“Amigo corsario estamos en Rosario”
Cachilo

La primera imagen que tengo de un transa hoy resulta ingenua, inverosímil. Era un flaco de cuarenta años, tranquilo, medio vago, amigo de la noche pero poco del trabajo, que un día se puso a vender. Andaba en ojotas, jogging y camisa abierta. Vivía a la vuelta de la hoy demolida estación Sorrento, en la parte proletaria de la zona norte, y nunca parecía calentarse por nada. Le decían Pachorra y vendía fasos armados a $1. Año 2002. Parábamos en la placita de la vuelta y los más grandes le golpeaban la puerta y le compraban.

—Tuve que llamar varias veces, no me atendía. Está perseguido porque le entraron a la casa y lo cagaron a palo –dijo una tarde uno de los pibes; y al tiempo Pachorra dejó de vender. Todavía, a quien vendía lo llamaban puntero.

“Ese que va ahí fue el primero en vender falopa en mi barrio”, se escuchaba a veces. Se trataba de tipos pesados que se arriesgaron, a principios del ochenta, hicieron la movida y bajaron pala y faso en las barriadas. Como el Gitano de Empalme Graneros. Solían caer. Si eran vivos hacían cierta diferencia de plata. No mucha. También estaba la gente de la noche, vinculada al rock o a los boliches; y estaban los que viajaban y volvían con un paquete.

Había muchos aventureros que hacían tranzas de faso, pastillas o merca. En un bar, en un boliche, en cualquiera de las canchas de la ciudad. Durante años, el Japonés vendió en el club Argentino. Nunca arregló con la policía. Hacía su movida en la tribuna y ya. En la esquina, después de los partidos, dejaba las bochas de faso escondidas en un árbol. El turco, miembro de esa misma hinchada, se alejaba de la zona del club y se instalaba en los recovecos del bajo, donde estaba el ambiente rockero e intelectual. Iba de bar en bar. Tenía su clientela.

Estos tipos se convertían en personajes que practicaban formas casi artesanales de comercialización y eran, a veces, un poco soñadores, un poco rebeldes y un poco aventureros. A fines del noventa y principios del dos mil, uno a uno, abandonaron la calle y no hubo quien los reemplace. Cuando los conocí estaban prácticamente retirados. El negocio cambiaba. Aún está el que vende para bancarse el vicio o el dealer que anda por su cuenta, sin embargo, la historia es otra.

***

Durante muchos años no consumí nada, pero andaba todo el día por ahí, rodeado de gente que se aventuraba en el viaje o que intentaba bajarse. Tengo amigos golpeados por la cocaína y amigos suicidas que encontraron en ella el vehículo perfecto para lograr morir a su manera. Uno de ellos ya lo consiguió y otro lo consigue en cualquier momento.

Un viejo metalero, a quien veía en la cancha de Argentino o en el kiosco de la esquina, una tarde nos contó que salía de estar en el hospital Alberdi. La había pasado mal. Se había intoxicado con una cocaína de pésima calidad. Hacía quince años que tomaba y nunca había vivido algo así:

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—Le hicieron un estudio a la merca, tenía demasiado veneno para ratas –contó.

En esos mismos días habían quemado una casilla en barrio Flamarión, en el sur de Rosario, porque su dueño cortaba la merca con veneno y eso había matado a uno de sus clientes. Fue en el invierno del 2006. Estábamos con una amiga de la secundaria caminando por las vías y nos encontramos con el fuego, las corridas, los insultos y los disparos al aire.

La cocaína que se vendía en los noventa y que llegó a todos los barrios, rincones, esquinas o sucuchos de la ciudad, había sido reemplazada por cortes baratos. Y dependiendo del poder adquisitivo, como todo en la vida capitalista, se conseguía de mayor o menor calidad.

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Unos años después, se instaló la alita de mosca y enloqueció a todos. Pegaba. Era polenta. Por entonces circulaba muchísimo una merca horrible, rebajada con medicamentos picados o pastillas. No pegaba. Daba sueño. Si estabas medio en pedo, a veces, en vez de levantarte, te dejaba más perdido. Por eso decían que esa merca era pura pastilla, que te regalaba un toque de mareo y nada más. Salía diez pesos la bolsita.

Y la alita, la famosa alita, te dejaba enchufadísimo. Todos los pibes hablaban de la alita. Buscaban alita y enloquecían por la alita. Era más cara. Se tomó tanto en las esquinas y los boliches que hoy hasta me molesta renombrarla.

—Eso no es alita –se enojaban los viejos. Se le decía así porque era tornasolada, como el ala de una mosca, la usaban mucho los peluqueros, por ejemplo. Te dabas un toque y ya está. Era liviana y te dejaba liviano. No como ahora, que los pendejos quedan re locos, aceleradísimos, enloquecidos.

Ya era la época de los búnkers. Se armaban colas de cincuenta metros a plena luz del día. Adentro había menores encerrados y ¡zas!… magia, nadie denunciaba nada. Funcionó durante años. Vendían la bolsita de diez o la alita. Recuerdo el que estaba en la zona de Washington y la vía. Le decían el Rapipago. Uno de los soldaditos del lugar había pintado en el frente, con aerosol, puterío mambo negro. El más famoso de estos puntos de venta era el de Refinería, por estar cerca del centro, pegado a las torres más modernas y caras que había (y aún hay) en la ciudad.

Después vino el escándalo mediático a nivel nacional. Y el negocio siguió, con búnkers y con delíveris. En la ciudad se había tomado y se había enloquecido, se había vuelto a tomar y se había vuelto a enloquecer. Se había matado y los barrios se ensangrentaron. El negocio sigue, intacto.

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Lo que pasó en ese tiempo, y lo que vino después, ya es conocido: muertes; asesinatos, ajustes de cuentas, tiros al boleo; lavado de guita, disputas por el territorio, negocio inmobiliario, extorsiones y amenazas, búnkers y delíveris, operaciones orquestadas desde la cárcel. A finales del 2011, en Empalme Graneros, mataron de treinta balazos a un pibe de dieciocho años que se había hecho fama de robabúnkers. Lo reventaron para que quede claro que se habían acabado los guapos y los aventureros. Conocí a uno que sobrevivió. Cuidaba coches por Pichincha. Andaba rengo por los balazos que le atravesaron la pierna derecha cuando intentó robarle a un tranza.

—Quería llevarme toda la merca, pero me hicieron mierda –contó. Tendría unos veinte años. Era un morocho flaco, despierto, atento con los vecinos. No pudo andar solo mucho tiempo. La cuadra en la que se había instalado la agarró una banda que arregló la zona con la policía y terminó vendiendo para ellos. Creo que aún sigue, adicto y atento, en el lugar donde solíamos cruzarnos.

En la calle se dicen muchas cosas. ¿Quién tiraba los fuegos artificiales que se escucharon estos últimos años, noche a noche, en los barrios de la ciudad? Los transas, para avisar que llegó el cargamento. ¿A quién respondían los taxis que llevaban en sus cuatro puertas calcomanías de la bandera de Francia, y qué función cumplían? Eran del referente de una de las hinchadas de la ciudad. Y eran exclusivamente delíveris de pala. Porque hay taxis cuya única función es llevar y traer.

El cabezón Aníbal, un viejo albañil correntino instalado en Rosario hace décadas, conocía la calle como nadie. Era amigo de chorros y transas, policías y vecinos. Cada vez que nos juntábamos en la zona de Sorrento y Circunvalación, me contaba lo que se había enterado.

En la época en que estaba prófugo Pájaro Cantero Padre, fundador de Los Monos, me dijo:

—Dicen que tiene la barba crecida, va disfrazado de ciruja, en un carro a caballo, anda por el oeste.

Un año después, salió a la luz el hecho tal cual lo había relatado Aníbal.

***

Ya se sabe que muchos chicos terminaron trabajando en los búnkers porque los transas los apretaron. Ese tipo de extorsiones las relata Martín Stoianovich en su libro Quien cavó estas tumbas. Otros se alistaron por plata, por no tener ninguna otra puerta abierta en el mundo o por el contagio del ejemplo.

Están los que se vuelven sicarios. Unos y otros son pibes que crecen en calles donde la vida es feroz. El mundo se encarga de decirles que no valen y, como uno es con los otros, así se sienten: la vida, en sí, no tiene valor. Los que hoy tienen más de treinta ya son vieja escuela. Tanto se habló de los narcos que estos al fin dijeron: “Acá estamos. Somos nosotros”. Hay al menos dos generaciones entrelazadas por este negocio que, en definitiva, es una forma de vivir y ver el mundo.

La última vez que estuve frente a un gatillador fue a fines del 2021. Era un flaquito de veinte, arrogante, carismático y generoso. Al sonreír dejaba ver un diente de oro. Tomaba champagne a las tres de la tarde y si nos quedábamos sin escabio sacaba un fajo de billetes y se encargaba de que busquen algo para tomar. Acababa de comprarle dos pares de zapatillas a su novia y se había comprado dos pares para él. Ganaba un montón de plata y la gastaba en ropa, en alcohol, en mujeres y en motos. Le decían Bebé por su carita de nene y hace unos días lo mataron a balazos.

Los primeros transas que conocí todavía eran románticos y quizás muchos pibes como el Bebé también lo sean –van sonriendo y engalanados a la muerte, y lo saben. Las escenas en las que viven son calcos siniestros de los videoclips de reggaetón: consumen a lo loco y ostentan permanentemente. Muchos sicarios están ya muy locos, fuera de sí. Todos matan sin chistar si el negocio lo pide; son ásperos con los vecinos de los barrios en los que se instalan y, si necesitan una casa para poner un búnker, la consiguen a balazos.

Pero el asunto es este: arriba de los soldaditos y los sicarios, de los narcos y los policías: ¿qué hay?, ¿quiénes están? ¿O vamos a pensar que estos matones –que más temprano que tarde terminan presos o enterrados– constituyen el último eslabón de un negocio millonario que crece día a día?

El problema es la forma completa de vivir. Por último: ¿Qué toman los pibitos, la gente de la calle, los laburantes y los desocupados? ¿Cómo es la merca postpandemia?

—En los noventa medio gramo de la boliviana salía cinco dólares. Los que hoy compran a cuatro mil el mogra deben tomar eso. Los que compran esas bolsitas de quinientos en los búnkers toman un químico hecho para vender porrones y cigarros –me dice Paola, que desde hace veinte años atiende el mismo kiosco en barrio Acindar. Siempre le gustó la noche pero está retirada. Supo tener de vecinos a unos transas que instalaron una cocina de merca ya desaparecida–. Lo que hoy se toma deja un nivel de adicción terrible. Al otro día se quieren suicidar todos de la depresión. En los noventa te dabas un puntín para la resaca y eras Maradona. Muy triste es todo esto, amigo. Muy triste como nos convirtieron en un país del tercer mundo.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Santiago Beretta

Nació en Rosario en 1989. Es periodista y escritor. Desde 2010 dirige y edita la revista Apología, con veintidós números editados y cuya propuesta es contar la vida cotidiana de Rosario a partir de crónicas, aguafuertes, relatos y entrevistas. Participó con notas de actualidad, crónicas, relatos y entrevistas en La Capital, El Ciudadano, Rosario Express, De […]

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