro lugar, aunque circulan. Y vos te referiste en la presentación del libro al 2001: en ese año no fue así, en ese año la violencia en las calles volteó un gobierno.
—Creo que la violencia es parte de la experiencia política, no puede no serlo, porque es parte de la vida y de la realidad social. Entonces, pensar que la política puede dejar afuera la violencia es hipócrita. Se dice que la democracia necesita reglas de juego civilizadas, entonces la violencia queda en el lugar de los salvajes, de gente que quiere imponerle algo a los demás, pero es obvio que esto es una hipocresía muy fuerte, una mentira, porque en realidad hay un poder, que encima es esencialmente injusto, que necesita el monopolio de las armas para ejercer su dominio. Esto es una verdad de perogrullo, algo evidente pero que sigue funcionando y continúa siendo un elemento inviolable. Entonces creo que hay que criticar esa ficción y decir que no es verdad, porque las armas están y los muertos siguen estando. Qué hacer frente a ese problema me parece más difícil. Creo que la lucha armada no es hoy un territorio de disputa; no porque seamos más racionales y maduros, sino porque lo que en su momento era una relación de fuerzas asimétrica –porque el poder siempre tuvo más poder de fuego–, hoy es directamente unidimensional. Hoy es imposible siquiera imaginar una victoria en ese terreno, porque las formas de la guerra cambiaron y, por ejemplo, la mayoría de las incursiones bélicas son con drones. Ahora, la violencia no se reduce a la cuestión militar, la lucha armada es una de las formas de la violencia, pero la violencia es algo más amplio y abarca la cuestión de cómo modificar las reglas de juego, forzar lo establecido, abrir el campo de lo posible, recurrir a lo imprevisible. En ese sentido creo que la violencia es fundamental cuando querés poner en juego una política transformadora, que se propone todo lo contrario a conservar el orden. Quizás uno de los grandes problemas de los 70 fue reducir la dimensión violenta de la lucha y de la política al plano militar. Cuando se pensó de una manera más simbólica, la violencia fue muy eficaz. Los Tupamaros fueron muy inteligentes en eso. Creo que el 2001 fue un episodio potente en ese sentido: se tiró abajo a un gobierno, se gritó en la calle “que se vayan todos”, se abrió una nueva etapa donde el ajuste y la represión no podían ser recursos para “solucionar” la crisis. Tenemos que eludir esa especie de trampa que nos impide pensar en salidas radicalmente democráticas, porque estamos todos de acuerdo en que hay que llegar a un consenso, y en realidad ese consenso esconde una subordinación feroz de las mayorías.
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En Política de la literatura, Jacques Rancière –al analizar las relaciones entre historia y literatura a propósito de León Tolstoi– se refiere a la historiografía de Marc Bloch y Lucien Febvre, y escribe: “La revolución de la ciencia historiográfica ocurrió antes que nada en la literatura. Es la propia revolución la que hace existir a la literatura”.
Es decir –en una simplificación acaso bastarda–, hay un latido literario en la idea misma de revolución. O hay una manifestación revolucionaria que encuentra su nombre en la literatura. Pero, sobre todo, hay una operación en el tiempo que cabe en la frase de Walter Benjamin: “Hay palabras o pausas que nos hablan de ese invisible extraño: del futuro que se las dejó aquí olvidadas”. Que el futuro “olvide” (“palabras o pausas”) significa también que la memoria da lugar a vacíos, al fin y al cabo hay memoria en lugar de una ausencia. Significa que ese futuro con el que especulamos se cumple también en eso que el futuro dejó olvidado. Eso vi en esa avenida Libertador de Santa Lucía que registró Google bajo el cielo encapotado: un olvido del futuro.