Desde la llegada al poder en diciembre de 2015 de la Alianza Propuesta Republicana/Cambiemos la Argentina fue testigo del establecimiento de un gobierno constitucional cuyo rasgo saliente ha sido el rol determinante que jugaron medios de comunicación y redes sociales en el proceso de su conformación y en los modos de legitimación que encontró en su desenvolvimiento: Macri, el primer presidente de Facebook acertó el diario La Nación en aquella coyuntura.
Como era de esperar, en el orden económico ese gobierno implementó un programa neoliberal gestionado por una élite de gerentes de empresas locales y transnacionales puestos a asaltar el Estado. Pero sobre todas las cosas ensayó una verdadera restauración conservadora –despidos masivos, censura, persecución de militantes sociales, ataque a la educación pública, amnistía a represores, violaciones al estado de derecho– cuya violencia no reconoce antecedentes, al menos si nos atenemos a los parámetros con los que se ha tramitado la política en nuestro país a los largo de la transición a la democracia iniciada hacia 1984. En suma, una política integral del odio vehiculizada por un cúmulo de resentimientos que se tradujeron en numerosas medidas represivas entre las que cabe destacar, por su carácter criminal, la persecución llevada a cabo contras las comunidades mapuches en el sur del país. Tal la marca distintiva del ciclo que se cerró a fines de 2019.
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Lo oscuramente novedoso en los tiempos que corren es que tales estrategias, sostenidas por discursos que expresamente promueven la desigualdad y la exclusión, han encontrado eco en una porción significativa de la población, incluso de franjas ubicadas en escalas sociales muy bajas que, como sabemos, dieron su apoyo electoral a Macri creyendo macabramente que ellos también estaban invitados a esa fiesta.
Eso es lo que el imperio de las redes sociales ha puesto a la luz en estos últimos años, nos referimos al desenvolvimiento de una subjetividad profundamente reaccionaria que recuerda al modo cómo hacia 1950 Theodor Adorno definiera la personalidad autoritaria: satisfacción en la obediencia, en la sumisión a la autoridad, sometimiento ciego a los criterios de juicio correspondientes a los grupos dominantes y un alevoso instinto de destrucción hacia el colectivo que se concibe como el enemigo a golpear: movimientos sociales, piqueteros, minorías étnicas, inmigrantes de países vecinos, seguidores de determinadas bandas de rock o simplemente pobres.
Ahora bien, en las fantasías autoritarias que comparten un segmento amplio de la sociedad, medios y clase política no hay que leer solo las reacciones frente a la crisis actual con su promoción de frustraciones a escala planetaria, hay que advertir también los ecos de antiguos prejuicios que funcionaron como marcas identitarias de las clases medias durante buena parte del siglo XX –y que ciertamente parecieron eclipsadas durante años para regresar con una fuerza inusitada hacia 2015. En otras palabras, el gobierno de Macri es el regreso de la Argentina gorila, esto es de antiguos mitos tamizados hoy por el lenguaje de los medios de comunicación. Se trata de una verdadera ideología del resentimiento, la que alcanza su paroxismo cuando se trata de atacar las figuras de Néstor y Cristina Kirchner (2003-2015). Para adentrarnos en ese problema será necesario volver nuestra mirada sesenta años hacia atrás.
La fiesta del monstruo
En 1958 el gobierno de la llamada Revolución Libertadora publicó El Libro Negro de la Segunda Tiranía, un compendio de denuncias sobre el régimen caído, enmarcado en una política de desperonización de la Argentina que, entre otras cosas, prohibía nombrar en público al líder en exilio. Esas denuncias sobre ilegalidades y corrupción se asentaban en una verdadera poética, un conjunto de mitos, creencias, rumores, prejuicios sobre Juan Domingo Perón, Evita, su régimen y sus seguidores –una sensibilidad que se dio en llamar gorila. En su Filosofía política de una obstinación argentina, José Pablo Feinmann brindó un análisis riguroso de ese vasto proceso. Desde aquellos rasgos del peronismo histórico que abonaban la reacción de los opositores hasta el carácter fuertemente clasista que adquiría la animadversión de los antiperonistas. Y allí nos contaba también la operación que relevantes intelectuales realizaron para asociar esta Tiranía con la Primera (1835-1852), que no es otra que la de Juan Manuel de Rosas, aquel Restaurador de las leyes, cuya Mazorca era concebida como el antecedente decimonónico de las organizaciones peronistas.
Ejemplo fundante y en muchos sentidos insuperable de esa sensibilidad gorila es la “Fiesta del monstruo”, cuento que Bioy Casares y Borges publicaron hacia 1947 bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq. El tono irónico que lo recorre, tributario de una magistral parodia del habla popular, se corta abruptamente en el último episodio: los muchachos peronistas terminan robando y asesinando cruelmente a un estudiante judío que circunstancialmente habían cruzado en su camino hacia la plaza, una escena que muchos lectores vincularon con El matadero de Esteban Echeverría, de 1837.
El gorilismo de las clases medias y altas se expresaba en el desprecio por los “cabecitas negras” denostados política, moral y estéticamente, pero también en el miedo a las masas: entre los relatos de horror que corrían por Buenos Aires en la época se destacaba aquel de la empleada doméstica que asesinaba al niño de la casa donde trabajaba “cama adentro”, lo asaba al horno y lo servía en bandeja a sus padres, recién vueltos del teatro.
Caído Perón en el 1955, la extensión de esos rumores concitó la atención de la psicoanalista autríaca Marie Langer, quien había llegado al país años antes escapando del nazismo. El estudio se llama El niño asado y otros mitos sobre Eva Perón (1957). Allí Langer trabajaba una serie de relatos que a su juicio involucran la figura fantasmal de Evita: la de la sirvienta perversa, la madre asesina y la amante mortal. El último estudio de ese libro versa sobre lo ocurrido cuando la enfermedad de la jefa espiritual del movimiento, su cáncer que la llevará a la muerte en 1951: “entre las madres de barrio norte se instruye que no hay que llevar a los hijos a hospitales o dispensarios porque Eva Perón que, para recuperarse necesita sangre fresca y joven, ha ordenado sacarla de los niños de la burguesía”[1]. Ciertamente las significaciones de esa figura no dejaron de adosarse, desde Evita santa hasta la Evita Montonera décadas más tarde. Sobre estos mismos materiales, Néstor Perlongher escribirá su saga Evita vive, que leímos en la revista El Porteño hacia los ochenta, otra Evita, que cada tanto bajaba del cielo para pasar un rato entre los vivos, en hoteles de alojamiento, una Evita reventada y transgresora que, claro, iba a volver: “había ido a hacer un rescate y ya venía, ella quería repartirle un lote de marihuana a cada pobre, para que todos los humildes andaran superbién, y nadie se comiera una pálida más, loco, ni un bife”.[2]
Pasaron muchos años y muchas cosas en la Argentina, el Libro Negro no encontró lectores atentos si hemos de creer en la enorme cantidad de adherentes que el peronismo consiguió a lo largo de los años sesenta y setenta. Hubiera podido pensarse que ese informe nos hablaba de un mundo lejano y extraño. Pero lo cierto es que aquellos prejuicios se revelaron cárceles de larga duración capaces de sortear todos los obstáculos. Bastó con que a comienzos del nuevo milenio el kirchnerismo concretara alguna de las promesas incumplidas del alfonsinismo y promoviera ciertas políticas de inclusión y de derechos al calor de un discurso que retomaba antiguas consignas del pensamiento nacional y popular para que la reacción de las derechas no se hiciese esperar y aquel pasado asaltara nuestro presente.
En efecto, lo que hemos vivido desde 2003 a 2020 es la construcción mass mediática de un nuevo Libro Negro, en este caso de la “Tercera Tiranía”, la de Néstor y Cristina, a quienes se les asigna, lo vemos a diario, todos los rasgos del tirano de Platón en sus respectivas insaciabilidades y desmesuras –al igual que en el pasado con Perón y Evita. Este libro es construido por diarios, portales y los medios de comunicación, pero en él creen y cooperan muchos, entre otros aquellos que han dado como buena la fascinación de Néstor por las cajas fuertes de caudales como denunciara hacia 2013 el periodista Jorge Lanata en canal 13[3] así como en aquel pasado lejano de principios de los años cincuenta algunos habrán creído sinceramente en una Evita vampira. «salvada por el gong» se llama el capítulo.. Ninguno de ellos ha cambiado, los mismos garcas de ayer y de hoy, con la diferencia que ahora gobiernan. En cambio el que sí ha cambiado es el autor, Daniel Santoro, hacedor en la última década de las tapas y notas truchas de Clarìn et al: de denunciar a todos estos corruptos se ha convertido, como tantos otros, en su mejor empleado, en su vocero
Ampliación del régimen de lo decible
Ese es el trasfondo emocional que habilita el despliegue de las proyecciones racistas, clasistas, misóginas enmarcadas en la dialéctica de la impotencia y de la agresión que distinguen al colectivo macrista. Los tuits de los rugbiers de los Pumas caídos en desgracia en este fin de 2020 constituyen un ejemplo acabado de ese fenómeno, casi un resumen de lo que veremos en un momento. Como si encerrada desde 1984 en aquellos ciegos estereotipos, una parte de la sociedad argentina durante todos estos años de democracia hubiera esperado su liberación lingüística –la que, en efecto, la definitiva entronización de los medios y las redes sociales vinieron a ofrecerle. Así vivimos de modo lacerante lo que las ciencias sociales llaman “la ampliación del régimen de lo decible”.
De allí que sea un error suponer que las llamadas marchas “anticuarentena” expresan minorías extraviadas. Por el contrario, reflejan en pequeña escala el conjunto de valores que dan consistencia a la alianza Cambiemos del mismo modo que el funcionamiento de los campos de concentración expresaba en miniatura el conjunto de premisas que guiaba al régimen nazi. En esas consignas se escucha el eco de todos los héroes del paisaje PRO. Recordemos momentos inolvidables de ese itinerario: hacia 2009, Abel Posse, ministro de educación de Macri en CABA atacó a la cultura del rock por “estupidizar a la juventud”, al tiempo que acusaba al gobierno de Néstor Kirchner de promover “el vandalismo piquetero, el desborde lumpen y la indisciplina juvenil”. En 2011, el comediante Miguel del Sel afirmó que el pequeño subsidio a los sectores empobrecidos conocido como la asignación universal por hijo “fomentaba el embarazo de las adolescentes pobres, de 13 y 14 años”, quienes, hemos de creer, usufructuaban arteramente esa medida embarazándose para cobrar plata. Enmarcado en ese mismo vendaval clasista, en mayo de 2016 el economista González Fraga sostuvo que el problema del país era que sendos gobiernos K habían promovido un consumo desaforado, nos habían hecho creer que todo trabajador podía tener acceso a bienes a los que por definición no tiene derecho. A los efectos de interpelar a su público olvidó los números para armarse con el más clásico de los prejuicios gorilas, aquel que el artista plástico Ricardo Santoro ha llamado el “fantasma neurótico del goce del otro (negro peronista)”: el resentimiento del miembro de las clases medias frente al consumo de aquellos sectores ubicados en escalas inferiores, goce consumista que se vive como ilegítimo, como un atentado a la meritocracia: “Le hiciste creer a un empleado medio que su sueldo servía para comprar celulares, televisores plasmas, autos, motos e irse al exterior. . Eso fue una ilusión, eso no era normal”.
Por fin, en estos estos tiempos de pandemia, saltando todas las barreras, la fiscal de la patria mass mediática Elisa Carrió apeló a la infaltable teoría conspirativa para denunciar, junto con Baby Echecopar, que la eventual vacuna rusa contra el COVID es producto de un complot criminal habida cuenta que “la inteligencia rusa está directamente vinculada con Cristina Kirchner”. Los ejemplos pueden multiplicarse al infinito. Tienen la misma entidad disparatada que los mitos y relatos que citamos más arriba, pero no hay duda que encontraron y encuentran un público dispuesto a escucharlos y a creerlos: allí se encuentra el voto al PRO.
Los artistas Eduardo Jacoby y Syd Krochmalny supieron captar tempranamente este fenómeno y a partir de las intervenciones en los foros y correos de lectores de la versión online de los dos grandes periódicos argentinos –La Nación y Clarín– compusieron Los diarios del odio un poemario en donde se tramita de modo lacerante el rechazo al kirchnerismo, a la cultura popular y, por supuesto, a los negros –en todas y cada una de sus acepciones–: “Piketeros: Esta es la esencia del morocho/cocoho, cabeza y mestizo…/son los que tiran piedras/ y alimentan el cáncer/ del peronismo engordando/ los índices de pobreza y violencia../ morocho argentino=violencia…/al pan pan y al negro cabeza…”
Veamos los fragmentos ensamblados de otro poema, “Argentina negra”: “Me confieso racista/ no por maldad/ simplemente está en mi código cultural… me molestan los negros africanos/ vendedores ambulantes/ Buenos Aires se ha transformado en un mercado negro/ Blanqueemos el mercado negro/ Parásitos intercambiadores/ nunca vi a uno agachando el lomo/ arman asociaciones ilícitas para delinquir/ falsificando marcas/ evadiendo impuestos y cargas previsionales/ ocupando la vía pública/ comercian anteojos que dañan la vista/ se criaron entre luchas/ saben del manejo de armas/ son musulmanes/ ¿alguien me puede asegurar que no son células dormidas que esperan ser lo suficientemente poderosas para actuar?”
Posiciones de sujeto
Como es evidente, la naturaleza del prejuicio no sabe de argumentos racionales, por otra parte la campaña lanzada contra el universo kirchnerista no apela a premisas o valores políticos ni discute proyectos de país. Por el contrario, se asienta en una serie de supuestos entre los que sobresale la tesis de impostura: los dos gobiernos K hablaban en nombre de derechos y de excluidos pero en realidad solo buscaban el enriquecimiento de dos delincuentes, Néstor y Cristina, de sus banda de amigos, y todo ello con la condescendencia de una sociedad anarcotizada por el populismo.
Tal la imagen difundida todavía hoy por la mayoría de conglomerados mediáticos y buena parte del arco político. Pero la cosa es mucho más amplia: en la tarea de destrucción simbólica del universo K han trabajado mancomunadamente los editorialistas liberales del diario La Nación, como Carlos Pagni y Marcos Aguinis, el opinólogo Julio Bárbaro, el progresismo cultural/universitario al modo de la ensayista Beatriz Sarlo, el editor Alejandro Katz, el filósofo Tomás Abraham, el politólogo Marcos Novaro, y con ellos la barbarie en estado puro de la televisión nocturna: Luis Majul, Eduardo Feinmann, Jonatan Viale, Viviana Canosa, los fascinerosos Leuco, Luis Novaresio y sus animales sueltos, etc. Si nos preguntáramos cómo es posible semejante coalición que asocia republicanos, progresistas, liberales, justicialistas, fascistas y apolíticos, la respuesta es sencilla: lo hace posible ese conjunto de prejuicios, de miedos, de resentimientos que constituyen la subjetividad gorila; “posiciones de sujeto” –diría Ernesto Laclau– que cortan transversamente sectores de clase y culturales muy diversos.
Como es evidente en los días de pandemia que nos tocan, ese vendaval de resentimientos se condensa en el odio a Cristina Kirchner quien, lo han denunciado incansablemente portales y la prensa escrita, gusta de la ostentación de ropa, zapatos y carteras: signo incontestable de la hipocresía de una personalidad que habla en nombre de los desposeídos pero vive en el lujo, si no en la lujuria. Exactamente ese era uno de los tópicos que enmarcaba la demonización de la figura de Eva Perón en los años 40 –se recordará que Evita utilizaba vestidos de casas célebres, entre ellas del mismo Cristian Dior, e incluso cuenta el mito que la mortaja utilizada en su velatorio (1951) era un modelo de alta costura del diseñador francés aún no estrenado. Eventualmente, a esa primera denostación se le adosa el hecho de que ambas líderes tuvieron una infancia de restricciones y con ello se acentúa la carrera por el ascenso social y las formas en que éste se expresa: Cristina y Evita como nuevas ricas bregando obscenamente por exhibir el signo de su reciente condición.
En ocasiones la operación mass mediática en torno a la corrupción nos depara escenarios imprevistos y advertimos entonces que ese odio que hace de cristina Kirchner una suerte de Cleopatra patagónica parece sin embargo abismarse en deseo, imantarse en aquello que se obsesiona en denunciar, en descubrir. Un odio que necesita meterse en la privacidad del tirano, fisgonear su alcoba, recorrer sus vísceras. Algo de esa singular erotización se observa en personajes como la ex diputada Margarita Stolbizer o la actual diputada Mariana Zuvic y sus denuncias interminables en contra de la ex presidente: Margarita y Mariana han hecho de Cristina Kirchner la razón de sus vidas.
Saga nacional
En última instancia, más allá de la coyuntura, la obsesión gorila en torno al kirchnerismo, la necesidad de volverlo un acontecimiento monstruoso, atañe al modo como se constituyeron las tradiciones políticas e ideológicas en este país. Lo cierto es que el derrotero del peronismo desde sus orígenes hasta el presente constituye, con sus villanos y sus santos, el relato a partir del cual esta sociedad se lee a sí misma, del que ni amigos ni enemigos pueden sustraerse: en los días que corren asistimos al capítulo “frente de todos/Alberto” de una saga nacional que viene de lejos y, todo indica, continuará en el futuro. De momento, el perokirchnerismo sigue jugando un rol central; en la alianza del PRO, los radicales, en cambio, parecen relegados a un papel de reparto. Sin embargo, cabe pronosticar que esa configuración o alguna similar sobrevivirá sin dificultades habida cuenta de que no es otra cosa que la expresión partidaria de un sentido común mass mediático inherente a modos de subjetivación propios de la racionalidad neoliberal que atraviesa el planeta –una racionalidad que puede perder muchas elecciones pero seguirá guiando en buena medida nuestras cabezas.
Si por un lado vivimos en la evidencia que nuestras prácticas sociales y políticas se encuentran por así decirlo sobredeterminadas por la práctica mass mediática que marcaría una nueva época de realidades virtuales y por lo que ahora se llama “post verdad”, por otro debemos admitir que las identidades colectivas encuentran su divisoria de aguas en lejanos prejuicios. En cualquier caso lo que importa es que hoy como ayer ese resentimiento de nuestros liberales republicanos va mucho más allá y promete tirar a matar, es en verdad el odio a la igualdad, a la inclusión, a los derechos, a la pluralidad, a la libertad: odio a la democracia Un odio gorila cargado de muerte: eso ha sido la Argentina de Macri. Eso es la alianza Cambiemos.