Mariana Komiseroff llegó a memorizar la sentencia del tribunal de La Pampa que el 2 de febrero de 2023 condenó a Abigail Páez y Magdalena Espósito Valenti por el crimen de Lucio Dupuy. A esa altura ya había desarrollado una investigación que interpela al feminismo y al movimiento LGBT y reabre el caso para problematizar las presuntas certezas, plantear interrogantes y descubrir que bajo la piel del monstruo hay personas comunes que reproducen un modo de pensar dominante. Bestias perfectas. El caso Lucio es un libro incómodo: cuestiona los silencios ante el suceso, focaliza en la aceptación social del maltrato infantil e indaga las prácticas de violencia en la maternidad.

Lucio Dupuy tenía 5 años y murió el 26 de noviembre de 2021, horas después de sufrir una paliza espeluznante. El relato de Bestias perfectas comienza aquella noche, retrocede hasta el inicio de la relación entre Magdalena Espósito y Christian Dupuy y avanza desde el nacimiento de Lucio hasta la irrupción de Abigail y la mudanza de las mujeres de General Pico a Santa Rosa.

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Komiseroff disecciona la sentencia y los argumentos de jueces, fiscales y abogados e incluye un apartado final con chats entre Páez y Espósito que muestran la progresión de la violencia hasta el día del crimen. Los mensajes resultan escabrosos no solo por la descripción minuciosa y el goce del maltrato: también descubren cómo ambas mujeres pensaron excusas para ocultar las lesiones y actuaron en consecuencia hasta el mismo día del homicidio.

Komiseroff nació en Don Torcuato, provincia de Buenos Aires, en 1984 y vive en Toay, La Pampa, desde la pandemia. Escritora de ficción, Bestias perfectas (Emecé) es su primera investigación periodística y presenta entrevistas con Páez y Espósito Valenti en la cárcel, algo que ningún otro periodista consiguió. También pone en su juego la historia personal, el caso Lucio “destraba recuerdos”: en particular su experiencia como madre adolescente y un período de internación con su hijo en el Hospital Garrahan.

 

 

 

 

Maternar con violencia

–Todos tenemos lugares de poder en nuestros vínculos, en las construcciones familiares, y sobre todo, lo que todavía es un tabú, la maternidad es un lugar de poder –dice Komiseroff–. Y ese lugar de poder con respecto a nuestros hijos a veces nos hace ser crueles. Las mujeres también ejercemos violencia hacia nuestros hijos. Entonces, yo no podía hablar de estas cuestiones sin interpelarme, sin pasar por mi propia experiencia, porque fui madre siendo muy joven, y fui madre soltera. Salvando las distancias, por supuesto, porque mi hijo, como digo un poco en chiste, está vivo y no ha sufrido violencias similares a las que sufrió Lucio Dupuy.

–¿Cómo te planteas la reflexión sobre la maternidad y el poder?

–Trato de pensar distintas violencias que podemos ejercer las madres, algunas para educar y otras incluso para cuidar a nuestros hijos, por ejemplo darles un bife si van a exponerse a un peligro. Es tradicional, “te pego por tu bien”. Pensando en el discurso jurídico, un problema para comprobar los abusos contra los niños es que cuando son muy chicos como Lucio, que tenía 5 años, están expuestos a que un adulto o adulta los manipule corporalmente. En las clases de semiología jurídica que tomé para escribir el libro empecé a  pensar que las madres, independientemente de que no tengamos intención dolosa, incluso para salvar a nuestros hijos recurrimos a procedimientos médicos que son tortuosos y ejercemos esa “violencia”, entre comillas. No es lo mismo que el castigo físico, por supuesto, pero me interesa pensarlo.

–Además del castigo físico, en el caso de Lucio hubo abuso sexual. Y eso era todavía más intolerable, según recordás en el libro.

–Nos resulta insoportable pensar en madres abusadoras. Al inicio de la investigación tenía una cierta esperanza de encontrar algún atenuante, como que la prueba había sido manipulada o que el procedimiento legal había tenido matices subjetivos porque ellas eran mujeres y lesbianas. Pero aparentemente el procedimiento estuvo hecho como corresponde.

–Sin embargo hacés observaciones sobre el desempeño del forense Juan Carlos Toulouse.

–No pongo en duda la sentencia, para nada, no es mi expertise. Con respecto al forense, tampoco es mi expertise. Sé que no cumplió con su trabajo cuando inmediatamente después de la autopsia reveló los datos a los medios y luego le hicieron un sumario administrativo. Actualmente está en prisión domiciliaria. Pero más allá de la autopsia de Toulouse intervinieron otros médicos. Y la defensa decidió no contratar un perito de parte, probablemente porque podía reafirmar los resultados de esa autopsia.

–Abigail y Magdalena son “bestias perfectas”, según tu reflexión, porque es fácil odiarlas. ¿Qué resuelve la condena social? Por otra parte definís los crímenes como síntomas de época y dejás abierta la pregunta sobre las condiciones de producción del crimen de Lucio.

–Hay otros infanticidios a manos de madres o de padres, pero generalmente suceden en familias heterosexuales. En Argentina no hay otra familia LGBT que haya cometido un crimen de estas características. Con respecto al crimen de época, ellas tienen en su discurso una mirada feminista. Magdalena manifiesta primero el sentimiento de propiedad sobre el niño típico de las madres, pero también el deseo de no haberlo tenido, de hacerse un aborto si hubiera tenido la posibilidad. No estoy segura, pero me parece que ella encuentra una justificación en la posibilidad que nos abrió el feminismo de cuestionar nuestras maternidades. Por supuesto que el crimen no es culpa del feminismo, me gustaría remarcarlo, pero quiero pensar qué nos habilitó a las mujeres poder cuestionar las maternidades. A esta madre le habilitó cuestionar su maternidad y justificar su crimen.

 

Un modelo tradicional

–¿Por qué, como planteás, la condena social y mediática de Páez y Espósito resulta tranquilizadora?

–Es tranquilizadora en el sentido de que ninguna familia heterosexual se tiene que cuestionar nada. El monstruo está afuera: son las lesbianas, las feministas, las pañuelos verdes las que matan a los niños. Sin embargo las estadísticas dicen que este tipo de crímenes acontece más en las familias tradicionales. Una de las hipótesis del libro es que el modelo de familia tradicional, que ellas intentan reproducir, es lo que finalmente termina en un crimen tan atroz. La idea muy tradicional de “cuando venga tu papá ya vas a ver” reaparece en esta familia de dos mujeres que eran progresistas, que se cuestionaban la identidad de género. Ellas se hacían algunas preguntas como lesbianas y sin embargo reproducían un modelo de familia muy tradicional.

–La querella pidió que fueron condenadas por odio de género, lo que el tribunal no concedió. El libro desarticula los argumentos en ese sentido.

–También los de la defensa. Eso lo pienso en estos días, cuando ya salió el libro y me obligo a revisar mis pasos, mis hipótesis. Como feminista el ejercicio que tengo que hacer para el resto de mi vida es pensar mis propias hipótesis para seguir avanzando. En mi opinión el de Lucio fue un crimen de odio de género. Pero tanto la querella como la defensa de Páez no estuvieron a la altura de esa acusación. La querella quería un fallo emblemático, como ganarse una medalla para ponerse en la solapa el abrigo. Y la defensa sostuvo que Abigail no podía odiar a los hombres porque es el género al que quiere pertenecer, un modo de argumentación pobre, insuficiente y hasta ridículo.

–Abigail “era incapaz de matar una mosca” según su madre. La justicia, el sistema de salud y la escuela no detectaron las agresiones contra Lucio. La abogada dijo que nadie vio nada que llamara la atención. ¿Fue así o las instituciones y los familiares se desentendieron?

–Se conjugaron varios factores. Uno, transversal, la pandemia; el hecho de que no hubiera clases presenciales y después que el niño tuviera pocos días en la escuela a ellas les permitió mejores estrategias para ocultar el maltrato y las lesiones. Una vecina hizo una denuncia y la policía fue a una dirección equivocada. Se vio lo que nos pasa como sociedad, la idea de que las madres somos dueñas de los hijos y nadie se puede meter si les damos un bife. El maltrato infantil sigue siendo un asunto privadísimo. No creo que haya habido mala intención de parte de los vecinos, de los familiares más cercanos o del colegio, sino más que nada la banalización y la naturalización de la violencia contra los niños. Después del crimen de Lucio en La Pampa se implementaron unos protocolos que también son cuestionables: si un niño llega al jardín o a la primaria con un golpe, se llama a la policía, interviene la asistente social e inmediatamente se separa al niño de la familia. El interés no parece estar puesto tanto en el estado del niño como en el cuidado de la institución ante posibles inconvenientes legales.

–En el libro se marca la ausencia del padre de Lucio en toda la historia; en cambio, el abuelo tuvo y tiene presencia constante en la prensa y en la causa y lleva adelante una fundación. Sin embargo no aparecen entre los entrevistados para el libro. ¿Por qué?

–Quise entrevistar a la familia paterna, pero ellos no accedieron y lo mismo me pasó con el abogante querellante, José Mario Aguerrido. Me hubiera gustado entrevistar más bien a las mujeres de la familia paterna. Ramón Dupuy es la voz cantante, pero me hubiera gustado entrevistar a la abuela y a la tía de Lucio, la hermana de Christian Dupuy, que tuvo la guarda de Lucio durante un tiempo. De todas maneras la voz de Ramón resuena en todos lados; cuando investigué el caso, vi todas las entrevistas que dio e incluso algunas terribles como la que hizo Viviana Canosa. “Hay que matarlas”, dijo Canosa en relación a Abigail y Magdalena. Ese punto de vista está contado en los medios. Antes del libro había en cambio una sola entrevista con Érica, la mamá de Abigail, cuando le apedrearon la casa, y fue horrible.

–Entrevistaste a Abigail y Magdalena y a sus familiares. Ellas te dieron su confianza. ¿Qué cuestiones aparecieron en ese tramo?

–Las entrevisté un año después del crimen, justo cuando empezaba el juicio. El día del crimen ellas me lo relataron prácticamente igual que como lo hicieron en el juicio. Lo más interesante que logro es hablar de la relación entre ellas, de lo que en el juicio no se habló demasiado, y de la relación con el niño antes del crimen. Tuve previamente varias y extensas entrevistas con ellas por teléfono, cuando las trasladaron a San Luis por seguridad y después cuando volvieron a Santa Rosa durante el juicio. En las entrevistas de varias horas se genera cierto vínculo, las barreras se bajan y uno puede ser más o menos honesto. Durante las primeras ni ellas ni yo fuimos al grano; no hablamos del crimen, ellas omitían nombrarlo: decían “el día que pasó aquello”, “el día que pasó eso”, “antes de que pasara todo esto”. Y yo tampoco me refería al crimen, estratégicamente: les hice preguntas sobre su relación con el feminismo, su relación de pareja, sus relaciones familiares. Eso me permitió humanizarlas, entender que son personas comunes y corrientes que cometieron un crimen atroz, algo que es muy incómodo y muy difícil de soportar.

–¿Qué cambios hubo desde las entrevistas telefónicas a las presenciales?

–Cuando fui a la cárcel hablamos del crimen y pude ser más cuestionadora, porque había generado un vínculo con las entrevistas anteriores. Ellas son más jóvenes que yo; Magdalena tenía 24 años, la edad de mi hijo, y si por teléfono había un trato como de igual a igual en la cárcel se generó una distancia como si pensaran “esta es una mina más grande”. Eso nos ubicó en un lugar más genuino.

–¿Les mandaste el libro?

–Después que lo terminé, antes de que entrara en imprenta, me comuniqué con Magdalena. Después no tuve más contacto. Tal vez les envíe el libro, no sé; lo estoy pensando.

 

 

Presas del lenguaje

–Antes mencionaste un curso de semiología jurídica. En el libro afirmás que “los procesos judiciales son una indagación sobre la lengua; se desconfía hasta del lenguaje y principalmente del lenguaje” y “la palabra es un bisturí”. ¿Cómo surgió esa perspectiva y qué aporta para el caso?

–Cuando entrevisto a Abigail y Magdalena, y más aún cuando las visito en la cárcel, noto que su lenguaje, como el de las presas en general, está atravesado por el discurso jurídico. Una de las cosas que me llamó la atención fue que el porcentaje de infanticidas es grande en la población de la cárcel de mujeres; ellas dicen “esta tiene causa de niño”, y así sabemos que una mujer mató a su hijo, lo abandonó o lo maltrató; “pabellón de madres” se llama al lugar donde están las parturientas, donde ellas ubicadas después de un período de aislamiento. Son vericuetos del lenguaje. Hay expresiones que tienen un significado en el uso común y otro diferente en el sentido legal. También me interesó observar cómo las palabras tienen su historia y cómo esa historia se modifica a través de las leyes. Muchas veces, además, la verdad material del acontecimiento no importa tanto sino cómo las partes son capaces de argumentar. La defensa es creatividad, porque requiere una estrategia discursiva para refutar las pruebas. La verdad material termina siendo efímera y cuestionable.

–¿En qué momento apareció la idea de incluir los chats?

–Cuando se dicta la sentencia imprimo el fallo y empiezo a estudiarlo. Los chats ocupan gran parte del texto. En ese momento me doy cuenta de las cuestiones en relación al lenguaje; había declaraciones de testigos espeluznantemente poéticas como la del policía que dijo que el cuerpo de Lucio “brillaba en la oscuridad”. Ariana Harwicz, con quien trabajé el libro, me dijo que cuando llegaba a los chats le daban ganas de vomitar. Pensé que tal vez no debían ir porque no quería que el libro fuera un decálogo de morbosidad; quería pensar a Abigail y Magdalena como personas cercanas, como las que podemos conocer. Si bien es cierto que no todas las madres somos Abigail y Magdalena, es muy probable que en muchos chats privados de cualquier familia tradicional que ama a sus hijos se hable del mismo modo cosificante y horrible. Pensé que tal vez podían servir como un espejo de lo que uno hace con sus propios hijos. Hay algo de ese maltrato que lo tenemos todas.

–En el prólogo exponés expectativas y temores sobre la recepción del  libro y reivindicás una ética. ¿Cómo la entendés?

–El libro fue escrito a la luz de un progresismo que hoy está en peligro. Lo escribí para pensar adentro del feminismo cuestiones de las que soy crítica. Dijimos bastante poco del caso Lucio. Al mismo tiempo estamos en un momento político donde tenemos que volver a decirle a la sociedad que no nos maten porque somos lesbianas. Es como si el libro fuera un ejercicio asincrónico, pero tampoco podía esperar un momento ideal para que saliera a la luz porque probablemente ese momento nunca existirá.

Sobre el autor:

Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

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