Angélica Gorodischer, una de las escritoras más prolíficas y reconocidas de Rosario, tenía 93 cuando murió este sábado en la ciudad. Había publicado más de treinta libros entre novelas y cuentos y aunque se paseó por diversos géneros literarios, fue una de las pocas escritoras de ciencia ficción argentina reconocida como pionera en el género. Además, una de las primeras en declararse abiertamente feminista allá por los años ochenta.
Angélica nunca pasaba desapercibida. Pelo cortísimo de color rojo fuego, aros redondos y anillos grandes la hacían inconfundible. Charlatana, risueña y desbocada desplegaba en una conversación tanto los buenos modales de señora del Jockey Club como las expresiones vulgares del tipo “me ne frega”, “vaffanculo”, “carajo”, “cabeza de alcornoque”, “pedazo de boludo”.
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Había nacido en Buenos Aires pero toda su vida la pasó en Rosario. A los cinco años ya sabía leer y escribir. En su casa de la infancia había una gran biblioteca y aunque a ella le compraban el Billiken, sin que la vieran y en puntas de pie se robaba los libros de ensayo para leerlos aunque no entendía nada. Su madre, Angélica Junquet de Arcal, también fue escritora.
Entre 1998 y 2002 Angélica organizó tres encuentros internacionales de escritoras en el Centro Cultural hoy llamado Roberto Fontanarrosa (que durante marzo de 2019 llevo el nombre de la escritora como parte de una intervención en el marco de la muestra sobre los feminismos rosarinos llamada Revolucionistas).
En el año 2003 su libro Kalpa Imperial fue traducido al inglés por Ursula K. Le Guin, con quien intercambió varias cartas. Opus dos (Barcelona, Minotauro, 1966) y Trafalgar (Buenos Aires, El Cid, 1979) son solamente algunos de sus libros de ciencia ficción. Entre sus novelas se destacan Flores de Alabastro (Emecé 1985), Prodigios (Barcelona, Lumen, 1994), Doquier (Buenos Aires: Emecé, 2002), Tumba de Jaguares (Emecé 2005) y Palito de Naranjo (Emecé, 2014). Aunque decía escaparle a la realidad a la hora de escribir publicó Historia de mi madre (Buenos Aires: Emecé, 2003) un libro autobiográfico donde a través de la figura de su madre cuenta la historia de las mujeres fuertes de su familia. Obtuvo tres premios Konex, en 2012 recibió la mención de Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en 2018 el premio a la trayectoria del Fondo Nacional de las Artes.
En su currículum –que odiaba redactar– no mencionaba ningún título oficial porque le gustaba decirse narradora: “Lo único que hago es contar cuentos. Quiero decir contar peripecias. Nací para contar”.
Y tanto es así que su historia de amor con el arquitecto Sujer Gorodischer también podría haber sido la trama de una novela. Algo que contaba cada vez que le preguntaban cómo terminaron juntos. Para casarse en 1948 la pareja tuvo que fugarse a Buenos Aires porque ambas familias –la de él judía, la de ella católica– se oponían rotundamente a la boda. “Cuando se enteraron del noviazgo casi se desmayan pero igual lo hicimos”, me contó Angélica en una entrevista que le hice en 2015 para el diario La Capital. Los recién casados volvieron de Buenos Aires, ella siguió trabajando, él estudiando y cuando nació el primer chico ya nadie se resistió y terminaron por aceptar a la nueva familia.
En 2011 escribió Diario del Tratamiento cuando atravesó un cáncer. Aunque su editora le propuso publicar el libro ella dijo que no. Hasta ahora existen sólo dos copias impresas: una de ella, otra de su oncólogo.
Por ese tiempo estaba leyendo a Oliver Sacks en su libro Los ojos de la mente y se encontró con parte de su autobiografía y la de su cáncer. Él perdió un ojo y atravesó un dolor espantoso, ella en cambio siguió un tratamiento y lo soportó bastante bien. Pero cuando inició la quimioterapia las enfermeras le entregaron una libretita para que rellenara con una cruz en los casilleros en blanco las sensaciones que tenía tras las primeras dosis: desmayos, dolor, mareos, inapetencia. Le pareció una porquería dar su respuesta con un mero ícono y entonces empezó a escribir día a día.
No creía en la inspiración como aquello que desciende para iluminar a quien escribe. Creía en el trabajo, en las horas del traste apoyado en la silla y en que el material para un cuento está en cualquier parte. No creía en los talleres de escritura porque decía que “no se puede enseñar a ser escritor”. En cambio sí creía en lo que llamaba Grupos de Reflexión de Escritura adonde recibía sólo personas con proyectos de libros en proceso.
Los últimos años decía que escribía de día, como una bacana y en la habitación que quedaba atravesando el jardín y donde el marido le había construido su estudio. Pero cuando sus tres hijos (Sergio, Horacio y Cecilia) eran chicos escribía a las tres de la mañana en cualquier lugar de la casa, cuando todos dormían o estaban en la escuela o antes de salir a trabajar en la biblioteca de una editorial médica.
Nunca tuvo vergüenza de llamarse feminista, aún cuando esa palabra era una blasfemia, como tampoco de usar como suyo el apellido de su esposo. Me dijo en 2015: “El machismo es un prejuicio y el feminismo es un movimiento político mundial. El machismo es toda esa mentira que las minas somos más débiles, más emotivas, más maternales. Las minas somos personas, loco. La noción de que las mujeres somos personas es muy difícil de tragar. Porque las mujeres somos o brujas, o putas, o hadas, o madres, pero personas no. No me hinches las bolas. Lo que quiero es que no importe para conseguir un laburo que seas mujer o que seas varón, o que piensen que porque sos mujer vas a tener hijos y no te lo quieran dar a vos. Quiero iguales derechos, iguales remuneraciones, iguales consideraciones, iguales todo”.