¿Qué día empezó todo?
¿En qué tarde se cruzaron las avenidas y las conversaciones?
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¿Y dónde?
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En la tribuna de Argentino, Alacrán era un personaje distinto. Cuando lo conocí, por el 2000, usaba ese look noventoso de campera y pantalón de jeans celeste claro, tenía el pelo largo y podía aparecerse con un cordón amarillo que brillaba sobre sus zapatillas de tela o con una de sus uñas pintadas de rojo, algo inusual en el ambiente del fútbol. Fue el primero en llevar banderas sin ser de la barra y sus lemas eran “Salaítos Beat” o “Los Salaítos Paranoicos”. El último de sus trapos, inspirado en Charly García, decía: “Contale a tu mamá”.
Era portero de edificio, trabajaba en horario cortado y le gustaba emborracharse a la salida de los partidos, perderse en la calles y perderse de sí mismo. Terminaba en cantobares, en boliches lejanos o en largas caminatas entre el asfalto y la luna.
Tenía treinta y cinco años, yo doce; y sábado a sábado, año a año, la vida nos fue hermanando. Lo visitaba en su casa de zona sur, en cuya terraza había una piecita donde atesoraba vinilos, casete y CD de rock nacional. Escuchaba sus historias de viajes y recitales, de partidos de fútbol y andanzas callejeras.
—Descubrí un club por acá —le contaba yo, emocionado—. El Canals, ¿puede ser?
Se trataba de un club de barrio, pequeño, ubicado en San Martín y Canals.
—Bue… —decía con la irónica resignación que lo caracterizaba—. Sí, acá a tres cuadras, de pendejo iba y me quedaba horas viendo cómo los viejos jugaban a las bochas.
Tenía un teclado que siempre estaba enfundado en un rincón de la piecita. Una vez me contó:
—Teníamos una banda con los compañeros de la Técnica 4. Todos los instrumentos eran robados. Antes no había alarmas ni rejas, rompíamos la vidriera de un piedrazo y manoteábamos; un día una cosa, otro día otra, y así armamos la banda —luego, centrándose en lo musical, exponía—. Yo me manejaba más con las teclas negras —es decir, tocaba los semitonos, los sostenidos; ese era el criterio que, supongo, armonizaba con el criterio del resto de sus compañeros.
Había en él algo de poeta. Por ejemplo: si me contaba que de chico un club lo quería como jugador de sus inferiores, lo hacía de esta manera:
—Era bueno. Un tal Grillo, el entrenador, había hablado con mi viejo. Pero ya a los doce empecé a fumar en rincones oscuros y dejé de entrenar.
Ese detalle literario de fumar en los rincones oscuros, esa imagen burlesca, que encerraba añoranza y malditismo, volvía mágico sus relatos.
Pero Alacrán no era un poeta ni un músico. Y pagaba el precio de los artistas que hacen de su vida la propia obra. Él era el disco que no grabó. Su cara melancólica, melancólica y dolida, era la de un tipo adulto atrapado en una rutina que poco a poco lo destruía.
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No sé qué día se despertó mi pasión por los libros; en qué momento sentí el llamado de la ciudad. Preguntarse cuándo empezó todo es echar a andar una piedra cuyo ruedo —hacia atrás— no se detiene nunca. Es una trampa y una oportunidad.
Recuerdo una tarde particular de otoño del 2004. Tenía catorce años y había quedado con Alacrán en verme en La Buena Medida, un bar de 1900 que en los ochenta había sido epicentro de escritores, músicos y jóvenes de la post-dictadura, y que en aquel tiempo naufragaba sus últimos años, ya sin el brillo que lo había caracterizado. Rosario conservaba en sus calles, y en su centro, algunos lugares de costumbres añejas.
Llegué una hora antes de lo pactado. Le había pedido un libro a mi viejo y él me dio Poesía Vertical de Roberto Juarroz. No había leído un verso en mi vida y aquello me impresionó. No lo entendía; su lenguaje me era desconocido, hermético, pero los poemas eran tan fuertes, tan sugestivos, que me conmovieron.
En un momento cerré el libro y miré a mí alrededor. Caía la tarde del sábado y la incipiente oscuridad de las calles enaltecía la luz pálida de los fluorescentes que, desde arriba, iluminaba a la concurrencia. Todas las mesas estaban llenas y los tipos grandes que las habitaban hablaban con voz alta y fuerte; casi a los gritos. Hablaban de cosas que no entendía y que tampoco me parecían importantes. Pero hablaban con gravedad.
Y en eso irrumpió Alacrán, vestido como nunca lo había visto. Llevaba una suerte de saco gris, cerrado, un pañuelo negro envolviendo su cuello, un jeans y unos borcegos negros de obrero. Su imagen de ensueños me impactó; me produjo una impresión tan fuerte que me hizo doler. En ningún momento de mi vida volví a sentir lo mismo al ver a un hombre vestido de tal o cual manera.
Alacrán era uno de ellos, un hombre más de aquel bar. Joven y rockero, cierto, pero uno más al fin.
Los atajos que te llevan a la ciudad oculta, esa que está escondida bajo las costumbres y la rutina, se insinúan en ciertos tramos de algunas calles, en las formas de una vieja puerta, en las idas y vueltas de una charla o en las aventuras de ciertos personajes —y en los relatos que se crean a partir de sus andanzas—. También en ciertos modos de vestirse.
Un saco, un pañuelo y unos borcegos negros de obrero. Una puerta que un día encontré y ahora, casi veinte años después, se me ocurrió abrir.
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Desde el 2010 y hasta la pandemia, contamos “la ciudad” desde las páginas de la revista Apología. La ciudad perdida, gastada por el paso del tiempo; la ciudad marginada y castigada, pobre y sacrificada; la ciudad simple y silenciosa, a veces feliz; la ciudad mágica, oculta, reinventada una y otra vez en cada texto.
Mirar a nuestro alrededor nos llevó a la escritura y la escritura nos enseñó a ver. Viví adentro de esa invención durante diez años. Qué contamos, en definitiva, no lo puedo saber; quizás lo puedan decir algunas personas que nos leyeron; pero sé que el tema fue “la ciudad”. La que siempre estuvo ahí, la que no existió nunca.
Alacrán miraba mucho la calle y le gustaba andar por ahí. Creía en lo que veía, en lo que vivía y en lo que había vivido. Cierta vez me mostró unas viejas hojas amarillas, de carpeta de secundaria, donde tenía escritos sus poemas. Un reglón decía: “Y yo estoy acá, puliendo esta avenida”. Nunca me olvidé de esa frase y alguna vez la robé para usarla.
Entre sus muchos casetes había uno particular. En el edificio en el que trabajaba, lindero al Bajo Ayolas —donde a mitad del 90 se hizo la legendaria nota sobre los “comegatos”—, Alacrán conoció al viejo Flores, un ciruja que andaba mangueando de puerta en puerta. Se hicieron amigos y se frecuentaron muchos años. Una noche, con un walkman, Alacrán grabó a Flores cantando sus canciones. Cuando me lo hizo escuchar, me explicó:
—Su guitarra es un palo al que le ató un par de alambres. Y el mamado que hace coros soy yo.
La grabación era triste. Era extraña y era burlona. Lo que se escuchaba era un festejo de la vida, de los rumbos errados y del fuego que enciende el alcohol en la noche del alma.
En los bares, Alacrán siempre me marcaba hombres y mujeres que provenían de su pasado. Mujeres con las que había salido o se había acostado. Tipos a los que había conocido emborrachándose o buscando un papel. Aventureros y aventureras de los recitales y del fútbol.
—Uh, mirá —me dijo una vez, en el año 2004—. A esa que está ahí la conozco del ochenta, terminó peor que yo. Estaba en todos los bares.
A partir de su señalamiento, esa mujer a quién jamás le hubiera prestado atención, una rubia flaca de ojos vivaces, vestida con jeans y una sobria camisa celeste, se trasformó en alguien importante, una exponente del mundo mágico y oculto de Rosario. Una suerte de leyenda a la que crucé una o dos veces por ese tiempo y que luego desapareció. Tendría unos cincuenta años, calculo ahora, pero mal llevados. Parecía de sesenta. Se quedaba en silencio frente a su cerveza, a veces horas, hasta que alguien se sentaba con ella. Manejaba un tiempo distinto al resto. No tenía apuro. Esa era su vida. Los bares, el silencio, la espera.
Si algún bar cerraba para reformase, algo común en aquel tiempo —hoy casi no sucede porque la mayoría de estos bodegones ya no quedan—; Alacrán se nutría de su resignación y exclamaba tristemente:
—Y bueno, todo es cheto ahora. Antes el mundo por los menos se podía mover.
***
Vinieron, con los años, notas y notas sobre la fauna de Rosario. Algunas historias quedaron en el tintero. La del cuidacoches que sacó el revolver de su padre y frente a toda la familia, pensando que estaba descargado, gatilló y se rajó la cabeza y así quedó, un poco loco y un poco tonto. La de la mujer que vivía con un mono que había robado no sé de dónde (en verdad, estuvo años diciendo que vivía con un mono que no existía).
Otras fueron publicadas y anduvieron bien. La trama verdadera del día a día en la cárcel de menores. La feria de la plaza Pocho Lepratti de barrio Ludueña. El drama de los que duermen en la terminal de colectivos. Las aventuras de las chicas que contratan taxiboys para pasar la noche.
Se usaron tonos formales y tonos experimentales —dentro de lo que permite el periodismo—. Se reescribió muchas veces lo mismo, es decir, con distintas notas se intentó pulir la piedra que reflejara la ciudad en la que intentábamos mirarnos; y casi al final, empujados por nuestros ensueños, volvimos al origen. No de la revista. Sino de nosotros mismos. La ciudad perdida, oculta, de hombres solos y mujeres solas, fue ganando lugar en la trinchera de nuestras páginas. Años 2017 y 2018.
Casualmente, en aquellos días volví a ver a la mujer señalada por Alacrán. Fue en el bar de San Luis y la cortada Barón de Mauá; un bar lindero a la plaza Montenegro, en la parte más decaída del ya de por sí destruido centro de Rosario. La descubrí una tarde de sol, en una mesa de la vereda, tomándose un café. Luego la vi la otra semana y también la que siguió. De golpe, de un día para el otro, me la estaba cruzando todo el tiempo.
Durante años me había olvidado de ella. Y no solo eso. La había reconocido en el 2013, en un bar de la zona de la terminal tipo cuatro, cinco de la mañana, y si bien supe de quien se trataba, no le había dado importancia. Se deslizaba de mesa en mesa y rescataba los restos de alcohol que encontraba, llenando con serenidad, algo divertida, su vasito descartable de plástico blanco.
Esta mujer parecía tener siempre la misma edad. En el 2004, en el 2013 y en el 2018. Siempre la misma edad. Siempre sesenta. Y su cara, su cara y su figura, estaban impecables. Ajenas al dolor de la calle y de la vida marginal que llevaba.
¿Viviría en una pensión? ¿Aguantaría los días con los restos de una herencia que alguna vez ligó? ¿Había sido golpeada por el dolor y ahora estaba más allá del sufrimiento?
Escribí sobre ella o eso creí al menos. Lo que hice, pienso ahora, fue escribir sobre la construcción de una mirada. Una mirada que, al igual que la de Alacrán, no buscaba el pasado sino lo legendario, aquello que viene de antes porque está desde siempre. Algo que no estuvo nunca y por eso no deja de aparecerse, como un fantasma. Como una verdad.
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La pandemia barrió de un día para el otro los caminos que recorría y los escondites que me inventaba. La revista se había terminado y con ella una época de mi vida. Cuando volví a andar por ahí, una vez que aflojaron las muertes y los cuidados, me di cuenta de que no quedaba nada de lo que yo había amado. Nada.
Algo cambió para siempre adentro mío, en las calles y en el mundo. Lo que experimenté fue una suerte de contradicción lacerante. Mejor dicho, un juego dialéctico cruel: me sentía atrapado en la realidad, pero la realidad me dejaba afuera.
A su vez, Alacrán había perdido su trabajo de toda la vida y subsistía como podía. Aguantaba. Los problemas de salud, lentamente, lo habían ido rodeando. Y ya no andaba en la calle ni buscaba aventuras.
Lo fui a ver a su casa, a fines del 2021, y lo escuché hablar del torbellino de pensamientos que lo torturaba hasta doblegarlo. A al semana volví y le pregunté cómo estaba. Con total espontaneidad, en un tono bajo, apagado, muy natural, respondió:
—Igual.
Fue la respuesta más increíble que escuché.
—¿Igual?
—Sí… igual.
Sobre la mesa del comedor descubrí alrededor de veinte botellas de Coca-Cola de medio litro.
—¿Y esas botellas?
—Me las voy robando del súper de acá a la vuelta. Las vendo y le gano el 100%. Sino no me queda nada.
Alacrán casi no tenía ingresos y eso lo ayudaba. Sobre todo, le animaba el alma. Siempre le gustó robar porque siempre le gustó transgredir. Ya no se subía al techo de los autos para bailar como lo hacía Juanse —de Los Ratones Paranoicos— en un videoclip, pero estos robos hormiga lo mantenían vivo.
Es lo que todos intentamos. Sentirnos vivos. Vivir.
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Hoy, al andar por la calle, busco y evito al mismo tiempo a la ciudad perdida. Cada vez la ignoro más porque no soporto casi nada de lo que fue mi vida. No hay rencor, dolor ni arrepentimiento. Sí cansancio. “Ya está”, me digo. La ensoñación, ensoñación de una vez y de un tiempo, pasó.
Una mañana de este último invierno, atravesado por las luces aún oscuras de la madrugada, subí a un 122 para ir a trabajar, y me encontré con un hombre grande que vestía saco, pañuelo al cuello y pantalón de vestir. Pero no un pantalón de vestir concheto; me refiero a esos pantalones de antes, formales pero sobrios, humildes, que muchos laburantes usaban en el día a día. Tipo 12, en el centro, vi a otro veterano con el mismo look, deslizándose lentamente por la peatonal Córdoba. Y ya con la tarde cayendo, mientras volvía a casa, di con el tercero de estos viejitos —ya viejos en su vejez—. Estaba solo, sentado en una mesa de la vereda, en medio del frío y los tonos azules del atardecer invernal, indiferente a lo que lo rodeaba, como concentrado en el hecho de estar vivo. Saco, pañuelo al cuello, pantalón formal y borcegos negros de trabajo. Ni antes ni después vi a nadie vestido así. Solo ese día.
Un saco, un pañuelo y unos borcegos negros de obrero. Una puerta que un día encontré y que ahora, casi veinte años después, se abrió frente a mí.
Nunca le pregunté a Alacrán si él también vio a los viejitos aquel día. Pero me acordé que Alacrán siempre cantaba el mismo tema de Charly García: “Vamos a dar algunas vueltas por ahí, a mirar de cerca…”. Un tema alucinante que terminaba: “Quizás mañana alguien viaje para otro país, lo podremos despedir”. Pienso que a lo mejor me tocó eso. Despedir. Despedirme. Despedirlos.
Con este texto, entonces, termino mi misión. Adiós.