En junio de 1976 un periodista de Siete días entrevista a Juan L. Ortiz en su casa de Paraná. La nota se publica al mes siguiente y contiene los tópicos que se hicieron más o menos habituales en los abordajes periodísticos del poeta entrerriano: las boquillas exóticas que usa para fumar, su aislamiento, el modo en que dedicó la vida a la poesía. En esa deriva surge al pasar un recuerdo de su nieta: «Una vez —dice Ortiz— estábamos con Paco Urondo, aquí en el jardín, y arrancamos unas flores para regalarle a Gerarda [Irazusta, su esposa]. Pero cuando nos descuidamos, la chiquita estaba enterrando de nuevo las florcitas en la tierra. Ella restituía el orden natural que nosotros habíamos violado».

Urondo había transcripto aquel episodio en «Sabiduría de intemperie» (Panorama, septiembre de 1970):

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Allí [en Gualeguay] nacerá su nieta que motivará algunos poe­mas recientes —«perdón por la beatería»—; Juan L. arranca una flor en el parque y le dice: «Tome m’hijita, llévesela a su abuelita». La niña —«con la sensibilidad normal de una chica; no digo natural porque los chicos son extraordinarios»— hace como que se va pero trata de reintegrar cuando no la miran, de enterrar esas flores en el lugar en que estaban: «restituir a la naturaleza, mire usted, el orden ese que yo había violado al arrancar esas florcitas».

Ortiz cuenta esa historia como una especie de ejemplo del sentido de observación de los niños, que debería ser, dice, el de los poetas, «ese poder de mirar con cierta virginidad y sorpre­sa, de mirar más allá de las cosas» y apreciar así que «el sentido de relación está en todas las cosas vivientes». La diferencia entre ambos relatos es mínima, pero significativa: Urondo se retrae de la escena y la cuenta como algo de Juan L. y su nieta; Ortiz lo incorpora, lo hace parte de su sorpresa y de la revela­ción que acontece ante el gesto de la niña, lo hace aparecer.

Seis años después, de acuerdo al texto de la entrevista, Ortiz recuerda el episodio de modo aparentemente casual, cuando el periodista le pregunta si le agradan los niños. Pero es probable que lo haya tenido especialmente en cuenta por­que en esos días, el 17 de junio de 1976, un comando policial había asesinado a Urondo en Mendoza. La noticia se publica en los diarios con la retórica con que la dictadura militar disfraza sus crímenes, las malversaciones de lo que Walsh llamó el discurso de la muerte: «Abatieron en Mendoza a un delincuente subversivo. Usó como escudo a un niño. Planea­ban atacar una comisaría».

La conversación sigue y, como cierre, el periodista le hace una pregunta que ya le había hecho Urondo prácticamente en los mismos términos, a saber, si temía ser absorbido por la cultura oficial. En la entrevista publicada en La opinión, Ortiz contesta de modo algo desvaído, o por lo menos así lo refiere el texto: «Esto sería muy grave. De ningún modo, de ningún modo: llegar a lo que han llegado amigos que aprecio mucho. Sería echar a perder todo». En la de Siete días adquie­re otro acento: «Esa sería una de las desgracias más grandes. Por mí no, sino por la poesía misma; por el hecho de conver­tir en algo de valor legal algo que de por sí no lo es. Porque de esto no me caben dudas: la poesía es ilegal». En esa respuesta está también el recuerdo de Urondo, llamado Ortiz en sus últimos días.

La poesía es ilegal en el país sometido a la dictadura desde el momento en que uno de sus grandes poetas cae asesinado en nombre de los valores de la cultura occidental y cristiana. Urondo ya había sacrificado su nombre, se había volcado a la acción revolucionaria como un militante más. Quería que sus compañeros lo valoraran como tal y no como el escritor que había sido, que seguía siendo, y efectivamente muchos de los que compartieron sus tareas de militancia ignoraron su historia o la tomaron como un dato sin mayor impor­tancia. Si la literatura y el periodismo se convierten en una pantalla, la relación se invierte a partir del momento en que la militancia de Urondo se vuelve pública. «Paco escribió hasta último momento», dice Juan Gelman, y de eso muy pocos estuvieron al tanto.

La dictadura borró su nombre en comunicados de prensa siniestros y trató de convertirlo en un desaparecido. El ori­ginal de Cuentos de batalla, un libro terminado y confiado a un compañero, se extravió en la vorágine de las persecu­ciones. Pero cuando el poeta parece perderse bajo el rótulo de subversivo, de «escritor marxista», como lo denomina la revista Gente en uno de sus periódicos índex, Juan L. Ortiz lo hace presente. Urondo lo había reconocido como uno de sus modelos, como parte decisiva de la tradición poética que reivindicaba, había llevado su nombre, y Ortiz devuel­ve el gesto, lo integra a la misma tradición y hasta parece atisbar más allá, porque la historia de la nieta y el gesto de reintegrar la flor a la tierra es también una especie de alegoría sobre un orden trastocado que algún día habrá de reconstruirse, un estado de cosas en el cual Urondo habrá de recuperar su lugar.

De Urondo podría decirse lo que él mismo dijo de García Lorca. También él fue un hombre con capacidad de tentación, también él se tentó con los frutos prohibidos, con el riesgo y sobre todo, de principio a fin de su vida, con la poesía. Como escribió acerca de Javier Heraud, su obra no necesita de otras connotaciones, ha adquirido autonomía de vuelo. Y así como «la presencia actual de Lorca no reside en su trágico fin sino en su poesía» y significa «el deseo de que nada termine, de que la vida salve todas sus excelencias», la presencia de Urondo consiste en una obra que recomienza a partir del rescate de Ortiz y desde entonces se rearma y prolifera a través de sus múltiples ediciones y de las lecturas que la reabren. Incluso a pesar de las negaciones, como la expulsión a que lo somete Raúl Gustavo Aguirre de la compilación El movimiento Poesía Buenos Aires (1950–1960). Literatura argentina de vanguardia (1979). «Debió ser doloroso borrar el nombre de Urondo y hacerlo desaparecer de la historia de la publicación, como si no hubiera existido o como si hubiera tenido un papel menor, aun cuando la antología asegura incluir el listado completo de sus colaboradores», observa Luciana Del Gizzo en un artículo sobre el director de Poesía Buenos Aires [el subrayado es mío]. La censura confirma lo que dice Ortiz: la poesía es ilegal, y ahora no tiene lugar en la historia.

«El Ortiz de Urondo —dice Daniel García Helder— es un jordanista que alterna con los sobrevivientes de Caseros y de la guerra del Paraguay, es un preso ocasional de la Libertadora, un revolucionario que cita a Mao y, mate en mano, parafrasea a Guevara, que se prende de noche a su radio transocéanica…». Un Ortiz que representa los intere­ses de Urondo y de los años 70. Sin embargo, esta selección de rasgos no está sobreimpuesta, el retrato no desconoce al modelo en la composición sino que, al contrario, recoge líneas insistentes en su discurso, como se puede apreciar en la serie de entrevistas que Juan L. concede a partir de la publicación de En el aura del sauce. «Poesía y revolución son dos cosas paralelas —declara por caso Ortiz en agosto de 1971.

Casi me animaría a decir que son una misma cosa: una es la creación colectiva y otra la creación individual». ¿Y el hecho de hacer pública la memoria de Urondo en medio de la represión no es acaso un acto de valentía, una reivindicación, cuando otros prefieren desconocerlo inclu­so años después, porque el miedo es más fuerte que los sen­timientos y la hermandad tantas veces proclamada, como muestra la omisión deliberada de Raúl Gustavo Aguirre? Más importante aún, Ortiz es la referencia de toda la vida de Urondo, está entre sus primeras lecturas, en los pun­tos de viraje de su poética —como indica la dedicatoria de «Arijón», poema en el que reconoce y establece una serie de mojones en una zona del Litoral y de su propia historia per­sonal, «la trama que va de una punta a la otra del paisaje/ de un vínculo a otro de la juventud»— y de su pensamiento —el concepto de «sabiduría de intemperie»— y, finalmente, en el centro de la tradición poética que Urondo construye a través de ensayos, artículos y reseñas.

La sabiduría de intemperie se opone según Urondo al conocimiento cartesiano. El poeta establece una relación sensible con el mundo, más intensa y profunda, por la cual percibe y está alerta ante lo que no es directamente visible, a lo que existe más allá o más acá de las cosas cotidianas. Pero parte de esa agudeza es la conciencia del dolor inherente a la existencia humana, de la injusticia del orden social. En la entrevista que Urondo publica en Panorama, Ortiz expone ese saber y lee un poema, lo canta «con su voz delgada». El artículo no dice de qué poema se trata, solo consigna una explicación de Juan L. previa a la lectura:

—Este poema es un poema largo donde se complica la luz con la sombra, la vida con la muerte. Y ya me metí otra vez en otro lado, como si mirara la luz del otro lado; es larguísimo este poema y, desde luego, alude también a cosas inmediatas que, de ningún modo, podía soslayar. La verdad es que al meterme del otro lado tenía una sensación abisal o abismal.

El poema puede haber sido «¿Por qué?», un poema efectiva­mente largo de La orilla que se abisma, entonces inédito, que se abre con una interrogación en torno a «la sombra del tiem­po». Urondo transcribe a continuación un verso: «hundir has­ta su inversión las raíces de la despedida». Y una nueva expli­cación de Ortiz: «la inversión; la mano que pide, que clama, es como una raíz invertida». En «¿Por qué?» irrumpe esa imagen de las manos «que a nuestro lado piden/ y se quedan», pero el verso en cuestión, el de la cita de Urondo, no se encuentra allí sino en «La niña…», uno de los poemas (más bien breve) que se conservaron del hipotético cuarto tomo de En el aura del sauce, que Ortiz no llegó a cerrar o que se extravió.

Tal vez Ortiz leyó ambos poemas y Urondo asocia la referencia de uno con el pasaje de otro. La cita, y eso es lo más importante, cambia el verso y en esa modificación habla menos de quien lee el poema que de quien lo escucha. Puede ser una errata un poco forzada, hasta obligada podría decir­se, por el procedimiento de extraer unas palabras de una construcción extensa y muy compleja: Urondo entresaca la cita —o más bien la retiene, la memoriza— de una frase que se despliega a través de veintiséis versos. Textualmente, el verso de Ortiz dice «hundir hasta su inversión en las raíces de las despedidas» y refiere al movimiento evanescente de las manos de la niña. «Las flores de los árboles del parque, en el momento de su agonía, devienen figura del dolor humano. Pero la forma del árbol se proyecta, también, en la represen­tación de ese dolor, que aparece como raíces extendidas», anota Sergio Delgado a propósito de «¿Por qué?». Las manos que piden son raíces invertidas. Pero el verso que transcribe Urondo tiene otro sentido.

Hundir hasta su inversión las raíces de la despedida es entonces una creación de Urondo, o en todo caso un verso en colaboración con Ortiz. Quizá porque le resuena espe­cialmente la imagen —«la mano que pide, que clama»—, o porque le recuerda un poema propio, «Hoy un juramento», donde dice a sus hijos que no hay que entristecerse por las despedidas, «porque hay otra partida, otra cosa,/ digamos,/ donde nada,/ nada/ está resuelto». Ortiz habla de las manos de los niños, como imagen del dolor; Urondo, de las despedi­das y también de las partidas no ya como acción de irse sino de juego, de apuesta, de historia abierta. La partida, además, designa al grupo de personas en armas, a la vanguardia, y es la palabra que se acerca a lo que quiere definir y todavía no está claro: «otra cosa,/ digamos». También la entonación es diferente, porque lo que en Ortiz se afirma de modo tentati­vo, en Urondo resulta una propuesta, tiene algo imperativo.

Invertir la despedida es conjurar la pérdida, la separación, relativizar lo que pueda haber en ella de irreparable; en el mismo sentido, unas líneas antes de la cita, Urondo observa que en Juan L. «no hay desesperación frente a la muerte» y el comentario remite a una reflexión propia, que puede seguir­se en otros textos de la época.

Ortiz muere en la noche del 2 de septiembre de 1978 en su casa de Paraná. «Se aproximaba a la muerte sin sobresaltos, como si ese cambio de estado debiera hacerse suavemen­te, sin estridencias ni lamentaciones», dice Hugo Gola. Un amigo que lo acompaña en ese trance refiere las últimas palabras del poeta entrerriano: «Se recostó por un momento y luego, haciendo un último esfuerzo, se levantó de su cama para, con su cortesía acostumbrada, despedirse de los ami­gos ausentes. “Bueno, Paco”, dijo…».

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Fragmento del libro Francisco Urondo. La exigencia de lo imposible, publicado este año por la editorial de la Universidad Nacional del Litoral.

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Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

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