Marcelo Rubio* ha construido en su último libro El llovedor, una novela cuyo desarrollo es tan efectivo como el lenguaje utilizado. Trata sobre una sequía amenazante que se siente desde las primeras páginas y asolará en alguna parte de la pampa argentina, específicamente en el campo y su siembra. La absoluta soledad, el silencio, el desierto, el monte en plena vegetación sin lluvia, los animales resecos y todas las palabras parecen ser parte de la sequía. En ese punto, el primer protagonista será el clima, la espera ansiosa de la lluvia y la desesperación de los pobladores vecinos del campo que comenzarán a reunirse en el pueblo para contratar a un llovedor.
El libro cuenta con un trabajo de frases y palabras muy acertadas, digamos de una factura perfecta colocada en el lugar indicado. En algunos párrafos hay frases que obligan a una relectura. Se trata de aciertos, de remates o aforismos y de cierta filosofía inmersa en la atmósfera del relato. Por ejemplo, en el inicio del capítulo 14, en la segunda oración del primer párrafo leeremos: “La alegría jamás tiene la intensidad y la persistencia de la tristeza”, cuando habitualmente suele esperarse este tipo de remates en el final de un largo párrafo. Es una frase adquirida, acuñada por el escritor, pensada a lo mejor por un buen tiempo para ubicarla en esa parte específica de la novela. Esa frase se encuentra en la altura de la página 45 y de la historia sabemos lo justo porque Marcelo irá dosificando los datos para lograr la atención del lector, cuya tensión cerrará en el último capítulo que no sería cuando se devele toda la historia. Cierta esperanza de que algo más irá a pasar es el resultado, eso que queda a disposición del lector para que lo resuelva: pero si ya está resuelto, pero no del todo. Ese punto, el de querer seguir leyendo, de ilusionarse que algo más podrá pasar o que otro nuevo libro de Marcelo, estará en camino para continuar leyéndolo a través de nuevas historias.
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El Llovedor fue editado por También el caracol, editorial que dirige el samurái Miguel Sardegna, el especialista en literatura japonesa que administra las publicaciones con cuidada salud de distribución y calidad. En el año 2019 ya había apostado por Marcelo, publicándole la novela corta El cristo roto, en cuya obra, a través de cierto juego con el género fantástico, anticipa de alguna forma a El llovedor. Pero aquí cala más hondo en lo sobrenatural, con atmósferas llenas de imágenes que el autor ambientará mostrando cómo viven sus pobladores, vecinos de Elba. O que también la misma Elba quizás tenga algún poder que le ronda el aura y lo evita y que sólo en la lectura uno lo podrá ir develando.
Elba será al fin la heroína de la novela; toda su vida ha sido signada por las desgracias del clima y de la muerte. Elba, que “creció entre pocas palabras, con los dedos hechos música”, según escribe Marcelo, es una mujer que queda sola en el campo tras la muerte de su marido. Las frustradas intentonas de tener un hijo juntos, las esperanzas que otorga el campo de forma continua y el paso de los años fueron los resultados de quedar solos mirándose el uno al otro en las largas noches del silencio de la estepa pampeana. Ahora está viuda, hay una enorme sequía y todo su capital es un piano, herencia de su madre y que Elba supo tocar muy bien, a veces acompañada por un cura.
Pero los animales abundan en la novela y jugarán papeles determinantes. Gracias a una gallina, Elba encuentra dinero revolviendo lo que el Arnaldo, su marido muerto, le dejó escondido en la tierra y que pareciera haber más por todos los rincones de la casa y del campo incluido el galpón. Con algo de ese dinero va hasta el pueblo en su carro. “En el camino el polvo se levantaba quejoso de abandonar su quietud”, relata Marcelo. Elba fue a ver a una médium, a comprar pertrechos y a una reunión que se llevará a cabo con el llovedor.
Mientras tanto, en el transcurso de la novela, bajo una especie de soliloquio y en cursiva, se podrá saber algo del llovedor. Alguien que quiere volver a su casa en donde dejó a su mujer con su hijito recién nacido. De cierta característica aborigen, a lo mejor Tehuelche, este famoso llovedor asegurará en la reunión con los pobladores, traer la lluvia a la zona, pero no será barato. En esta parte hay un manejo acertado del decir, de las formas que habitan las expresiones del campo, del interior argentino y la justeza de la palabra que entra apretada en cada frase. No hay mucho de qué hablar, el campo lo dice todo con su paisaje, su sequía y el destino imposible del cual escaparse. Algunos pasajes se llenan de sudores, de gente oscura y pobre, de penumbras, colores sofocados, aire caliente, pobreza y uno de los pocos ricos será el bancario. Elba habla ante un ambiente machista, entre hombres que siempre dominaron las reuniones del pueblo y del campo. Es escuchada, es una mujer imponiéndose en una época que, si bien parece atemporal, es tiempo pasado y a la vez el tiempo de Elba, alguien que parece afrontar todo como si mañana fuera a pasar algo determinante y arriesgará todo.
Aparte del Arnaldo, el finado que sobrevuela por la obra como Pancho por su casa, incluso con algún tono simpático en el recuerdo de Elba, otros personajes como el bancario que merodeará en busca de créditos, compras de campos en ruina y pagos de deudas viejas o los Medina. También vecinos del campo de al lado; la tía de Elba, el primo, un cura besuquero, el piano, cierta mujer simpática y joven que a lo mejor anduvo con el Arnaldo, sólo sospechas; una enigmática mujer de nombre Anaelha, y gente que circula como puede alrededor de la obra que Marcelo va tramando como un Jenga: una especie de juego peligroso que puede desarmar todo con un solo palito que se caiga. Pero a la vez el lector, a través del simple paso de las páginas, lo podrá reamar como si retrocediera la película en las secuencias de la caída del mismo Jenga.
Dice Marcelo: “Me gustan los pueblos chicos porque permiten trabajar atmósferas chicas. Los universos grandes me aterran un poco, me confunden y no los disfruto. Por eso uso esos universos chiquitos breves, por ejemplo en Lo que trae la niebla, también es un pueblo perdido por allí y en La leyenda del santo volador, todo transcurre en una ciudad, pero dentro de una habitación, un pequeño jardín. Esos escenarios me permiten crear atmósferas que no sean agobiantes y que las salidas sean a través de la astucia del personaje y no de temas vinculados con tecnología. Por eso esta novela, El llovedor, está ubicada por el año 1850 más o menos. El pueblo podría ser cualquier localidad cercana a la zona de fortines de aquellos tiempos como Mercedes o Azul. Hay una referencia de una ciudad, pero no se habla específicamente de cuál es el pueblo que ni siquiera es un pueblo, es un poblado, un caserío. Es lo que me gusta de esos lugares y además porque he vivido un tiempo, allá por los 80, en Paso de los Libres, un pueblo de quince mil o veinte mil habitantes, en esas atmósferas en donde el chisme es en realidad la historia que se cree verdadera”.
Así escribe Marcelo: “Las moscas, esa apropiación de la vida del pueblo, parecieron durar semanas y en realidad solo fueron tres días. Lo que siguió no fue terminar con las moscas, ellas siguieron, en menor cantidad en un segundo plano. La vida continuó en ese intento por salir de las tristezas, no resultaba fácil. Era madrugada y un grito despertó a una parte del pueblo. Con los años, Elba, como tantos otros vecinos, se convencieron de haber escuchado aquel grito, aunque jamás lo oyeron. Fue en la casa de los Sullivan, una familia llegada desde Londres en busca del negocio del ganado y del oro. Los Sullivan habían alternado buenas y malas decisiones. Vivían en otra ciudad y tenían una casa en donde la señora buscaba, por sugerencia médica, mejores aires para reponerse tras la muerte de una de las mellizas”.
*Marcelo Rubio nació en Buenos Aires, en 1966. Es periodista y dirige el programa radial Kriminal Mambo en la radio AM 530, la radio de Madres de Plaza de Mayo, junto a Martín Ciancia Kawamichi entre otros. Publicó los libros de cuentos Fútbol sin tiempo, Nueve relatos atravesados en la garganta, La Strada y Bajo el signo de Eva, todos con la editorial Textos Intrusos. El largo viaje, libro de cuentos, editorial Omashu y publicó las novelas Lo que trae la niebla, con Indómita Luz Editora, El Cristo roto con la editorial También el caracol y La leyenda del santo volador con Omashu.