Entre la falsa eternidad del océano Pácifico y la tierna inmensidad de la cordillera de los Andes, en ese país llamado Chile, vive, desde hace 46 años, Constanza Michelson. Para ella, el psicoanálisis y la escritura son sus cartas de presentación, los lugares desde los que se posiciona para responder ante el mundo, los elementos ordenadores que eligió para construir su oficio de vivir, como diría Pavese, para romper con la propia soledad.
En 1962, el poeta chileno Nicanor Parra, publicó Versos de salón, en ese libro se encuentra el poema “Cambio de nombre”. En sus primeros versos, dice: “A los amantes de las bellas letras/Hago llegar mis mejores deseos/Voy a cambiar de nombre a algunas cosas./Mi posición es ésta:/El poeta no cumple su palabra/Si no cambia los nombres de las cosas”.
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Tanto la escritura como el psicoanálisis, dos prácticas de distinto orden, tienen algo en común. Eso que escribe Parra puede sintetizar ese puente, y, también, subrayar el aporte que realiza esta entrevistada al pensamiento contemporáneo: cambiar el nombre a algunas cosas, desconfiar del lenguaje para recuperarlo.
—Desde Neurótic@s, tu primer libro (Planeta, 2017), hasta Nostalgia del desastre publicado (Seix Barral, 2024), tu escritura mutó. También mutó el mundo: ¿Hay una relación cronológica y particular con los momentos y sujetos contemporáneos del mundo y la publicación de tus libros?
—En el tiempo de Neurótic@s el mundo surfeaba las últimas olas del siglo XX. La locura todavía parecía divertida. Había un cierto piso y, mediocres o no, aún contábamos con ideas de futuro. En ese libro discutía con cierto afán que comenzaba a surgir por las identidades, ya no como ideologías colectivas, sino basadas en el estilo de vida, y en las formas de gozar. Esas identidades comenzaban a transformarse en algo serio. En los medios de comunicación comenzaron a pasar de la sección “Tendencias y estilo de vida” a las secciones de “Política”. Y es que lo identitario no sólo comenzó a ser un ancla para el sentido de vida, sino también un contenido para la vida política que estaba vaciada. Al mismo tiempo se profundizó la idea de la verdad como algo transparente, sin conflicto ni mediaciones, sin inconsciente. Como la verdad que según dice el dicho es la de los niños, de los borrachos y de la locura. Si pudiera cambiarle el título al libro, hoy en día sería “Elogio a la neurosis”. Ese libro abre con una escena de una película noruega que traducida al español es Fuerza mayor. Trata de una familia perfecta con dinero, un matrimonio que tiene un niño y una niña. Van de vacaciones a esquiar y cuando están almorzando en la terraza del hotel, de repente, viene una avalancha. El padre toma su celular y huye, en cambio, la mamá toma a sus hijos y los intenta proteger. La avalancha se detiene justo antes de llegar al restaurante, porque es una de esas avalanchas programadas en los centros de esquí. El padre vuelve con su celular en la mano y en la escena hay un silencio sepulcral. La pregunta de la película es sobre la verdad de alguien. ¿La verdad de ese tipo es que fue, no sé, 40 años un buen ciudadano y se equivocó en ese momento? ¿O todo era falso y era en el fondo una rata? Puedes elegir en qué creer, encapsular a esa persona en esa acción, darle una identidad, o bien, abrir el camino para que la vida pueda continuar. En la película la mujer crea (de manera intrincada, y tras comprender que de otro modo era inviable soportar al marido) una escena para que él tuviera la posibilidad de reivindicarse. No destruyó la relación en nombre de una verdad cristalizada en un momento, sino que ejerció la preciosa posibilidad de los finales abiertos.
—¿Qué vale más? ¿Lo que decimos o lo que pensamos?
—La ética es sobre cómo respondemos, no sobre lo que decimos que somos. Se trata del acto. Por ellos comparecemos a los juicios, y podemos remediar, a veces con otros actos. La expectativa que comienza a emerger con fuerza y de lo cual buscaba escribir en Neurótic@s era sobre el declive de la ética en favor de la moral, los que venían encerrados en manuales de vida sobre cómo comer, cómo tener sexo, cómo criar. El censor no siempre viene de los lugares tradicionales, ni represores. Dicho de otro modo, no viene solo de las figuras “paternas”. También de lugares que parecen asépticos, o bondadosos, como esas madres de las que cuesta separarse porque, aunque asfixien, dicen actuar en nombre del bien de su hijo. El asunto es que ese tipo de represión que no actúa por la vía del aplaste, sino en nombre del amor, la salud o el progreso no le importa tanto lo que hacemos, sino que, además, sintamos y pensemos de modo correcto. Políticamente correcto. Una hipervigilancia cruzada; que en el fondo lleva a una sociabilidad paranoica. El problema es que el buenismo se pone histérico y nada tiene que ver con la bondad. A finales de la primera década de los dos mil esta lógica se inflamó. Todos teníamos que ser transparentes y demostrar que éramos buenos.
—¿Y después?
—Después, entrada de la segunda década de los dos mil, tras la crisis del 2008 y todos los ecos que tuvo ese acontecimiento, el mundo se empieza a politizar de vuelta, y muchas de estas cuestiones que tenían que ver con el estilo de vida se volvieron asuntos políticos. Algunos un poco ridículos y excesivos, pero se abrieron preguntas muy interesantes, la precarización laboral, la crisis migratoria, el cambio climático, y desde luego, el retorno de una ola feminista en 2018. En ese contexto escribí Hasta que valga la pena vivir, Después de eso, tras la pandemia, entré en Hacer la noche, un libro atravesado por lo que sucede cuando se nos cae el mundo y todas las resonancias que eso tiene.
—Y ahora aparece un libro completamente distinto a lo que venías haciendo.
—Nostalgia del desastre tiene otras cualidades, el protagonista del libro es la escritura. Una escritura que me interesa cada vez más. En el libro hay varias escrituras: la de la protagonista, la de narradora, la de la niña, la de los cortocircuitos. El libro busca reconstruir una escena que no termina de ocurrir. Esa escena infantil atravesada por la violencia que no alcanza a ser una historia porque ocurre todo el tiempo; con una protagonista que no puede decir “esto pasó y ya pasó”. Hay un expediente judicial, el que parece ser lo único fáctico en el relato. Sin embargo, esa clase de verdad no alcanza para encontrar una salida de aquella escena. Como tampoco le sirven a la narradora las teorías, ni del feminismo ni de la salud mental. Intenté escribir una historia donde es la escritura misma la que cambia las cosas; que no es cambiar la realidad, es construir un acto. Porque ahora también se usa la idea de la construcción de la realidad como si fuera una varita mágica, un asunto caprichoso y fácil. Me pongo a pensar en la primera escena de Neuróticos en el centro de ski y esa madre que inventa una escena para perdonar. Acá la narradora también inventa una escena para que la niña pueda perdonar y salir de ese dormitorio de una vez por todas, y lo hace con la escritura, con el lenguaje.
— Es un libro que insiste en la relación entre recuerdo y escritura. Una escritura no lineal, como gesto, en eso se parece al psicoanálisis y se diferencia de tus libros anteriores, más apegados al sentido.
— En Neurótic@s hay una escritura más fácil, es un libro que demoré mucho menos en escribirlo. Es un libro más irresponsable con la escritura. Es una relación distinta con el aprendizaje. Ahora me pasa al revés, se me vuelve más difícil. Por eso digo que en los tiempos de Neurótic@s la locura me parecía divertida, fue un libro con el que me reí mucho y la pasé bien escribiéndolo. En Nostalgia del desastre hay un detenimiento, hice muchas correcciones y cambió mucho cada vez que lo corregí. Tuvo distintos títulos, primero se iba a llamar: “Nacer después de la historia”, después “Los volcanes pueden ser tiernos”, por una visita que hizo Sartre a Chile, un viaje en el que la pasó pésimo donde lo único que pudo decir de Chile fue eso, que es una frase de Gabriela Mistral.
—¿Cuál es el asunto del libro?
—El asunto del libro es, un poco, qué hacer con la verdad traumática. Así es un libro que tiene humor, un tratamiento para no quedarnos fascinados con la escena, en la nostalgia del desastre, y las consecuencias que tiene eso para la vida individual y la vida de los pueblos. Creo que la búsqueda no es hacia el sentido sino hacia las palabras. No pensé el libro como un gesto psicoanalítico, si lo es fantástico pero no fue el propósito. No quise hacer un libro sobre psicoanálisis, tal vez sea un libro desde el psicoanálisis. Hay un capítulo que se llama Hijas de malos, en el que entrevisté, entre otras, a una mujer argentina hija de un torturador de la dictadura. Ella me hizo recordar algo muy importante: el valor de la ley simbólica, el valor de las palabras que pueden salvarte. Ella me estaba hablando de su filiación y el cambio de apellido. Por supuesto alguien podría decir: ¿cómo no sabés el valor de la ley simbólica si eres psicoanalista?. Pero eso no es lo que importa, lo que importa es quién, cómo y cuándo te lo dicen. Porque las palabras pueden ser actos.
— En ese capítulo de libro remarcás el valor de la relación con la ley para poder cambiar ese nombre y realizar un trasvasamiento más allá del padre biológico.
— Cuando entrevisté a esta mujer me dijo dos cosas. Lo primero es que uno puede desafiliarse del horror y la deshonra, y eso es un acto. Cada uno verá cuál es el suyo, que eso es algo que pienso en el libro. ¿Qué es desafiliarse del horror?, a propósito de salir de una escena y no quedar paralizados. Lo segundo es que hay ciertas cosas que se hacen una sola vez y para siempre porque sino se convierten en un espectáculo, y el problema con los espectáculos es que uno queda como resto. Ella no habla de este tema y no quiere utilizar su nombre en ninguna entrevista. Su intervención me sirvió para recordar que efectivamente el psicoanálisis piensa así. Uno puede decir que vive en democracia pero la democracia es cuando ocurre un gesto democrático. Lo mismo ocurre con el amor, uno puede decir que está en una relación amorosa pero el amor se hace todo el tiempo. Con el psicoanálisis pasa lo mismo: no basta con saberlo, no basta con descansar ahí, es un gesto que se actualiza todo el tiempo, que puede ocurrir o no.
—El psicoanálisis como una práctica que responde.
—Cuando fui a Buenos Aires me reuní con Diana Sperling, una filósofa que venía persiguiendo hace mucho tiempo. Nos juntamos a tomar un café. Fue muy divertido porque cuando llegamos al punto de encuentro nos dimos cuenta que estábamos vestidas iguales. Fue una conversación increíble, en un momento ella me cuenta algo de su historia a lo que le respondo con la palabra “volver”, y ella me dice que en hebreo la palabra “volver” se utiliza como sinónimo de “responder”. A lo que voy, uno no vuelve al psicoanálisis a leer la teoría del Edipo, tampoco a aprenderse de memoria un Seminario de Lacan, uno vuelve al psicoanálisis todo el tiempo para buscar una respuesta. Volver es responder, es un acto. Cuando se empieza a hablar en lengua psicoanalítica de manera inocente, usándola para la política o los medios de comunicación, sin temor, ni temblor, me parece que ahí no ocurre el psicoanálisis. No sé cuándo ocurre el psicoanálisis pero sé cuando no. En una sesión con un analizante tampoco es que el psicoanálisis ocurra todo el tiempo.