Cuanto más realmente sepa y logre hablar una persona, tanto más felizmente ha de ser también malentendida.Walter Benjamin

Con el mandato de creer que Alberto Giordano lleva un diario en una red social, leemos que el 8 de julio de 2015, bajo el título “Un hombre de cierta edad”, anotó: “Salvo cuando me veo como padre de Emilia, la identificación con la imagen de papá siempre refuerza el extrañamiento y puede despertar una sensación de insuficiencia fundamental: la certidumbre inquietante de que a los cincuenta y seis años no me convertí en el adulto consumado que era papá cuando tenía mi edad, de que, más que a él, tal como yo lo veía, me parezco, ‘visto desde adentro’, al que yo mismo era cuando lo acompañaba al banco, a ese muchacho, pero actuando como adulto.”

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Nacido en Concordia en 1971, Callero fue un escritor de Santa Fe, donde murió hace diez días. Su obra, que recorre viajes, internaciones, arrebatos, celebra la máxima "Verdad, belleza y felicidad".

En la misma entrada, Giordano, que es un lector de diarios de escritores y textos autobiográficos tan exhaustivo que hasta leyó la biografía del Indio Solari, recuerda una entrada del diario de Jules Renard y escribe: “la adultez, con su aura prestigiosa, es, en buena medida, una fantasía juvenil: ‘Cuando veía a mi padre pasearse de una ventana a otra, encorvado, las manos a la espalda, silencioso, la mirada profunda, me preguntaba: «¿En qué estará pensando?» Hoy lo sé por mí mismo, porque me paseo como él, con su aire, y puedo responder con certeza: «En nada».”

La cita pertenece al primero de los tomos de esos diarios de Giordano, publicados por la magistral editorial rosarina Iván Rosado bajo el título El tiempo de la convalecencia (2017), al que le seguiría El tiempo de la improvisación (2019) y Tiempo de más (2020), que es el que nos ocupa.

Cuando digo eso de “el mandato de creer” que Giordano publicó en una red social todas esas impresiones en las que menciona no sólo a su hija, a su padre –muerto en 2008–, a su esposa y muchas personas que conozco, me gusta pensar, mientras lo leo fascinado, que estoy ante una de esas películas que, más allá de la trama fantástica o terrorífica que ofrezcan, se nos presentan con la inquietante leyenda: “Basada en hechos reales”. Claro que estos diarios no son ni fantásticos ni de terror, en el sentido más vulgar de esos términos. Sin embargo, la intriga principal que nos ofrecen –más allá del dictum memorable de Spiderman: “Toda la intriga de un relato es quién soy”– tiene mucho de fantasía: el desdoblamiento del tiempo que opera la escritura, es decir, la vida no vivida, la vida traducida que se despliega en la anotación de los días, las lecturas, los afectos y la extranjería en los sitios más comunes, como la familia.

Veneno familiar

Mientras lee una novela de Daniel Guebel, Giordano anota, el 9 de febrero de 2019: “La dinámica a la que responde la vida familiar, la distribución de lugares y jerarquías, es siempre un misterio. ‘Una familia… está siempre envenenada’, escribió Marguerite Duras. En un mundo ideal, a los padres les cabría la responsabilidad de preservar la existencia de los hijos libre de pegoteos demoledores; a los hijos, la de no tomarse en serio las etiquetas que se les fueron adhiriendo, no encarnarlas con demasiada convicción, ya que difícilmente podrán desprenderse de ellas.” Y el 1 de agosto de ese año, vuelve a referirse a su padre y escribe: “Al padre se lo piensa, sólo se lo puede pensar, desde una exterioridad absoluta. Por eso las tentativas de aproximación, aunque valientes y penetrantes, no hacen más que acrecentar la distancia. Les decimos a otros lo que pensamos de nuestro padre para compartir la perplejidad de ser hijos, el incurable sentimiento de minoridad que persiste incluso cuando nos convertimos en padres.” 

Muchas veces, sentado en la mesa del patio, absorto en las páginas de Tiempo de más, mientras el coronavirus extendía su mancha mortífera sobre Rosario –es lo menos que puede concebir mi condición diabética y mi puntillosa esposa–, pensé qué era lo que me atraía tanto del diario de Giordano. ¿Por qué los días de un profesor de Letras, sus intercambios con colegas y escritores, su transcurso de una vida más o menos burguesa y acomodada, me conmueve a tal punto que no puedo dejar de detenerme para subrayar, con un lápiz Staedtler Tradition, oraciones y frases que me interpelan?

Chismes

Mucho antes de la pandemia, un amigo psicoanalista que es muy chismoso y tiene un desperfecto en un lóbulo cerebral que le impide leer ficciones, me había mencionado el caso de estos diarios. Lo hizo porque lo leía en la red social, antes de que apareciera el primero de los tomos de Iván Rosado, en 2017. No sin cierto horror, había aludido a las referencias “reales” de las entradas como un desatino: “esas cosas no se dicen”, fueron más o menos sus palabras. En otros términos, cuando un chismoso se escandaliza por las revelaciones de un conocido es porque esas revelaciones ya no comprometen la estructura de un chisme, sino acaso su contrario. Pero, ¿qué es lo contrario de un chisme?

La pregunta implica otras inquisiciones, las primera, ¿qué es un chisme? Como nos lo enseñó Robert Louis Stevenson en A Gossip on Romance, para zafar del chisme debemos cancelar todo juicio moral sobre la historia que estamos leyendo. Y lo que Giordano nos propone es eso, una historia que no puede ser “aprovechada” en términos morales. Pero, ¿es realmente una historia? Bueno, lo es para mí, es la historia de un hombre que cumple 60 años –el tercer volumen, Tiempo de más, transcurre en 2019– y aún se pregunta por las imposturas de la adultez.

Lo contrario a un “chisme”, tal como leemos al mismo Giordano, es la verdad o, mejor, cierto misterio de lo que acontece. Lo resume, más o menos, en una entrada del 23 de septiembre de 2019: un amigo que leyó El tiempo de la convalecencia, donde abundan las anotaciones referidas a la depresión que sufre Giordano, le preguntó si no había sentido pudor al presentarse como alguien que había estado deprimido tantas veces. “Traté de explicarle –escribe– por qué no. Como el escribir sobre esta enfermedad intento no perder el vínculo con lo misterioso de su acontecer, esa dimensión en la que convergen lo íntimo con lo extraño, no siento que esté haciendo público algo que pertenece a mi privacidad. Más bien noto que mi discurso se carga de resonancias comunitarias.” 

Sin embargo, a favor de aquél amigo chismoso, debo recordar el subrayado que hace Edgardo Cozarinsky sobre el eco femenino que tiene el término “chisme” en inglés (gossip) y en francés (potin). Transitorio como relato, el chisme es también un saber transitorio y variable, según sus versiones. “En inglés –escribe Cozarinsky en Museo del chisme–, la palabra gossip, chisme, designa en una acepción arcaica a cualquier mujer, y también, más precisamente, a la charlatana y transmisora de novedades (…) En francés la palabra potin, donde pot, olla, está visibilísima, deriva de ésta por intermedio de potine, término acuñado en Normandía para un calentador portátil que las mujeres llevaban a sus lugares invernales; de allí potiner, hablar alrededor de la potine, y finalmente el fruto de esa conversación: el potin, el chisme.”

Hay también un “chisme” que Giordano viene a ofrecernos en sus diarios de escritor díscolo –su esposa Judith le replica con sorna que se convirtió en un autor que lee en bares sus textos autobiográficos– y es, acaso, su costado femenino, con el que nos seduce y abandona –como cuenta con ironía que le sucedió con el escritor Leopoldo Brizuela.

Lo poco que sé de budismo zen se lo debo a los libros de difusión de D.T. Suzuki, que incluso desprecio por su perfil meritócrata, pero no puedo dejar de recordar –y, debo decirlo, estas cuestiones de lo que se recuerda y lo que se olvida es otro de los temas de los diarios de Giordano– que en uno de esos tomos leí algo así como una máxima zen (no es el término exacto y no me interesa por ahora) según la cual, cuando el iniciado comienza su camino en el zen ve en el río un río y en la montaña, una montaña. A lo largo de su iniciación verá en ese río algo más que un río; lo mismo con la montaña, será algo más que una montaña. Pero al final, cuando su iniciación resulte completa, cuando pueda descansar en el aprendizaje del zen, verá en el río un río y, en la montaña, una montaña.

El 30 de abril de 2019, Giordano se refiere a su tarea docente en Letras, en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario y nos dice: “Cada vez creo más en la verdad de lo que enseño: que la vida es un proceso indeterminado, porque carece de causa y de fin; que las escrituras autobiográficas ganan la partida de la literatura cuando exploran la marca de sinsentido que lleva y trae las figuraciones del yo. Y cada vez temo más que no son cosas que yo debería estar enseñándoles, en el marco de una cátedra de teoría literaria, a chicos de veintidós o veintitrés años. A veces, al término de una clase, cuando se interrumpe el entusiasmo (el mío claro), me dan ganas de pedir disculpas por el tiempo que les hice perder. Hace quince o veinte años, en las mismas circunstancias, la evidencia del desencuentro me enojaba.”

En Cumpleaños, uno de los libros más entrañables de César Aira –escrito en torno a su cumpleaños número 50–, el autor (amigo de Giordano, quien incluso es protagonista de una de las novelas de Aira, y cuyos intercambios y lecturas son motivo de varias entradas) escribe: “La esperanza siempre tiene por objeto genuino lo nuevo, hasta los que quieren volver al pasado tienen en vista un pasado nuevo”. Ésta es quizás la principal intriga de los diarios de Alberto Giordano, ese trastocamiento del pasado, esa trama fantástica según la cual –si me disculpan un verso propio– “lo que veo adelante es lo que va quedando atrás”, el hallazgo de que el origen no es sino la edificación del destino, la conversión del pasado en un porvenir.

Coda

Junto con Tiempo de más, la editorial chilena Bulk publicó Volver a donde nunca estuve. Un hermoso título que descubrió el editor (desde las entradas de El tiempo de la convalecencia Giordano anota sus frecuentes intercambios con la academia chilena, donde “dar” clases se dice “hacer”) a partir de una de las anotaciones de los diarios de Giordano en las que menciona a su padre, a la música que los unió –en especial el tango y el jazz. El título mismo es otra prueba para mi humilde teoría del género fantástico que abonan estas páginas. En un momento del año 2018 Giordano vuelve a Rufino, donde nació y aún tiene parientes, después de 20 años. Invitado por el profesorado de periodismo y a través de la gestión de un primo, va a dar una charla sobre la literatura de Borges. Dice: “No recuerdo de qué hablé, supongo que de lo mismo de siempre, de cómo la lectura puede volver la vida más rica e interesante, no más culta o mejor educada. Lo aprendimos con Borges, de sus irreverencias. Sí recuerdo que comencé citando un verso memorable, ‘Vuelvo a Junín, donde no estuve nunca’; que expliqué cómo el arrebato del amor filial justifica la paradoja, y que, mientras lo hacía, ligeramente abochornado, advertí que no venía al caso.” Contar con un editor atento a ese detalle, en el que se une el origen, la familia y un espíritu desubicado ya es, pese a los reparos de Giordano, habitar la morada del escritor.  

Francisco Bitar hizo una entrañable reseña de ese libro en Otra Parte donde dice: “Volver a donde nunca estuve, libro que desagrega, de los tres tomos de sus Diarios, las entradas relativas al padre, la ocurrencia, que en otras partes se disfraza de chiste o de epigrama o de pequeño ensayo, toma aquí la forma del recuerdo enmarcado: la del episodio actual que despierta un recuerdo del padre y que con ello densifica el presente (y cuya fórmula es la de la elegía: hoy-ayer-hoy). Y por formularia que pareciera, su insistencia nos permite ingresar a lo que no tiene otra manera de pensarse que su repetición: el padre y la música; el padre y el amor; el padre y la ciudad; el padre y el sueño; el padre y todo lo demás”.

Como en un cuento de Manuel Peyrou, esta cuarentena me preocupé por perfeccionar la tristeza: abandoné el patio y dejé que unos mechones de cebollín explotaran en la tierra hasta adquirir la altura suficiente para ocultar a la gata y escuché con devoción fanática tangos de la era dorada –para los que tuve dealers célebres y entendidos en la materia. Lo que no sospechaba es que Alberto Giordano terminaría siendo uno de esos dealers. En un mensaje de wasap me sugiere a Jorge Casal –cantor de la orquesta de Troilo–, Tito Reyes, a quien Giordano conoció por su padre y se lo hizo escuchar cuando ya estaba afásico: “Se ve que la memoria de la música sobrevive a cualquier catástrofe”, me dice en ese audio. Aldo Campoamor, Ariel Ardit, entre otros cantantes más recientes, aparecen entre las recomendaciones que ahora atesoro. También me dijo que un día, caminando con su padre por calle Córdoba, pasando Mitre, en la enorme disquería que entonces era Tal Cual, se encontró con uno de mis discos más recurrentes del tango en piano, Sus tangos, de Lucio Demare.

Yo creo que esa memoria compartida de los lugares donde nunca estuvimos –que reverberan en esos tangos eternos– son la patria donde el lector se encuentra con Alberto Giordano. Es esa ciudadanía compartida lo que los hermana.

Créditos finales
Durante buena parte de El tiempo de la convalecencia acompañamos cada sábado a la mañana a Alberto, que viaja en taxi con su hija Emilia desde el extremo norte de Fisherton hasta el centro, donde ella toma un curso de fotografía. La foto de portada de esta entrada fue tomada por Emilia Giordano.
El título de esta nota alude al célebre texto de C.S. Lewis, A Grief Observed, que puede ser también leído como el diario de un duelo.
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Acerca de Pablo Makovsky

Periodista, escritor, crítico

"Nada que valga la pena aprender puede ser enseñado."

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