Mele Bruniard trabajó como artista en Rosario durante más de medio siglo. Hizo muestras individuales y colectivas, participó en el taller de Juan Grela, en la Agrupación de Grabadores Rosarinos y en el Grupo Taller, recibió premios y homenajes y dio clases de dibujo en la Escuela Superior de Artes Visuales durante más de treinta años. Esa actividad pública y reconocida tuvo otra faceta igualmente importante pero ignorada: la escritura practicada como reflexión, reelaboración de una historia de vida pensada en relación con el arte y en definitiva laboratorio de producción de la obra.
En silencio metamorfosear el mundo, el libro que publica Ivan Rosado, recupera esa dimensión oculta en la obra de Bruniard. Subtitulado Autobiografía y otros escritos, incluye una selección de textos fechados entre agosto de 1984 y noviembre de 2006, ilustraciones de obras, retratos y fotografías familiares y de catálogos. El libro es el resultado de un trabajo de varios años sobre el archivo de la artista y su aparición señala un acontecimiento para la cultura de Rosario, tan desprovista hoy de iniciativas editoriales, tan relegada en políticas de promoción, tan pobre en valoraciones de su propia historia.
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“En el curso que fue tomando la edición de este libro, realizamos una tarea de selección de escritos que apunta a un amplio espectro autobiográfico y a sentar palabra sobre su trayectoria artística en primera persona”, escriben Ana Wandzik, Érica Brasca y Maximiliano Masuelli en una nota preliminar. Recuerdos de infancia, ensayos, definiciones estéticas, sueños y cartas se suceden sobre el mismo trasfondo: la pasión por el grabado, entendido como un ritual que renueva antiguos procedimientos del arte y crea un mundo personal. “Cada texto cuenta algo de la vida y la obra de Mele Bruniard y cada uno de ellos se comporta, de alguna manera, como una autobiografía en sí, encadenándose con distintas facetas de una misma personalidad”, agregan los editores.
El título del libro proviene de un texto breve de Bruniard sobre el dibujo planteado como un lenguaje que produce mutaciones. Contra la idea común de que el paso de un lenguaje a otro puede darse a través de equivalencias, Bruniard habla de metamorfosis: un orden se convierte en otro, el pájaro en flor, el pez en sabandija, y en esas operaciones hay magia y hay ensoñación.
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Mele Bruniard nació en Reconquista en 1930 y murió en Rosario en 2020. “Mis primeros diez años en Reconquista se evidencian en mayor o menor grado a través de todas mis estampas”, anota en uno de los textos de En silencio metamorfosear el mundo. Esa etapa está clausurada por la muerte del padre, cuando ella tiene 10 años y se traslada a Rosario con su madre y sus hermanos.
Su memoria de la casa natal hacía foco en el jardín. En una entrevista que le hice para el suplemento Señales del diario La Capital recordó así el lugar:
Era un jardín de cuarto de manzana, con muchos árboles. Teníamos pomelos, mandarinas, naranjas, un granado enorme, gallinas, pavos, un mundo de animales. Yo recorría el jardín, tomaba las hojas, las pelaba. Contra la calle había una alambrada y teníamos ligustro cerrando el jardín. Me quedaba la hoja de ligustro pelada, con todos los nervios, parecía un arbolito. Muchos años después, en un cuadro de Magritte, con tres árboles, los troncos desnudos, vi mis arbolitos de chica. Entonces era mirar todo: la forma de la rosa, de las flores, las estrellas federales. Era un país encantado. Todo eso se incorporó a mí.
Bruniard solía contar que a los cinco años, en una excursión al río Paraná con su padre, vio un yacaré con la enorme boca abierta y que esa imagen fue imborrable. Los textos rearman ahora el escenario de la experiencia: la primera infancia se configura como revelación del mundo animal y vegetal que más tarde resurge en las xilografías y los dibujos. El arte se inscribe a la vez con la impresión que produce el retrato del bisabuelo Pedro Pascual Bruniard realizado por Josefa Díaz y Clucellas, que ella descubre en la casa de unas tías en Santa Fe y la acompaña a lo largo de su vida como una figura tutelar.
“Mi técnica carece de misterios y de secretos”, afirma Bruniard. Pero el proceso transcurre dentro de cierta reserva. Empieza a dibujar y a escribir en cuadernos; son cuadernos cuadriculados, algunos de los cuales pueden verse en la muestra que se exhibe en el Museo Castagnino. A veces, en esa etapa inicial, no hace nada con los cuadernos: los mira en una librería, los toca, recorre las hojas y se va sin comprar nada. Y atesora cajas de lápices, no siempre para darles un uso inmediato: las guarda, las tiene a mano mucho antes de desplegarlas en la mesa de trabajo, de poner los lápices en tarros, en recipientes cilíndricos, en frascos de vidrio.
Las metamorfosis de Mele Bruniard suelen producirse como efectos del recuerdo y del sueño. En el desvelo nocturno, según cuenta, el sueño se confunde con la vigilia y produce visiones fantásticas: “Siento que comienzo a abrir puertas y que entro en habitaciones habitadas por distintas personas, no todas conocidas. En general me ignoran. Me siento ausente, como desmaterializada, ingrávida. También están en ellas muertos: padres, tíos, primas, amigas y amigos que se fueron hace muchos años y no tanto”. En otra noche de insomnio regresa a la casa de una tía en Reconquista, “y voy de pieza en pieza, de habitación en habitación, y a veces están vacías, opacas, muertas y otras rebosan de personas generalmente desconocidas”.
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La infancia en Reconquista se reitera como materia de las metamorfosis, por ejemplo en la serie Álbum familiar. Pero la reinvención a través del arte se impone al apego nostálgico por el lugar del origen. Bruniard encuentra así decepcionante la visita “después de muchos años” a la ciudad donde pasó la infancia; quiere recorrer las calles, dice, para comprobar que el pasado no fue un sueño, pero precisamente lo que rescata del viaje es la posibilidad de que el recuerdo se transforme en otra vivencia imaginaria. En el regreso experimenta “el deseo intacto” de ver llegar de nuevo al tren en la estación, cierra los ojos y está por un instante entre los brazos de su padre; al volver al presente, lo que observa le parece una fotografía deslucida, con “mucha tristeza y olvido”, y no quiere volver a la casa de la infancia porque el jardín en el que creció ha desaparecido.
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En 2018 Ana Wandzik empezó a trabajar en el ordenamiento de los papeles de Mele Bruniard por pedido de Eduardo Serón, el esposo de la artista. El material era heterogéneo: incluía textos propios y ajenos, fotografías, currículums, catálogos, notas periodísticas. De ese conjunto salieron unos 350 escritos de Bruniard, que Wandzik y Maximiliano Masuelli pasaron a tipeo.
“Había textos literarios, cuentos, sueños, notas biográficas. Escritos inéditos en su mayoría, fuera de algún fragmento publicado en catálogos. Cuando hay tanto material la pregunta es por dónde empezar, cómo elegir”, cuenta Maxi Masuelli.
El criterio de selección apuntó por un lado a rescatar “textos vivenciales muy relacionados con la plástica, con el mundo que Mele llevaba a las estampas” y a la vez proyectar la perspectiva de la colección Maravillosa energía universal, donde se publicaría el libro. La colección tiene ya más de cincuenta títulos, entre ellos libros de Juan Grela, Orlando Belloni, Claudia Del Río y Fernanda Laguna, “textos de artistas que ponen en palabra la práctica”, como el que asomaba entre los papeles de Bruniard.
“Hemos trabajado con otros archivos. Algunos están más ordenados, en otros tenemos que buscar las formas y el tiempo para entrar. También cuentan las necesidades de cada edición. Mele no tenía una carpeta ya preparada para publicar como pudo ser el caso de Francisco Gandolfo y el libro Versos de un jubilado”, dice Masuelli.
Se trata de “escuchar al artista con su voz, tener otra mirada sobre las obras”. El archivo reabre entonces la producción de Bruniard: “El dibujo se mostró mucho en los primeros años pero después se convirtió en un secreto. La xilografía era el medio donde más cómoda estaba y donde tenía un prestigio muy alto. Pero en sus cuadernos de hoja cuadriculada vimos que aparecía una artista más diversa e intensa”.
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La casa natal tiene su eje en el jardín, y el jardín se condensa en una planta de damascos, “mi damasca” la llama Bruniard. Cuando vuelve a Reconquista y no quiere entrar a la que fue su casa, sabe que la planta ya no está en el lugar. Pero se la ha llevado, la reproduce en sus grabados, la convierte en cada árbol que dibuja, en el sol que representa como uno de los motivos principales de su obra.
“Hace tiempo que dibujo en la memoria sus frutos y sus flores”, escribe Bruniard. La damasca es su alter ego; la sombra del árbol la protege, su savia la nutre y todavía puede observarla junto a la galería, blanca de flores como copos de nieve en primavera, cubierta de hojas en otoño después de dar sus frutos, aunque no haya galería ni casa.
La damasca vive en una metamorfosis incesante: “Ella es un árbol que no cesa de crecer y de extenderse pero siempre es igual y siempre distinta”. La damasca se convierte en Sol en la serie de estampas que Bruniard comienza a producir hacia 1965. La damasca contiene signos para interpretar: las raíces sugieren la profundidad, lo oscuro; el tronco, “el plano humano”, la protección; las ramas se alargan “hacia las esferas celestes penetrando en la luz cósmica del infinito”.
El mundo y sus representaciones a través del lenguaje y las imágenes son los objetos de la metamorfosis. Bruniard cuenta que uno de sus primeros proyectos fue realizar el diccionario en imágenes. No subordinarse al lenguaje verbal sino “dar vida en pequeños tacos de palo blanco a los sustantivos”. En el alfabeto personal las letras tienen forma de casas en razón de otra revelación onírica: la torre de la T tiene ventanas “y una azotea de baldosas blancas y negras”; la Z, una escalera de mármol rojo brillante; la L, una tienda con departamentos adosados; la I, una chimenea solitaria, recuerdo de una fábrica de pan.
En 1955 los Cuentos de amor, locura y muerte de Horacio Quiroga se transforman en treinta y seis viñetas; Bruniard toma la primera letra de cada cuento, como si el libro fuera un acróstico. En 1957 figura a Gregorio Samsa, el personaje de Kafka, justamente una expresión de la metamorfosis que asocia lo animal y lo humano, el día y la noche, el sueño y la pesadilla, “graficando a pluma y pincel su menuda monumentalidad hasta reducirla y esquematizarla en una madera de palo blanco”. Este plano de contrastes múltiples es el orden de la xilografía para Bruniard, entre el blanco y el negro, el Sol y la Luna, el alba y la noche, los perros y los gatos.
Las palabras le faltan, dice; tiene que inventarlas. En Poema (1978) es posible leer un texto, aunque la representación trama las palabras como un bloque con las imágenes; Poema total (1980) puede verse como una nueva versión de la misma xilografía, donde Bruniard abstrae los sustantivos de la anterior (sol, hombre, luna, mujer, semilla, flor, fruto, estrella, amor) ya sin conectores; Jeroglífico (1988), hermosa xilografía a color, hace honor al título al asociar números, letras, flechas e iconos del mundo vegetal y animal; Manuscrito encontrado en Reconquista (1989) trama otro texto hermético con palabras sueltas y letras entre números, flechas, imágenes de insectos y del Sol y la Luna.
Sueña con Borges y con un lenguaje que fusiona los números y los sustantivos. El 19 es coleópteros; el 4, quelonios; el 1, univalvo. En este caso la correspondencia entre las series está fundada en la imagen. “En los últimos años las palabras se volvieron herméticas y pasaron a ser un secreto”, advierte Bruniard. Iskay Hatún (1992) reelabora la visión del yacaré en la infancia en un saurio con la cola enrollada en su cola que lleva sobre el lomo esas palabras del maya-quiché (“Dos grandes”).
“Escribo largas misivas, frases y oraciones, escribo sin ton ni son. Escribo y las palabras se suceden en torbellino, en forma apresurada, de manera tal que no me dan respiro, a borbotones, sin pausas”, anota Bruniard.
“Al archivo lo cura, lo edita, lo ordena y lo hace ser su propia materia. Esto nos dio la primera pauta para pensar que un libro de textos de Mele Bruniard era un proyecto coherente con el deseo de conocerla un poco más”, escriben los editores de En silencio metamorfosear el mundo.
“Las categorías de ordenamiento las dicta el propio material”, explica Ana Wandzik, y se remite a la experiencia con los papeles de Bruniard: “Fue un poco azarosa la forma en que carpetas, cajas y bolsas que me traía Eduardo. Estaba la paciencia de armar pilas que el propio contenido hacía crecer o decrecer, reunirse bajo un nuevo nombre”.
Pero hay que ordenar, clasificar, tipear y también editar. “Si bien uno puede hacer los dos trabajos a la vez, y efectivamente los hace, el archivo y la edición son instancias distintas. Uno puede vislumbrar el foco cuando tiene el panorama completo”, dice Wandzik. De los papeles desordenados al libro que reconstruye su estética y su biografía, Mele Bruniard produce otra metamorfosis para admirar. En silencio, como requiere su técnica.