“Todo lo que sabemos de la guerra lo sabemos por la voz masculina. Todos somos prisioneros de las percepciones y sensaciones masculinas, de las palabras masculinas, de las acciones masculinas. Las mujeres mientras tanto guardamos silencio. Es cierto, nadie le ha preguntado nada a mi abuela, ni a mi madre, salvo yo. Es cierto, guardan silencio las que incluso estuvieron en la guerra. Y si de pronto se ponen a recordar no relatan la guerra femenina sino la masculina. Se adaptan al canon”, escribe Svetlana Alexiévich en La guerra no tiene rostro de mujer.
El libro es un documento sobre las mujeres que combatieron en el Ejército Rojo. La autora recorre a través de cada biografía la invasión de la Unión Soviética por el ejército de la Alemania nazi. Para ello realizó más de cien entrevistas y registró conversaciones de esos encuentros con mujeres que en muchos casos relataban por primera vez su guerra. Y está bien decir “su” guerra. Porque hasta ese momento, esa voz, ese relato femenino y en primera persona no aparecía en los libros, ni en ningún otro lado.
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Svetlana Alexiévich nació en 1948 en Ucrania y estudió periodismo la Universidad de Minsk. Al género donde se enmarca su obra lo define como “literatura de voces”. Hay algo testimonial en la construcción que ella hace de los acontecimientos de esta guerra, pero ante todo hay una historia coral que se arma con cada relato.*
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El año pasado tuve oportunidad de ver la obra Katie’s Tales: el deseo de una mujer en el torbellino de la Historia que este sábado 13 de mayo, a las 20, se podrá ver nuevamente en La Sonrisa de Beckett, en Entre Ríos 1051.
La pieza teatral es un unipersonal y tiene dos particularidades: está subtitulada en inglés y cuenta con cantos en polaco porque la intérprete y creadora (Agnieszka Kazimierska) es nacida en Polonia.
La puesta cuenta la vida de Katie, una mujer que espera a su amado que se marchó luego de una catástrofe. Aunque no sabemos muy bien qué ocurrió, hay pistas que nos hacen pensar que aquello que sucedió y dejó sus esquirlas fue una guerra. Antes de partir él le prometió volver y ella cumple con su tarea de esperar.
Katie vive protegida en su jardín, a la sombra de sus cerezos, testigos silenciosos de su vida y de la historia. Todos los días recibe visitas, cada momento podría traer el regreso de su amado y ella se mantiene alerta. En la encrucijada del pasado y el futuro, teje un tapiz viviente de conmovedores recuerdos y deseos insatisfechos de generaciones anteriores junto a los propios.
Un espectador que vio la obra dos veces en Buenos Aires se acercó fascinado a la actriz polaca y la felicitó por la forma en que estaba construida. Dijo que para él compartía la lógica con la que David Lynch hacía sus películas: construir una narración que no sea simple y evidente. “Lo que le da al público la posibilidad de soñar e inventar su propia historia”, dice Agnieszka.
¿Acaso ese evento terrible ocurrió en tiempos de guerra? ¿O lo terrible es precisamente vivir la guerra? ¿El hombre se fue empujado por la decisión de continuar la lucha en otra parte? ¿O todo será parte de mi imaginación, de esos significantes que la obra deja abiertos para ser completados?
“Son tiempos de revuelta. Y este viaje es en realidad una lucha necesaria para proteger a un país invadido y a los pueblos invadidos de nuevas atrocidades. Aquí vemos a una mujer que espera en medio de la incertidumbre”, explica Agnieszka.
¿Su amado volverá algún día? ¿Volverá sano y salvo? “Es una realidad a la que muchas mujeres, y hombres, se han enfrentado en el pasado y que, por desgracia, muchas mujeres y hombres se enfrentan también hoy”, agrega.
La obra se compone de distintas capas. Por un lado, aparece en relieve la narración principal, en la que Katie espera a su amante en su jardín acompañada por Mary y J, dos sirvientes extranjeros que son sus empleados pero que también funcionan como protectoras o guardianes.
En ese jardín aparecen situaciones que mezclan la vigilia y el sueño y toman la forma de recuerdos y deseos. Algunos son propios y otros de sus antepasadxs. “Katie se entrega a esos sueños y recuerdos, con su cuerpo y su voz contando sus historias. Son y se convierten en suyos y no suyos. Le pertenecen a ella y, al mismo tiempo, pertenecen a toda su comunidad. A la comunidad de personas que vivieron experiencias similares”, dice Agnieszka.
Por último, podría existir otra capa de interpretación posible que para la actriz tiene que ver con la de la psique humana en transformación. “Todo el jardín se convierte en una metáfora que contiene luces y sombras, aspectos bellos y desagradables de la naturaleza humana. Y este viaje de maduración consiste en encontrar e integrar las sombras, enfrentarse a ellas y posiblemente transformarlas. En esta capa de interpretación cada ser humano es un jardín viviente y tiene la potencialidad de convertirse algún día en un proverbial Jardín del Edén”, dice.
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En la tradición teatral donde se formó Agnieszka, el trabajo del actor es el eje principal del hacer. Durante más de catorce años estuvo en un centro de investigación de artes performativas llamado “Workcenter”, de Jerzy Grotowski y Thomas Richards en Italia, bajo la dirección de Mario Biagini que es el director de la obra.
Agnieszka cuenta que Grotowski se dedicó a una búsqueda que llamaba Teatro Pobre. “Pobre no en el sentido económico (aunque él y sus actores no fueran ricos de todos modos) sino en el sentido de no usar escenografía excesiva, ni usar multimedia excesivo”, dice. Agrega: “Eran los años 60 en Polonia, una época en la que empezaba a aparecer el entusiasmo por la tecnología, la posibilidad de utilizar luces y proyección de video en el teatro. Grotowski decidió ir en contra de esa corriente dominante de su tiempo y centrarse en la potencialidad de la presencia del actor como canal para el encuentro teatral. El trabajo del actor y el acto total del actor debían elaborarse hasta tal punto que encendieran un encuentro artístico de calidad”.
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Lo que más me llamó la atención de la obra fue la puesta en escena de elementos austeros, simples y corrientes, pero que cumplían con el efecto de concentrar en el cuerpo de Agnieszka no sólo una figura, sino un paisaje, una geografía doméstica. Un par de zapatos, un saco, hacen de ella una transformación total basada en sus movimientos. Algo se performatea en su figura femenina y esbelta hacia una más desgarbada, que por momentos se vuelve masculina o sólo veterana, anciana.
Casi con lo puesto, como cuando una va o vuelve de una guerra, lo deshilachado, lo que queda se deja ver en ese cambio de Agnieszka que también acompaña con la voz. Por un momento, una cosa física y una sonoridad se despliegan en la interpretación para dar vida en el escenario a los distintos personajes que viven a través de ella.
¿Cuántas son las mujeres que hablan en esta escena? ¿Hablan a través de Agnieszka otras mujeres? ¿Son las abuelas, las madres, las mujeres de una comunidad y las de su biografía las que se conjuran a través de esa voz que es singular y también colectiva?
En Katie’s Tales hay dos temporalidades posibles, la que sucede en tiempo real y la que se retoma en forma hojaldrada como el tiempo de las memorias y el linaje de las antepasadas.
En esta obra, como en el libro de Svetlana Alexiévich (La guerra no tiene rostro de mujer) se libra una guerra desconocida por todos nosotros. Quizás sea esa que narran las mujeres. Donde no hay muertes heroicas ni vencedores ni grandes hazañas. “En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles”, escribe Svetlana. Y es entonces que ese jardín en donde espera/habita Katie la historia pasa de lo personal a lo universal, algo íntimo se vuelve paisaje.