En 2014, una banda independiente llamada Vulfpeck sacó un álbum que se apartaba un poco de su estilo más habitual de funk instrumental: era completamente silencioso. Llamado Sleepify, presentaba 10 pistas, todas de aproximadamente 30 segundos de duración y todas llenas de una fría y muerta nada.
Y no es que la banda estuviese virando hacia la música experimental. Más bien, el álbum fue un intento descarado de gambetear el sistema de regalías de Spotify. La banda le pidió a los fanáticos que reprodujeran en loop su álbum silencioso mientras dormían. Cada vez que alguien escuchaba una de sus canciones, el grupo ganaba una fracción de un centavo, entre 0.0030 y 0.0038 dólares. Casi de inmediato, el álbum se convirtió en un éxito durmiente y alcanzó la impresionante cantidad de 5.5 millones de escuchas. Esto significó para la banda unos 20.000 dólares antes de que Spotify retirara el álbum de la plataforma por violar las reglas o los términos de servicio de la compañía.
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Spotify tiene un valor aproximado de 25 mil millones de dólares, con más de 100 millones de suscriptores pagos (de 217 millones de usuarios mensuales activos), y alteró de modo fundamental la forma en que el mundo escucha música. Y, sin embargo, parece que la mejor manera para que una pequeña banda independiente gane dinero es mediante un truco viral.
Para los pocos que no lo usan, Spotify es una aplicación de transmisión de música por suscripción. También es un agente de datos de tecnología publicitaria que vende información sobre sus usuarios. Además, tiene todas las trampas (un generador de noticias, una “comunidad”) de una red social. Y su sistema de recomendación musical funciona como una estación de radio por Internet. Con todo eso en mente, es fácil confundirse: ¿pero qué más incluye Spotify?
Spotify Teardown: Inside the Black Box of Streaming Music (Spotify desmantelado, dentro de la caja negra de la transmisión de música), un nuevo libro escrito por un grupo de profesores e investigadores de las universidades de Estocolmo y Umeå (Maria Eriksson, Rasmus Fleischer, Anna Johansson, Pelle Snickars y Patrick Vonderau), intenta responder a esta pregunta . Es más complicado de lo que piensan.
El libro rastrea la historia de la empresa, hace una cronología de las numerosas rondas de financiación de Spotify. Por lo general, las nuevas empresas reciben financiación anticipada de los inversores a cambio de capital en la empresa. Es una mirada fascinante sobre las realidades financieras cuando se dirige una empresa de tecnología y las muchas formas en que se contorsiona su misión en su búsqueda de escala.
Spotify fue fundada en Estocolmo en 2006 por dos multimillonarios, Daniel Ek y Martin Lorentzon, que se conocieron después de cobrar en las empresas de tecnología publicitaria que fundaron, Advertigo y TradeDoubler, respectivamente. La idea era, como explicó Ek en 2009, dar legalmente a los usuarios “acceso a toda la música del mundo, gratis”. Al igual que Facebook y Google, ganaría dinero principalmente con la publicidad.
Música pirata
Contra el encuadre de Ek, Spotify comenzó como un software de red punto a punto para compartir no solo música sino todo tipo de archivos, incluidos videos e imágenes. Durante las pruebas beta, muchos de los archivos en los servidores de Spotify se descargaron originalmente de Pirate Bay, el motor de búsqueda de torrents utilizado popularmente para compartir ilegalmente archivos, lo que significa que “Spotify comenzó como un servicio pirata de facto”.
A medida que la compañía avanzó desde su fase beta inicial sólo por invitación, tuvo que pagar licencias de música para legalizarse, lo que requería una búsqueda constante y agresiva de fondos. Durante la última década se unió larga lista de inversores, incluidos Goldman Sachs, Coca-Cola, Digital Sky Technologies (una firma rusa que también invirtió 200 millones de dólares en Facebook) y Sean Parker (cofundador de Napster).
La necesidad de financiación, entonces, ayuda a explicar los muchos cambios que sufrió la compañía. Para continuar operando durante la crisis financiera de 2008 y 2009, que arrasó en gran medida con el mercado publicitario, Spotify complementó su modelo de negocio principalmente gratuito y basado en publicidad con suscripciones pagas. A medida que se expandió a los Estados Unidos, se convirtió por un tiempo en una plataforma social, se asoció con Facebook y transmitió los hábitos de escucha de los usuarios a sus amigos y enemigos. Para competir contra otras compañías de transmisión de música como Pandora, comenzó a priorizar sus algoritmos de recomendación, integrando características de los servicios de radio por Internet. Spotify ya no era solo una base de datos masiva de música, sino también un curador de experiencias musicales. En el camino, se convirtió en un agente de datos, recolectó información sobre sus usuarios y sus hábitos de escucha y vendió esos datos a sus socios.
El producto
En capítulos posteriores, los autores investigan cómo funciona el servicio desde un punto de vista técnico: cómo viaja un archivo a través de su ecosistema y cómo y dónde se recopilan los datos. Luego exploran las diferentes formas en que la música se empaqueta en el servicio, que incluye todo, desde la estética en blanco y negro de Spotify hasta la categorización de canciones de la compañía a través del género y el estado de ánimo. Concluyen el libro con una reflexión sobre la noción de lo que significa un servicio gratuito en la práctica. Como dice el ahora clásico aforismo web: si no pagás por el producto, el producto sos vos.
La palabra “teardown” (desmantelamiento) en el título se refiere a un proceso en el que un producto dado, por lo general algo envuelto en el misterio ocultista de una corporación, se diseca cuidadosamente y se observan y analizan todos sus componentes para que su funcionalidad, diseño, costo, verdadero propósito, etcétera, pueda entenderse mejor y sus demonios queden expuestos y exorcizados. Un desmantelamiento generalmente no está autorizado y viola los términos de servicio de una empresa. Existe una larga tradición de este tipo de actividad en la cultura de creadores/hackers, en la que los usuarios descubren cómo reparar o modificar sus productos electrónicos y liberar el software para eliminar las restricciones corporativas. Ocurre también en la defensa del consumidor, como cuando unos periodistas descubrieron que la Juicero, una máquina exprimidora con conectividad Wi-Fi que costaba 400 dólares, era esencialmente inútil. Los desmantelamientos se producen incluso en el mundo corporativo, como cuando Compaq hizo con éxito ingeniería inversa en el BIOS de IBM, es decir, descubrió la programación que gestiona las operaciones de entrada y salida en las computadoras, a principios de los años ochenta, lo que abrió el mercado de la PC.
De acuerdo con esta tradición, los autores de Spotify Teardown llevaron a cabo una serie de “intervenciones” (o experimentos no autorizados por la compañía) que se introdujeron y presionaron aspectos específicos del modelo tecnológico y comercial de Spotify. Para obtener más información sobre cómo los archivos de música se absorben en la plataforma, los investigadores crearon su propio sello discográfico y comenzaron a cargar “materiales de sonido oscuro” en el servicio. Esto incluyó grabaciones distorsionadas de anuncios que aparecieron originalmente en Spotify, en cierto sentido alimentándolo con su propio desperdicio. Los anuncios ilegibles fueron autorizados en el servicio sin ningún problema, a diferencia de ese álbum silencioso de Vulfpeck. (Como curiosidad, la composición experimental silenciosa de John Cage “4’33” se puede reproducir en Spotify).
Pagos
A través de este proceso, los investigadores revelan que los archivos de música no se cargan directamente a Spotify, sino a través de servicios de agregación de terceros que actúan como guardianes de la plataforma. Compañías como Record Union, RouteNote, CD Baby, TuneCore y Ditto Music hacen el trabajo sucio de gestión de derechos, cargando y categorizando música, y recaudando y pagando regalías. Conviene que los músicos pidan por adelantado sus honorarios o firmen un porcentaje de sus regalías futuras.
Para descubrir cómo se establecen los pagos de regalías (por ejemplo, qué cuenta como “escuchado”), los investigadores capacitaron a unos 300 bots para reproducir repetidamente sus canciones raras en Spotify. Este “experimento SpotiBot”, como lo llaman, descubrió que la plataforma realmente no controla el tráfico de bots, lo que les valió a los autores 6,28 dólares (Sin alarmas: nunca cobraron el cheque). No sin sorpresa, las intervenciones despertaron de vez en cuando la ira de Spotify. Los autores recibieron una carta del asesor legal de la compañía, exigiéndoles que cesaran cualquier acción que “violara los términos de uso de Spotify”.
Aunque el libro es increíblemente completo, si queda un área sin explorar, son las preocupantes consecuencias ambientales de la transmisión (streaming). Un estudio reciente realizado por la Universidad de Glasgow y la Universidad de Oslo descubrió que si bien la transmisión de música ha provocado una caída en los desechos plásticos, aumentó las emisiones de carbono. Los centros de datos de los que dependen los servicios de transmisión requieren una enorme cantidad de energía para operar. (Aunque en otoño se publicará un libro entero que amplía ese el estudio, Decomposed: The Political Ecology of Music –Descompuesto: La ecología política de la música–).
Si bien “Teardown” parece dirigirse principalmente a una audiencia académica –sus extensas exploraciones de procesos de investigación y diseño de experimentos no aplican el típico libro de tecnología pop de no ficción, pero sigue siendo muy legible. Nunca abruma con la jerga, y mucho de eso tiene bastante humor. En un momento, por ejemplo, los autores inventan una aplicación en broma llamada Songblocker. Sirve como un bloqueador inverso de anuncios inverso: silencia todo en Spotify excepto los “anuncios 100% increíbles”.
Más aún, fue necesario el rigor y la curiosidad con la que tratan su tema: porque Spotify transformó por completo la industria de la música, y para comprender realmente cómo y por qué requiere que se ilumine cada parte nebulosa de la compañía. Por un lado, ayudó a alterar de manera fundamental la economía de la distribución de música. En pocas palabras, Spotify utiliza un método de pago proporcional, en el que todo el dinero disponible se vierte en una gran pila y luego se divide entre los artistas en función de qué tan bien se desempeñan sus propias canciones. Este método tiende a favorecer las obras populares, que traen grandes porcentajes de oyentes.
Y eso es antes de tener en cuenta el porcentaje de esos pagos que las compañías discográficas se quedan para sí. Si bien el antiguo modelo de negocio de la industria de la música no era equitativo, como lo explicó Steve Albini, un músico independiente y adorablemente loco, en su famoso ensayo de 1993, (The Problem with Music) El problema con la música, al menos todavía era posible para los músicos que trabajaban ganarse la vida. Ahora consiguen fracciones de fracciones de fracciones de pagos. De ahí ese truco de Vulfpeck Sleepify.
Curador automático
Además, Spotify también cambió el modo en que las personas descubren música. Utiliza en gran medida una curación sin intervención humana, basada en datos con algoritmos patentados, y estos sistemas totalmente automatizados creados para economías de la atención son altamente engañables. Artistas misteriosos con nombres como Berngenulo Five y Bratte Night están invadiendo el servicio. Los bots, como los implementados por los autores de “Teardown”, pueden fácilmente inflar estadísticas de escucha. Y, como informó recientemente Pitchfork, el servicio es extremadamente propenso al fraude de transmisión.
Esto no quiere decir que el descubrimiento basado en algoritmos sea necesariamente malo. Consideremos la repentina popularidad de “Plastic Love” de la cantante japonesa Mariya Takeuchi (actualmente no disponible en Spotify), una joya pop de los años 80 que fue redescubierta en 2018, gracias a los estrambóticos caprichos del algoritmo de YouTube. Si bien YouTube tiene una tonelada de sus propios problemas (incluida la piratería musical desenfrenada, los videos perturbadores de los niños generados por computadora y el contenido político extremista), ha sido integral, en algunos casos, para ayudar a resurgir o dar brillo a artistas desconocidos u olvidados.
El problema está en la intención del descubrimiento algorítmico. En el caso de Spotify, su implementación no está impulsada por el altruismo de prestar atención que se merecen a músicos desconocidos y talentosos o para ayudarnos a encontrar un álbum que nos cambie la vida, sino principalmente para obtener ganancias a escala. Nos da más de lo que queremos, evitando la abrasividad potencial de lo nuevo con las comodidades aburridas y seguras de lo familiar, y nos sirve las versiones más blandas de nosotros mismos. Está diseñado para mantenernos escuchando a toda costa. Escuchando qué, no importa.
En última instancia, Spotify no es más que un patrón cultural. Posee un espacio, por el cual algunos de nosotros pagamos alquiler para acceder a nuestra música y los artistas pagan para que se escuche su música. Puede aumentar el alquiler y desalojar a los ocupantes por capricho. La música desaparece regularmente de la plataforma debido a disputas de licencias, lo que hace que pequeños fragmentos de cultura e historia de repente sean inaccesibles.
Ha creado otro medio a través del cual la publicidad puede invadir nuestras vidas. Nos espía, qué, cuándo y dónde escuchamos canciones, y luego vende sus anotaciones a las grandes marcas. Aquellos que no pagan una suscripción están sujetos a anuncios estridentes, transmitidos directamente a sus vidas entre sus canciones favoritas.
Cuando salió Spotify, recuerdo claramente haber asistido a una fiesta, irónicamente, organizada por un músico en quiebra, donde la lista de reproducción era interrumpida regularmente por fuertes anuncios de Pepsi. Los anuncios no se podían saltar y se pausaban si alguien intentaba bajar el volumen debajo de cierto nivel.
Fue impactante escuchar a una marca meterse de repente en un espacio que antes era íntimo, especialmente después de más de una década de escuchar música sin anuncios con MP3 y vinilo en lugar de la radio. De alguna manera hemos regresado a una versión deformada de lo que teníamos antes. Todo lo que se ha interrumpido es quién obtiene los beneficios de las grabaciones. Los músicos se quedan agitando una taza de propina.
Publicado en The Nation. Traducción: Pablo Makovsky.
Nota Bene: se respetaron todos los enlaces del original.