El 23 de octubre de 1982 la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos denunció el hallazgo de 88 fosas bajo la denominación NN en el cementerio de Grand Bourg, en la provincia de Buenos Aires. Al mes siguiente hubo más descubrimientos de inhumaciones clandestinas. Lo que había sido negado por la dictadura instaurada en 1976 comenzaba a salir a la luz pública y la cuestión de los desaparecidos, con el impacto de la derrota en la guerra de Malvinas, se convirtió en un argumento central en la impugnación del régimen militar.

Entre diciembre de 1983 y mayo de 1984 hubo denuncias sobre enterramientos clandestinos en más de cuarenta cementerios de todo el país. Los grandes medios de prensa, que habían comenzado a distanciarse de la dictadura después del fin de la guerra de Malvinas, dieron amplia difusión a las exhumaciones de tumbas, los testimonios de familiares de desaparecidos y de sobrevivientes y los informes de los organismos de derechos humanos.

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El “show del horror”, como se conoce a ese período del periodismo argentino, tuvo un espacio destacado en las páginas de la revista La Semana y se potenció a partir de una entrevista con el cabo Raúl David Vilariño y el título que el jefe de redacción Néstor Barreiro propuso en la tapa de la revista: “Yo secuestré, maté y vi torturar en la Escuela de Mecánica de la Armada”.

El impacto del titular, impreso sobre la foto de Vilariño delante de la Esma, no surgía solamente del contenido de la frase sino de su contexto: por primera vez un represor asumía la primera persona, reconocía crímenes perpetrados durante la dictadura y aportaba información sobre responsables y procedimientos del terrorismo de Estado.

Memorias de la redacción

La nota se publicó en el número 370 de La Semana, el 5 de enero de 1984, firmada por Ricardo Ibarlucía. Poco antes, el 22 de diciembre de 1983, se había reunido por primera vez la Conadep, Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, constituida por Raúl Alfonsín para investigar las violaciones a los derechos humanos durante el terrorismo de Estado.

Ingresé en La Semana en diciembre de 1983, días antes de la asunción de Alfonsín como presidente –cuenta Ricardo Ibarlucía en el bar de la estación de trenes Belgrano R, en Buenos Aires–. Hice el reportaje a Vilariño en la última semana de diciembre. En el interín me había ocupado de notas de derechos humanos, que manejaba directamente Jorge Fontevecchia [director editorial de La Semana] a partir de una relación con el CELS, el Centro de Estudios Legales y Sociales.

Desde mediados de 1982, La Semana y otros medios de la época publicaron notas sobre distintos personajes y aspectos de la represión ilegal. La denominación del “show del horror” alude al modo fragmentario y sensacionalista con que se difundieron entonces los testimonios de víctimas y las primeras exhumaciones en cementerios. En marzo de 1983 la revista fue allanada por la Policía Federal y clausurada unos días por “desprestigiar la imagen de las Fuerzas Armadas” y difundir “los argumentos más efectistas de la campañas de propaganda efectuadas en los últimos años por las organizaciones subversivas”, después de presentar en la tapa del número 328 a la modelo Gabriela Reston con la leyenda Yo soy modelo y mi tío [el general Llamil Reston] es el ministro del Interior, junto al anuncio de un dossier sobre el capitán de corbeta Alfredo Astiz.

Habría que poner las cosas muy en contexto cuando uno habla de notas como el reportaje a Vilariño –dice Alberto Amato, secretario de redacción de La Semana al momento de publicación de la nota–. Nosotros no sabíamos nada de lo que había pasado [con la represión ilegal]. Es conocida la historia de Hebe de Bonafini: cuando secuestran a sus hijos recorre las comisarías y los cuarteles para llevarles comida y frazadas. Nadie sabía realmente. Pero había alguna gente que sí sabía, porque visitaban el Batallón 601 de Inteligencia o la Esma, o porque ideológicamente estaban más con la dictadura que con lo que iba a venir.

Amato sostiene que el velo sobre la represión ilegal recién comenzó a descorrerse para el público y para la prensa con los primeros días de la presidencia de Alfonsín.

En 1978 me dijeron en Europa que en la Argentina había campos de concentración –relata, en el bar del Hotel Castelar, en el centro de Buenos Aires–. Pregunté en qué lugar y me dieron indicaciones. “Decime dónde, le pregunté a la persona que me dijo. «Aquí y aquí». Yo trabajaba en Gente, que era pro proceso militar y pro defensa de la dictadura. Cuando volví, un auto de Editorial Atlántida me fue a buscar a Ezeiza. Le pedí al chofer que me llevara a las direcciones que me habían pasado. Pero yo esperaba ver un campo de concentración como la imagen que uno podía tener de los campos nazis, con garita, guardias, alambrado. Pensé que a lo mejor la gente exageraba.

Ricardo Ibarlucía, en cambio, sabía de la represión por experiencia propia. Un primo había sido secuestrado por los militares y aún permanece desaparecido.

No hay una explicación para que en la redacción me hayan dado la entrevista con Vilariño –plantea–. O en todo caso hay dos: por un lado, era el nuevo, me lo tiraron; por otro, sabían que el tema derechos humanos me afectaba directamente y eran las notas que me interesaban.

Ibarlucía recuerda aquellos días “como una época de llamados extraños”. Las denuncias anónimas sobre desaparecidos y represores se volvieron frecuentes en la redacción. Pero el ex cabo de la Armada dio la cara desde el principio.

—¿Cómo ocurrió el encuentro de la revista con Vilariño?

—[Silencio] Pasó una cosa singular –responde Alberto Amato–. Llegó a la redacción y le dijo a la recepcionista algo así como “quiero hablar con un periodista, estuve en la Esma y quiero hablar”. La recepcionista llama a la secretaria de Fontevecchia y Fontevecchia me dice “Alberto, andá a ver qué quiere este tipo”. Así empezó todo. Y cuando voy Vilariño me dice que su vida corre peligro, que lo están buscando, que le tiraron un auto encima en Constitución. “¿Y acá quién lo mandó, cómo vino?”, le pregunto. “Bueno, yo vi las tapas de la revista”, contesta. Todo era muy raro, un cabo primero o segundo de la Armada analizaba las tapas de una revista y en función de eso decidía acudir a una editorial. “Dígame de qué quiere hablar”, le pido.

—Todo su discurso fue ése –agrega Ibarlucía–. Vilariño decía que quería confesar.

—Lo que se decide en ese momento es que le hacíamos una nota a Vilariño con una condición: declaraba e iba a la Justicia –dice Amato.

Previamente, el 26 de diciembre de 1983, Vilariño se había presentado en los Tribunales Federales para denunciar una serie de atentados de los que había escapado entre el 24 de diciembre y aquel día. Como no le tomaron la declaración, argumentó, decidió acudir a la prensa y eligió La Semana por el número dedicado a “la historia negra del general Camps”.

—Me confieso asesino y en la Justicia nadie me lleva el apunte –dijo Vilariño, asombrado.

En La Semana mostró la libreta de enrolamiento con su foto de cabo y las fechas de su ingreso y baja de la Marina y dijo que había integrado el grupo de tareas original de la Esma, el que fue convocado por Massera en 1975 y no el de “los advenedizos” como llamó a los que se incorporaron después del golpe. “Se decidió a hablar ante los periodistas, pensando que es la mejor manera de defender su vida. Y habló. Su confesión duró más de seis horas. Su testimonio, aterrador, es el relato más pormenorizado que existe hasta hoy sobre la forma en que actuaron los grupos paramilitares a las órdenes del contraalmirante Rubén Jacinto Chamorro”, editorializó la revista, bajo el título “La confesión de un asesino”.

—La nota la editó Néstor Barreiro y él escribió la introducción, mientras yo terminaba de desgrabar la entrevista –recuerda Ibarlucía–. No sabíamos qué era todo eso, pensábamos que podía ser una operación, algo que Barreiro sugirió en la introducción. Había sido muy rara la aparición de Vilariño. Era un tipo muy desagradable.

Un sujeto borroso

En el mismo número La Semana publicó entrevistas con Daniel Tarnopolsky sobre la desaparición de cinco de sus familiares –otro caso que involucraba a la Esma– y al médico Mariano Castex, sobre los efectos de la tortura. La nota con Vilariño ocupó 28 páginas, en tres partes: una especie de dossier fotográfico –con el cabo frente al edificio de la Esma, en el cementerio de Moreno, en el acceso Sudeste de la ciudad de Buenos Aires (“El cinturón ecológico también fue rellenado con cadáveres”), entre otras–, la entrevista de Ibarlucía –el núcleo de la impresionante cobertura– y una segunda entrevista a cargo de Amato. En una fotografía a toda página, el represor posó con un cigarrillo, en actitud distendida y algo desafiante, bajo el epígrafe “Yo vi torturar a mujeres embarazadas”.

El relato de Vilariño, su aparente voluntad de confesar, parecían increíbles y sospechosas. “Puede ser que todo lo que dijo sea una mentira, el delirio de un paranoico, una trampa muy bien armada para desprestigiar a los medios de comunicación que, como La Semana, se arriesgan en la búsqueda de la verdad”, conjeturó la revista, sin desaprovechar la ocasión para promocionarse. No obstante, también resultaba verosímil –“parece imposible que alguien que maneja la información que posee Raúl David Vilariño sea sencillamente un fabulador”– y sus datos coincidían “en un ciento por ciento” con los de organismos de derechos humanos.

Vilariño describió los operativos nocturnos y la división de tareas dentro del grupo, entre quienes se encargaban de los allanamientos y quienes recibían e interrogaban a los prisioneros. Detalló los elementos de tortura –“no se los puede imaginar: elementos cortantes, punzantes, cámaras de bicicleta rellenas de arena para no dejar rastros”– y el modo en que la tortura, antes que recurso para obtener información, funcionaba como un modo de realimentar el circuito represivo y sostener la administración burocrática del centro clandestino. Contó que los cadáveres de los desaparecidos habían sido enterrados como NN en distintos cementerios –en Moreno, Luján, José C. Paz– y también en el Acceso Sudeste y en el campo de deportes de la Esma, donde funcionaba un crematorio clandestino.

En marzo de 1995, el capitán Adolfo Scilingo reconoció que los militares arrojaban prisioneros vivos al mar en los “vuelos de la muerte”, pero Vilariño ya los recordó en la entrevista de una década antes, llamándolos “vuelos a puerta abierta”. El suboficial señaló al contraalmirante Chamorro como su jefe e identificó a la plana mayor del grupo de tareas: “el capitán de navío [Jorge] Vildoza (…); el capitán de corbeta Jorge Eduardo Acosta, jefe de inteligencia, torturador; el capitán Francis Whammond, torturador; el teniente de navío [Pablo] García Velazco, alias Dante, torturador; el teniente Alfredo Astiz, un teniente de fragata al que le decían Sérpico o Marcelo [Ricardo Cavallo], un capitán de corbeta al que le decían Matías o el Biónico, el teniente Radizzi [Jorge Rádice], de Logística, el teniente [Néstor] Savio y el cabo principal Borda”. Y señaló que el grupo de tareas había sido creado en noviembre de 1975, “por orden del almirante Massera”.

Vilariño también cuestionó a su modo el “nosotros no sabíamos” que comenzaba a instalarse como justificación en la sociedad civil por su indiferencia o complicidad con la represión.

—Todo el mundo lo sabía –dijo–. En la Escuela de Mecánica había dos mil y pico de aspirantes, así que súmele que había dos mil familias que sabían que había un grupo de tareas en la Escuela de Mecánica. A eso súmele la cantidad de profesores civiles, que tenían su contacto con otros. En fin, era impresionante la cantidad de gente que sabía del grupo de tareas. ¿Alguien habló? ¿Alguien dijo algo? Yo no lo recuerdo.

En el curso de la entrevista, Ibarlucía mantuvo un tono acusador hacia Vilariño. “No sea hipócrita”, “usted sabe muy bien de lo que estoy hablando”, “¿usted piensa que sirve para algo en la sociedad?”, le dijo en distintos pasajes de la conversación y finalmente “usted me da asco” cuando el ex cabo de la Armada expuso lo que ya Videla había dicho en una conferencia con periodistas extranjeros en 1979: “Antes de ser desaparecidos, tenían vida. Al desaparecer, una hora antes, tenían vida. Al desaparecer, ya no tenían vida”.

La actitud de Ibarlucía era una respuesta también a las ironías y al lenguaje injurioso de Vilariño hacia las víctimas. El ex cabo dijo que a los detenidos del Apostadero Naval “se los hacía practicar buceo (…) sin escafandra y sin tubo” y que no había sobrevivientes para evitar “que pudieran comentar los sucesos del picnic que habían pasado”. Su descripción de las torturas recurrió a las jergas de los centros clandestinos y a la caracterización de los desaparecidos como “terroristas” y “subversivos”, como era norma en el discurso del régimen y también, todavía, en el periodismo. No era un arrepentido; su decisión de acudir a la prensa era una estrategia para protegerse de antiguos compañeros con los que estaba enfrentado.

—Ibarlucía hace un fantástico reportaje –dice Alberto Amato–. Vilariño no era estúpido, siente que tiene un enemigo y después dice “no, yo en estas condiciones no hablo más” y entonces me lo pasan. Después del reportaje alguien lo lleva a Tribunales, se entrega y lo recibe el juez federal [Eduardo Francisco] Marquardt; el tipo lo escucha y lo larga. Cuatro horas después lo teníamos de nuevo en la redacción. Entonces la editorial lo hospeda en un hotel de la calle Carlos Pellegrini hasta ver qué se hacía con él.

Por lo pronto, lo llevaron de viaje a Montevideo. Amato y el fotógrafo César Casco pasaron la noche de fin de año con Vilariño mientras Ibarlucía, en Buenos Aires, se ponía a desgrabar seis horas de entrevista. Amato tuvo que insistir para que Vilariño contara su biografía, en particular su historia familiar y las razones que lo habían llevado a alistarse en la Armada. Compartía la desconfianza de Ibarlucía: la confesión sonaba extraña, y los deseos de justicia que manifestaba el ex marino parecían una expresión retórica.

Vilariño insistió en la complicidad civil en la represión: “los que matamos” eran responsables, dijo, pero también “los que permitieron matar, los que callaron, los que escribieron felicitando al sistema”. Su dedo acusador apuntó también contra el propio periodismo:

—Hace siete años había gente que tecleaba en una máquina, consciente de que se estaban haciendo cosas malas y, sin embargo, no hablaba –dijo Vilariño–. Esos ayudaron a que nosotros nos siguiéramos equivocando. Los que permitieron que se tomaran fotos cuando el escenario ya estaba armado, esos fotógrafos que esperaron a tomar las fotos mientras escuchaban ¡Pará que le pongo el revólver, loco! (…)

Para los periodistas de La Semana, la argumentación de Vilariño era una forma de disculpar sus propios crímenes:

—¿Sabe usted que este intento suyo de extender la culpa al espectro de toda la sociedad argentina no lo exime de sus responsabilidades ni achica su crimen?

—Lo sé. A mí, la cárcel. Pero a los que callaron, que por lo menos adquieran la valentía de aprender a juzgar con la opinión. Y aceptar que, cuando callaron, por miedo, comodidad o lo que sea permitieron que yo siguiera equivocándome, siguiera pensando que estaba haciendo bien.

La primera persona del título era sin embargo notoriamente evasiva en el texto de la entrevista respecto a la propia responsabilidad. Las historiadoras Claudia Feld y Valentina Salvi señalan en el libro Las voces de la represión que Vilariño prácticamente no utiliza la primera persona para narrar los hechos de violencia del grupo de tareas al cual perteneció y en cambio pasa a hablar en tercera persona o a través de pronombres impersonales, como si fuera un observador exterior. La confesión que le asignó La Semana se vuelve entonces relativa, porque no cuenta ningún secuestro, aplicación de torturas o asesinato que él mismo, como anuncia la portada de la revista, haya perpetrado.

Vilariño en definitiva se desresponsabiliza de los crímenes, y esa actitud abre el interrogante respecto a qué posición ocupa y al valor de su testimonio: más allá de que relata hechos finalmente comprobados, destacan Feld y Salvi, su verdad “también está asediada por el silencio y el ocultamiento” que articulan el dispositivo del terror. El núcleo duro del terror, desde el que declara, permanece inconmovible y en contraste –o en sintonía– con lo espectacular del despliegue periodístico “es lo que opaca y distorsiona su lugar como testigo”.

En busca de castigo

La nota de Ricardo Ibarlucía fue seguida de otras entrevistas con Vilariño, entre enero y febrero de 1984. El semanario Siete Días ofreció al mismo tiempo el testimonio de un militar sobre el centro clandestino de la Esma, pero su carácter anónimo le restó repercusión. Como extensión del impacto de la primicia, Alberto Amato llegó a compilar las entrevistas con el ex cabo en un libro que retomó el título de la primera tapa de La Semana dedicada al personaje.

La revista de Fontevecchia agregó más notas al seguimiento de la historia, como una entrevista de Luis María Castellanos al almirante Isaac Rojas, publicada en el número 371, del 26 de enero de 1984, y en el número 373 de La Semana, del 26 de enero de 1984, una entrevista conjunta con Vilariño y el almirante Horacio Zariátegui, también de Castellanos. El título recreó el diálogo entre los protagonistas: “–No, Vilariño, no puede ser… / –Créame, Zariategui, secuestramos a cinco personas por día”.

Más que un diálogo, sin embargo, el encuentro fue un interrogatorio de Zariátegui a Vilariño, como si el marino ignorara lo que narraba el ex cabo y tratara de circunscribir el alcance de los “excesos” y los responsables. Zariátegui cuestionó a Vilariño por hacer una denuncia pública, en vez de mantenerse dentro del ámbito militar, y se mostró sorprendido no ya de los detalles sobre el centro clandestino de la Esma sino de las amenazas de muerte recibidas por el suboficial.

Entre fines de 1976 y 1978, el período más intenso de la represión ilegal, Zariategui había integrado la secretaría del comandante en jefe de la Armada. En el juicio a las Juntas Militares, Robert Cox, el jefe de redacción del Buenos Aires Herald, lo señaló como testigo de las amenazas que personalmente le dirigió Massera, enfurecido por un editorial del diario.

Ante las denuncias de Vilariño sobre los robos y el pillaje de bienes de detenidos-desaparecidos por parte de los marinos y la apropiación de donaciones recibidas durante el conflicto limítrofe con Chile, Zariátegui respondió que el ex cabo tenía “alteraciones de conducta” y estaba resentido con sus jefes, y que debió “ayudar a la Marina a desembarazarse de aquellos elementos malos”. Fue el inicio de una posición compartida por los ex jefes de la Armada, que apuntaron a descalificar al cabo sugiriendo que estaba loco o bien que había recibido dinero para hacer las denuncias.

La Semana confrontó a Vilariño con Alejandra Conti, hija del escritor Haroldo Conti, en otra nota publicada en el mismo número. La denuncia se combinaba con el espectáculo y se presentaba como periodismo de investigación: la revista contrató a un equipo de psicólogos para que sometiera al ex cabo a una batería de exámenes que incluían 566 preguntas de un “Inventario multifacético de la personalidad” y el clásico test de Rorschasch, y dedicó un dossier a “la psicología del torturador”.

El 18 de febrero de 1984, llevado a Azul para declarar sobre cremación de cadáveres en un cementerio, Vilariño robó un auto de la Policía Federal y escapó hacia la provincia de La Pampa, donde fue detenido al mes siguiente. “Como si protagonizara una novela de Dostoievksy, sigue buscando su castigo”, dicen Claudia Feld y Valentina Salvi.

Vilariño salió de la escena pública tan misteriosamente como había llegado a la redacción de La Semana. El 15 de mayo de 1987 la revista ¡Esto! lo ubicó en Necochea, donde estaba preso por comprar mercaderías con una tarjeta de crédito robada. “No pude ser nunca como era antes”, dijo entonces en relación a sus revelaciones sobre la Esma.

La Justicia que no quiso recibirlo como asesino confeso estuvo dispuesta en cambio a escucharlo como ladrón, porque también era una parte interesada: el juez que le tomó declaración por sus pequeñas estafas, Pedro Federico Hooft, fue denunciado más tarde como partícipe y cómplice de delitos de lesa humanidad durante la dictadura.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

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