Liliana Heker es cuentista y autora de novelas como La crueldad de la vida y Zona de clivaje. Junto con Abelardo Castillo fue parte de la revista El escarabajo de oro y años después fundó El Ornitorrinco. Entre sus hits, el cuento “La fiesta ajena” recorre el país como parte de la formación de lectura en escuelas secundarias. A la par de estos trabajos, Liliana es una de las pioneras en dar talleres de escritura en nuestro país. Sus alumnos la llaman maestra y escritores, como Samanta Schweblin y Pablo Ramos, por nombrar solo dos, se han formado en su espacio de creación y circulación literaria.
La mañana que le siguió a la tercera charla del ciclo Narradorxs, que dio junto a Lila Gianelloni y Federico Aicardi en la Plataforma Lavardén, y antes de la clase magistral que daría por la noche en el Centro Cultural Parque España, Liliana nos concedió una entrevista.
En Rosario llovía y el Hotel Presidente estaba repleto. Como hormigas, la gente iba y venía por ese lugar que no era ni hall, ni bar, ni recepción. Entre la multitud, sentada en un sillón junto a su marido Ernesto, estaba ella, nos alzó la mano, salimos al cruce y fuimos por una mesa.
Después de casi sesenta años de oficio, entre textos propios y ajenos, Heker conserva una vitalidad arrolladora y una memoria brillante. Tomar un café con ella es una experiencia que marca un antes y un después para cualquiera que le interpele el oficio de escribir.
–Vivimos en una época de mucha producción y poco debate, ¿qué opinás de este presente?
–Lo que creo que no ocurre, que sí ocurría en los años 60, es la generación de un movimiento. Yo no creo que se pueda recrear una época. Hubo factores singulares que hicieron que los años 60 fueran lo que fueron. Pero, ¿qué ocurría? Había una interrelación, dura y polémica. Salía una novela como Sobre héroes y tumbas, que fue un gran fenómeno, y se discutía, era un tema para poner en cuestión. Lo que sucedía en la cultura nos concernía a todos. Cosa que no creo que pase ahora. La cultura se sigue produciendo pero como fenómenos aislados. La polémica no es una guerra, nadie gana o pierde en una polémica. Por eso uno no polemiza con el enemigo. Yo no podía polemizar con Videla o Pinochet, pero podía polemizar con Cortázar, con el que teníamos muchas coincidencias. Cuando te encontrás con un amigo en un café y discutís en puntos que no estás de acuerdo, eso te enriquece. Hay que recuperar ese intercambio, ese interés por el otro. Discutir al otro también es interesarse. En la actualidad hay una mezcla entre la cordialidad e indiferencia, y eso no es bueno para la cultura.
–Ni para la literatura…
–Sale un best seller, y aunque la novela sea mala, nadie lo dice. Los medios critican de acuerdo a sus intereses, si una novela viene de una editorial grande, la exaltan. Por eso los medios marginales deben ocuparse de estos temas. Si hay una obra que se infla pero no es buena, ¿por qué no vamos a poner nuestra opinión? Esa discusión es la que genera un movimiento, porque crea lazos, lazos entre los hechos culturales. En los años 60, Sartre decía en París “ante un chico muerto de hambre la náusea no tiene peso” y en los cafés de Capital se discutía como una cuestión fundamental. Las opiniones de los intelectuales eran hechos que valían la pena ser discutidos. Creo que eso se perdió en gran medida. Pienso que hay que hacerlos resurgir con nuevas formas. Nunca se copia una época. Todo cambió mucho pero me parece que la discusión no habría que dejarla morir.
–¿Qué pensás de las redes sociales y las publicaciones digitales?
–Prefiero la literatura en papel, la textura, el libro genera amor. No pongo en cuestionamiento los medios por los cuales se lee. A mí eso no me importa. Lo que sí creo es que se pierde mucho tiempo en las redes sociales. No las cuestiono pero creo que todo es muy efímero. El problema es que las redes van en contra de la profundidad, porque lo primero que sucede es que lo que se publica tiene que ser breve, no hay desarrollo. Además, muchas veces hay una enorme difusión, pero al tiempo eso desaparece y no deja rastros. A mi me parece que hay una precariedad muy grande cuando se cree que las redes sociales pueden reemplazar al hecho literario, a la discusión y al análisis. Un buen cuento no es el acontecimiento en sí, sino el valor que está más allá ¿hasta qué punto ese cuento es capaz de profundizar en un sentido posible, de conmover, de movilizar? Pueden existir las redes sociales pero de ninguna manera reemplazan lo que puede ser una revista, un libro, una publicación, hay otro trabajo. Igual remarco, una revista online es tan valiosa como una revista en papel, pero si los textos están desarrollados, profundizados. No es la pantalla o el libro. Uno lee como más le gusta, como puede. Hay gente que está lejos y no puede acceder a un libro y es festejable que llegue en otro formato. Lo importante es que hay una literatura en gestación y los responsables en darle una forma son los que la están haciendo.
–¿Y la autorreferencialidad?
–Lo autorreferencial es la profundización de un escritor. Pero no puede ser que porque a uno le pase una cosa crea que tiene que contarlo. Lo que eso genera es que cualquiera cuenta cualquier cosa, sin construcción, sin plantearse si eso tiene un sentido.
–¿Qué significa venir a Rosario y encontrarte con una alumna que ya es escritora?
–Lila es mi colega y mi amiga. La experiencia de trabajo y formación es una experiencia muy enriquecedora donde puse el alma. Soy muy afortunada porque tengo muchos colegas entrañables. Aquellos que se formaron en el taller crearon un vínculo para siempre, y un vínculo muy particular. El vínculo alumno docente se siente como algo muy íntimo. Ver cómo crece un cuento, cómo alguien descubre los mecanismos para hacer un cuento, en el caso de quien asista al taller, son experiencias grupales muy fuertes. Eso es algo que perdura. La literatura no se enseña. Nadie le puede enseñar a otro a ser escritor. Un escritor aprende su oficio por los medios que puede. Y a veces yendo a una clínica, un taller, escuchando observaciones, opiniones de otros. Ese aprendizaje compartido también es un movimiento.
–¿Los talleres son un movimiento?
–El de los talleres es un fenómeno surgido por la dictadura militar. Por la imposibilidad. Surgen de una doble necesidad. Por la necesidad de los jóvenes escritores de reunirse con sus pares, porque no había otra posibilidad. Y también la necesidad de quienes ya habíamos podido generar algo, de sobrevivir de alguna manera. Casi todos los que nos quedamos acá nos habíamos quedado sin trabajo. A mi me echaron por subversiva. Entonces surge en el campo de la literatura pero también en otros campos. En la facultad de psicología estaba prohibido Freud, entonces había que dar a Freud en la libertad que permitían cuatro paredes. Eran sitios donde se discutía, se creaba lo que afuera estaba prohibido. Lo notable es que eso perduró y hay cada vez más talleres y en un montón de lugares del país. El fenómeno de los talleres tiene una necesidad fundamental que es reunirse.
–¿Cómo se convive con los textos de los demás y los propios?
–Está totalmente separado para mí. Si yo estoy en un proyecto mío, estoy trabajando en lo mío. Realmente convivieron durante muchísimos años. El hecho es ese, que convivan.
–¿Y el tiempo entre una producción y otra?
–La literatura no es para apurados. No hay ningún apuro en publicar. El mundo no se viene abajo. El mundo no está esperando el libro de uno. Lo importante es que el día en que uno publica sea lo que uno quiere publicar. El apuro no sirve. Hay que escribir, buscar lo que uno quiere hacer y eso lleva tiempo.
–¿Y escribir por encargo?
–Los encargos no son siempre de afuera. Muchas veces son propios, también de la época. Si está de moda el sexo hay que escribir una novela con sexo. Si está de moda la novela histórica, hay que escribir una novela histórica. Cuando un encargo exterior no coincide con un encargo interior no funciona. Pero cuando el encargo exterior coincide con el interior se te soluciona la vida porque no te tenés que preocupar del tema. Eso me pasó con la antología de Fontanarrosa con cuentos sobre fútbol argentino, y así escribí “La música de los domingos” que es un cuento que quiero mucho. Con “Las peras del mal” me pasó lo mismo, una antología en la que estaban Borges, Bioy Casares, Ocampo, yo había leído mucho pero no sabía qué aportar sobre lo demoníaco y, con ese encargo entendí que el diablo podía ser un chico y escribí ese cuento. Lo importante es el encargo interior. Si encontrás que ese encargo exterior te moviliza para escribir algo es maravilloso, entonces, aprovechalo.
–¿Qué estás leyendo? ¿Y escribiendo?
–Estoy escribiendo una novela de la que no voy a hablar todavía. Leer, leo mucho. De los últimos que leí fueron Un mundo hermoso de Cecilia Alemano y el último de Alejandra Kamiya, La paciencia del agua sobre cada piedra, que es un texto precioso. También estoy leyendo una novela que me regaló un alumno que se llama Una soledad demasiado estruendosa de Bohumil Hrabal que me pareció muy buena. A veces releo que es algo que me fascina. Releer es releerse. Por ahí hay libros que uno dejó hace muchos años que cuando volvés a leer descubrís cosas que antes no habías descubierto. Una era distinta cuando lo leyó.
–¿Subrayás, escribís los libros?
–A veces. Tengo mucha memoria, no marco tanto.
–¿Relees tus propios libros?
–No. Salvo que me lo pidan por algo. Lo que pasó ayer a la noche me dió mucha risa. Le dije a Juan, el actor que interpretó el texto: volví a descubrir “La fiesta ajena”. Sé lo que despierta ese texto. A mi me tiene un poco podrida por eso jamás se me ocurriría leerlo. Pero cuando lo escuché sentí que era un texto que estaba bien. Lo que me sorprendió fue que pude atender a un texto mío. No siempre pasa. Me perturba mucho escuchar algo mío interpretado por otro porque a veces se le da un tono que una no hubiese querido. Es inevitable. Pero él lo leyó excelente y pude disfrutarlo.
–¿Sentiste alguna vez resquemor por algo que publicaste?
–No, soy muy cuidadosa antes de publicar. Sí hay un cuento de mi primer libro que se llama “Dios”, que dejé de publicarlo porque sentí que, de alguna forma, estaba por debajo de lo que yo quería decir. Muchos años después escribí la nouvelle La muerte de Dios y ahí sí sentí que pude decir eso tan complejo que es lo que era para mi Dios cuando yo era chica. Pero en ese cuento sentí que no estaba en condiciones de decir lo que yo quería decir. Eso me pasó mayormente con los cuentos de mi primer libro, donde se nota que me faltaba oficio. Jamás me arrepentí de una publicación, porque esa publicación expresa lo que yo podía decir con las herramientas que tenía en ese momento. Empecé a publicar a los 17 años, me faltaban herramientas sin dudas. Siempre le digo a la gente que piense antes de publicar el primer libro. No hay ningún apuro pero nunca se van a terminar de arrepentir de un primer libro malo. ¿Para qué te vas a apurar? Mejor que el primer libro que hagas sea bueno. Hay muchos escritores que se arrepienten de su primer libro.
–¿En qué momento se deja de compartir y se decide publicar?
–Yo no comparto para nada lo que escribo, jamás. Hasta que no siento que hay una versión potable no lo comparto con nadie.
–Pero a alguien se lo compartís en algún momento…
–En una época lejana, cuando tenía duda de algo, le compartía a Abelardo Castillo y a Sylvia Iparraguirre. Con la novela que estoy escribiendo, estoy terminando una tercera versión, creo que esa va a ser legible. Ahí es cuando comparto. Hay tres o cuatro alumnos míos, que ahora son colegas, amigos, que les voy a dar el libro terminado. Confío mucho en su sentido crítico, en su impiedad. No me gusta que me digan “¡ay que lindo!”. Me gusta que me hagan una devolución sobre la que pueda trabajar. Ernesto, mi marido, siempre me lee cuando tengo algo terminado. Él es mi primer lector. Pero nunca doy nada a leer hasta que no lo siento casi definitivo. No hay reglas al respecto. Hasta que no estoy bastante segura de algo no lo comparto.
–En la charla de ayer en un momento dijiste “no se corrigen textos, se corrigen personas” ¿Cómo es eso?
–Uno cuando empieza un taller es porque cree que está haciendo mal lo que está haciendo. Siempre se empieza haciendo mal cualquier cosa que se hace. A mi no me importa que escribas bien o mal, me importa el compromiso. La disposición a trabajar un texto. Las lecturas también son fundamentales. Cuando alguien me dice que no lee tampoco termina viniendo. Uno se enamora de la literatura primero a través de la lectura. Después si sos medio corajudo capaz que podés hacerlo pero el primer amor es con la lectura. Me vinculo con gente que me interesa y se compromete con lo que está por hacer. Así se crea un grupo. Tiene que existir un feeling muy particular entre quien coordina y entre quien viene. Si eso no existe, no va. Si alguien no siente eso conmigo no le va a gustar que le corrija algo que no funciona. En principio me tiene que creer un poco. No estoy vacunada contra la desconfianza del otro. No es una cuestión de peores o mejores, es una cuestión de funcionamiento. La crítica tiene que ser implacable pero con todo el amor que se siente por el otro. Si alguien tiene mala onda, si quiere descubrir qué le pasó al otro a través de lo que escribe, tampoco va. Manejar un grupo es algo muy delicado.
Hacia el final de cada uno de los capítulos del libro Maestros de la escritura de Liliana Villanueva, hay un decálogo de frases y axiomas vitales de cada uno de los escritores, escritoras, maestros y maestras, que la autora entrevistó para el armado del libro.
En el capítulo sobre Liliana Heker, “Un pequeño ámbito de libertad”, se puede leer una frase que sintetiza el impulso que llevó a que esta entrevista terminara aquí.
“Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es ínútil esperar al instante perfecto en que todos los problemas han desaparecido y sólo existe el deseo compulsivo de escribir; ese instante no existe. En general, uno se sienta a escribir venciendo cierta resistencia –salir del estado de ocio no es natural–, uno oficia ciertos ritos dilatorios, uno por fin, con cierta cautela, escribe. Y en algún momento uno tal vez descubre que está sumergido hasta los pelos, que todos los problemas han desaparecido, y que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir”.
Para escribir no hay fórmula mágica, hay que seguir escribiendo.