Sí, sí, lo escuchamos y lo leímos en muchos lugares desde que nos enteramos de que más de veinte personas murieron en estos días por consumir cocaína cortada con fentanilo comprada a un transa de 3 de Febrero, uno de los 62 partidos bonaerenses gobernados por la alianza macrista. Lo que nos dicen es que el tráfico y comercialización de drogas en Argentina se parece poco a la espectacularidad que nos muestran las series más difundidas sobre el fenómeno en plataformas como Netflix.

Y es cierto. Una de mis mayores incomodidades al cubrir noticias “policiales” (en otras tradiciones periodísticas la sección recibe nombres que la despegan de la agenda policial; entre los diarios británicos era, hasta no hace mucho, crime) solía ser que el resultado diario de las publicaciones era directamente una feria de atrocidades de la pobreza: los pobres que consumen droga mal cortada, los pobres que se matan en el barro, los pobres que se asocian para delinquir y producen monstruos amplificados con sustantivos que agitan los miedos y los prejuicios de la gente bian: monos, garompas. Monedita, tiratiros, y así. En el ruido indiferenciado de los medios un narco es un pobre transa que se las arregla para vender una sustancia ilegal, generalmente al amparo de un jefe que tiene conexiones con la policía, que a la vez tiene un jefe con conexiones con la justicia y así hasta el poder político, que suele pagar sus millonarias campañas políticas cada dos años con el dinero de la droga.

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Plataformas que precarizan

La visión utópica del metaverso que dio Mark Zuckerberg es otro capítulo de la colonización de la vida que producen las grandes tecnológicas y que pronto será una nueva distopía.

Los financistas conectados a la Bolsa de Comercio de Rosario, que administra el tráfico legal e ilegal de cereales de la región más rica del país, los que manejan los dólares que fabrica el narcotráfico –desde el transero pobre al jefe protegido por la policía y la justicia–, la economía que genera el menudeo de la droga en los barrios pobres, raras veces tienen titulares o editoriales en los medios y, si los tienen, se disuelven en el ácido mismo de la división en secciones.

Pero ¿qué es lo que dicen esas series mainstream de la droga, del narco?

En 1958 la traductora Inés Navarro rebautizó la novela de Raymond Chandler The Big Sleep (1939) con el hermoso El sueño eterno. La misma traducción eligieron los traductores para el octavo episodio de la segunda temporada (2018) de la serie Ozark, “The Big Sleep”.

Ozark tiene la dignidad de hacerse cargo del argumento de Breaking Bad: la droga no es otra cosa que el dinero o, mejor, el capital: no sólo se trata de juntar dinero, sino de que ese dinero participe de un proceso de acumulación incesante.

Bien. Pero en ese episodio –que todos recuerdan ahora–, Darlene Snell envenena la droga que provee un narcotraficante mexicano de apellido Navarro para embarrarle la cancha. ¡Uf!, habría que explicar toda la trama para entender esa acción. Basta con saber qué hizo; para entender a ese personaje incómodo y superlativo interpretado por la vestal veterana Lisa Emery hay que ver la serie. Pero sí cabe aclarar que Darlene Snell y su esposo representan de algún modo los viejos y blancos valores de ese territorio arriba de la sufrida Appalachia –conocemos los personajes de la Appalachia a través del despectivo hillbilly, el blanco pobre asociado al bandidaje–, mucho más asociados a las disputas por la tierra que a la intangible ubicuidad del negocio de la droga en la actualidad. La misma trama de la serie –vista a través de sus figuras– nos informa que eso de envenenar la droga sería algo así como quemar dinero. En la lógica “emprendedora” que tiene la comercialización de la droga hoy en día, que un transero paraguayo escondido en un municipio cambiemita arruine su cocaína con fentanilo para matar a sus clientes no tiene lógica alguna.

Villanos

En marzo de 2017 el entonces presidente Mauricio Macri se jactó en su discurso de apertura de sesiones ante el Congreso de la profundización de la lucha contra el narcotráfico –al mismo tiempo que prosperaba la causa contra el intendente paranaense Sergio Varisco, de su espacio político, por narcotráfico– y volvió a poner en agenda un “debate” sobre la edad de imputabilidad penal de los jóvenes.

Es que el del narcotráfico es desde hace mucho el mejor discurso para crear villanos que sólo parecen ajenos a la dinámica del neoliberalismo.
Como suele suceder, las ficciones –que no son fantasías ni inventos, sino lecturas diversas de lo que convenimos en llamar realidad– ya señalaron estos caminos de varias formas.

Dos series sentaron el paradigma para pensar el narcotráfico, The Wire (HBO, 2002-2008) y Breaking Bad (AMC, 2008-2013)las demás suman anécdotas, detalles particulares o biografías: Narcos y toda la lista.

En marzo de 2015 el entonces presidente de Estados Unidos, Barack Obama –acaso un poco tarde– mantuvo una entrevista en la Casa Blanca con David Simon, escritor, ex periodista y creador de la serie The Wire, de la que Obama fue siempre un declarado admirador. El motivo de la conversación era la Guerra contra las Drogas, desatada en la era Nixon, atemperada luego y profundizada en la presidencia de los Bush, y que su administración continuó.

En la entrevista Obama necesitaba del relato de Simon en la serie para argumentar que era necesario dejar de encarcelar personas por delitos no violentos involucrados con las drogas, lo que había llevado a generaciones a privarse de la presencia de un padre, etcétera.

Ese sólo hecho, el encuentro de un presidente con el creador de una serie para referirse a un tema central de la política interior: Estados Unidos es el país con mayor cantidad de presos del mundo, el 40% son afroamericanos cuando ese sector de la población apenas representa el 7% del total, ya habla de la grandeza de la serie.

Pero el mayor mérito de The Wire es haber llevado a la pantalla el proceso por el cual el narcotráfico se convierte en una verdadera economía alternativa cuando la ciudad de Baltimore –en Maryland, de donde es Simon– se “gentrificó”, es decir, convirtió sus espacios públicos y sus tierras más codiciadas en una mercancía de intercambio de la especulación financiera.
Lo explicó la escritora argentina Gabriela Massuh en su libro El robo de Buenos Aires (2017), cuando se refiere a la privatización de Puerto Madero: “La impune privatización de 170 hectáreas de ciudad para convertirlas en un coto privado de especuladores y lavadores, narcos o no narcos. El modelo Puerto Madero dio a luz el mecanismo que en la década del 2000 se aplicó a toda la ciudad: especular con el suelo urbano para colocar excedentes y terminar destruyendo la ciudad. Esta es la gran industria de la construcción que, en Buenos Aires, produjo 450 mil personas que no tienen acceso a la vivienda, un crecimiento exponencial en villas con la existencia, al mismo tiempo, del 29% de departamentos nuevos vacíos, construidos solamente para ‘mantener el valor del dinero’ sin haber crecido un ápice la cantidad de habitantes de la ciudad desde 1946”.

Es el tipo de movimientos que describió David Harvey en su Breve historia del neoliberalismo: además de contar la historia de cómo un grupo de policías suman tecnología para dar con los peces gordos del narcotráfico, The Wire –wire es cable y, por extensión, señala las técnicas de escucha e inteligencia judicial– es la biografía de una ciudad, el relato de las clases más pobres corridas de la circulación del capital que deben armar un economía paralela a partir del tráfico de drogas.

Emprendedores

Breaking Bad, creada por Vince Gilligan, cuenta la historia de Walter White (Bryan Cranston), un profesor de química que monta un alambique para fabricar cristales de metanfetamina cuando se entera de que va a morirse de un cáncer de pulmón y que todo lo que puede dejarle a su familia son las deudas de su hipoteca. En realidad, ese simple detalle –alguien que fabrica droga para acumular dinero con cierta celeridad–, que podría servir de línea argumental para una comedia negra, se desarrolla con una precisión pedagógica en la primera temporada: nuestro profesor White intenta juntar dinero con trabajos extra, hasta que comprende, como lo comprendió hace rato gran parte de la clase dirigente argentina, que nadie gana dinero trabajando.

Para esta pequeña empresa que consiste en fabricar droga, nuestro Walter White puede arreglárselas más o menos bien, pero un alambique (usamos el término en un sentido metafórico, porque en verdad se trata de un laboratorio; es que el alambique fue, en la historia del oeste medio y el sur norteamericano, el centro gravitacional de su cultura: con él se fabricaba el elíxir con el que mitigar las penurias de la conquista del Oeste y la búsqueda del oro, y con él se restituía el tráfico de alcohol que la ley seca prohibió a partir de 1920); un alambique, entonces, necesita ocultarse. Además, la droga necesita distribuirse y, sobre todo, alguien debe recaudar los beneficios de esa distribución. Para todo eso (esconder el alambique, distribuir y obtener ganancias de la circulación de la droga en la calle), nuestro profesor se asocia con Jesse Pinkman (Aaron Paul), un ex alumno de su curso cuyas habilidades en estos asuntos son dudosas: las fantasías iniciales que ayudan a Walter White para ver a Pinkman como traficante se reforzarán luego con las presiones reales de un White cada vez más despótico que ha reducido –acuciado por la cercanía de la hora final– todas sus relaciones con el mundo a la más elemental del capitalismo, costo-beneficio.

Así, Breaking Bad narra también la transformación de un pequeño emprendimiento económico, casi artesanal, en una pyme primero y, luego, con la intervención de Gus Fring (Giancarlo Esposito), un narcotraficante bien organizado, en una gran firma, un negocio serio.

Lo que Breaking Bad cuenta, en épocas de burbuja inmobiliaria, cuando la aspiración de la clase media de tener una casa ya no forma parte del sueño americano, es la transformación de la droga en capital.

Jam

Necesito improvisar para no decir, lisa y llanamente, que la única droga es el capitalismo.

La adorable Rita Coolidge compuso “All time high”, el tema principal de Octopussy (1983), décimo tercera película del a franquicia James Bond. Ese “high”, en los 80, podía tomarse como una metáfora, pero literalmente significa drogado. Es cierto, en la canción de Rita Coolidge se entiende como “borrachos de amor”, pero para cualquier angloparlante Rita nos dice que está todo el tiempo “puesta” de amor.

“Todo lo que quería era una dulce distracción por una o dos horas. No era mi intención hacer las cosas que hicimos. Qué curioso cómo suceden las cosas con el amor. Encontrás lo que no buscabas. Y entonces es que somos dos de una misma especie. Nos movemos como uno. Estamos todo el tiempo puestos”. Así dice la canción “All time High”. Quería una “distracción”, pero hicieron “cosas” y entonces descubre que son “two of a kind” (“dos de una misma especie”).

Esas figuras que nos ofrecen series como Breaking Bad, The Wire u Ozark nos cuentan personajes convertidos en seres de “una especie”, separados de algún modo de un sistema que tiene la cualidad de convertir en “especie” a una serie monstruosa de especuladores, acumuladores y vaciadores a costa de desterrar aquello que los enriquece.

viví Santa Fe
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Acerca de Pablo Makovsky

Periodista, escritor, crítico

"Nada que valga la pena aprender puede ser enseñado."

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