Una de las operaciones fantásticas más regulares es la Historia.

Definamos fantástico: Roger Caillois, quien permaneció semanas sin bañarse en la finca de nuestra Victoria Ocampo, escribió en Imágenes, imágenes, que lo fantástico –a diferencia de lo maravilloso, del «cuento de hadas»–, era aquello que irrumpía, que aparecía como una «ruptura de la coherencia universal». La Historia, entonces, transcurre en ese terreno abstracto, aislado del tiempo que llamamos pasado. Pero irrumpe y produce «rupturas» porque se escribe e incluso sigue transcurriendo en el presente.

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Aumenta la participación política, pero la democracia liberal pierde su capacidad de resolver conflictos y las elecciones en occidente se parecen cada vez más a referéndums por sí o no.

Sí, sabemos que hay una subespecie humana llamada liberalismo, neoliberalismo, libertarios o lo que fuere que pretende permanecer ajena a estas cosas, pero incluso si llegan a ser la especie dominante será el fin de la humanidad tal como la conocimos, así que sigamos entre humanos.

Incluso técnicas mercantilizables y hasta bastardas como las encuestas y el márketing político buscan «historizar», buscan trasladar al presente y recoger del pasado momentos de «rupturas». Así, la reconocida agencia de encuestas estadounidense Gallup realizó a fines del año pasado una encuesta en la que ofrecía a la dirigencia política un mapeo de la opinión del ciudadano corriente sobre su percepción del «socialismo» porque, como cualquier lector de política internacional sabrá, la figura del senador de Vermont Bernie Sanders aparece como la más fuerte para competir contra la reelección de Donald Trump este año.

Las conclusiones de Gallup son contundentes: «Nueve de cada diez estadounidenses votarían al candidato presidencial nominado por su partido, ya sea negro, católico, hispano, judío o una mujer. Pero sólo ocho de cada diez lo harían por candidatos que son cristianos evangélicos, gays o lesbianas. Entre seis y siete de cada diez votarían por alguien menor de 40 años, o mayor de 70 años, musulmán o ateo. Pero menos de la mitad de los estadounidenses, el 45%, dice que votaría por un socialista para presidente, mientras que el 53% dice que no». Y cuidado, ese 45% según Gallup, es el resultado de las inmensas peleas que se dieron desde Seatle hasta Wall Street, generalmente protagonizadas por jóvenes que se oponen a que sólo un uno por ciento tenga sus privilegios asegurados y posean la riqueza de la suma del 45% restante. Porque desde fines de los años 40 hasta hoy la aprobación de las ideas de un socialismo democrático ha aumentado al menos en un 20 por ciento.

En otras palabras: crece en EEUU la aprobación de algo que allá denominan «socialismo democrático» y aquí –como lo señala la nota de Ernesto Semán que tradujimos– llamamos «populismo democrático».

¿Es tan importante lo que sucede en Estados Unidos?

El año pasado una plataforma cordobesa, ParquePodcast, editó uno de los mejores podcast que pueden escucharse en la web, Ey Broder, en el que Marina Filippa no sólo cuenta la historia de Estados Unidos y se pregunta por qué Argentina no pudo ser la potencia de América, sino que recoge una pregunta de Atilio Borón: «¿Por qué EEUU tiene tantos institutos dedicados a estudiar América latina y nosotros no tenemos ninguno dedicado a estudiar a EEUU?»

Sí, «todos somos un poco estadounidenses», como dice Filippa en su podcast, porque todos fuimos moldeados por la matriz propagandística del imperio, aunque no todos sepamos a ciencia cierta de qué trata esa historia.

El economista marxista Michael Hudson, analista de Wall Street, quien estuvo en Argentina a principios de los 90 y propuso un bono soberano que la «clase predatoria» argentina –son sus términos– no aprobó, no sólo analizó la relación del dólar con las guerras imperiales en pos de la «democracia», también postula en estas breves respuestas que lo que viene, pese al entusiasmo por un nuevo gobierno peronista (es decir «demócrata populista») en Argentina, es duro.

EEUU enfrenta en estos momentos, cuando Argentina se debate por el pago de una deuda atroz e ilegítima tomada por el gobierno de Mauricio Macri, la amenaza de la desdolarización, ya que China, Rusia y otros países buscan evitar el reciclaje de dólares. «Sin la función del dólar como vehículo para el ahorro mundial –escribe Hudson– sin el papel del Pentágono en la creación de la deuda del Tesoro que es el vehículo para las reservas del banco central mundial, los Estados Unidos se verían limitados militarmente y, por lo tanto, diplomáticamente, como lo estaba bajo el estándar del intercambio en oro.”

Hace poco más de un mes, luego del asesinato de Qasem Suleimani mediante un drone de los militares estadounidenses, logré que Michael Hudson respondiera brevemente un correo muy simple en el que le preguntaba:

—Desde su perspectiva, ¿cuáles serían las consecuencias económicas para América latina de la guerra entre Irán y EEUU que ya está en juego?

—¿Una guerra entre EEUU e Irán? Precios más altos en el combustible, muchas quiebras financieras que van a sacudir los mercados mundiales y, muy probablemente, una tasa mayor de interés.

—Parece que los ejes de los gobiernos latinoamericanos se dividen hoy en dos: México-Argentina, por un lado, y el Grupo de Lima por otro, ¿cree que es posible alguna esperanza si Argentina se mueve hacia la izquierda o la relación con el FMI y la deuda va a condicionar cualquier movimiento?

—Argentina necesita algo así como la Comisión Griega que insista en que la deuda fue odiosa y, por lo tanto, impagable.

Propondría un gran equilibrio con un impuesto sobre la renta de la tierra y los recursos naturales, que establecería un contrapeso natural, no solo para la oligarquía nacional sino también para la inversión extranjera. Resultaría legítimo bajar los impuestos sobre la renta y poner impuestos a las ganancias financieras.

Sobre la compleja trama de lo que hoy medios como Jacobin, CounterPunch o The Nation llaman el socialismo democrático estadounidense, liderado por Bernie Sanders –acaso el candidato con más chances de la izquierda en las elecciones de este año–, sería difícil expedirse. En el artículo de Ernesto Semán que tradujimos en este sitio aparece una oblicua lectura del potencial de esa alianza con el gobierno actual de Alberto Fernández: si bien es imposible asegurar qué resultaría de esa comunión, es claro que son espacios en los que hay intereses comunes.

La veloz y efectiva disolución de movimientos de algún modo revolucionarios en Medio Oriente al inicio de la década del 10 –la mayoría gestados a partir de las redes, como la «Primavera árabe«– hace pensar en un mundo mucho más proclive a las divisiones de lo que imaginamos a principios de la era de internet.

Hudson, quien apenas si usa las redes, responde la última pregunta con un sentido histórico que enciende alarmas y también las pone en su lugar.

Chris Hedges, en TruthDig, observa un mundo en el que la extrema derecha cristiana podría llevarnos a una teocracia fascista. El punto de encuentro que usted describe entre los neoconservadores estadounidenses y los wahabíes (la rama de ultraderecha sunita musulmana) sugiere algo parecido. ¿Cuán lejos cree que estamos de semejante visión apocalíptica?

—Chris no sólo tiene razón, es mucho peor. Tanto el vicepresidente (Mike) Pence como el ex jefe de la CIA (Mike) Pompeo son creyentes cristianos evangelistas devotos del Rapto (la creencia de que los verdaderos creyentes se unirán a Cristo ante un evento apocalíptico): si explota la Tierra, en especial en una guerra en el Cercano Oriente, Jesús volverá a salvarnos y llevará a todos los buenos cristianos al cielo. Se irá y dejará a todos los demás en el infierno en la tierra.

Hablan en serio. Ven una virtud en lograr el fin del mundo. Es difícil para los extranjeros comprender la locura de las religiones del interior norteamericano del siglo XIX, que ahora tienen seguidores (desde el culto del éxtasis hasta Mary Baker Eddy y sus científicos cristianos, hasta los mormones y su culto moderno de ciencia ficción, la cientología).

En lo personal, siempre pensé que la ficción, antes que cualquier otro discurso, es la gran cadena de noticias de lo que pasa en el mundo. Las series de televisión, que a partir de los 2000 encarnaron nuevos compromisos con la época, la política y los géneros, de alguna forma anticiparon lo que Hudson o Chris Hedges advierten desde sus análisis.

A mediados de los 80, cuando Margaret Atwood publicó su novela El cuento de la criada (en la que imagina una teocracia fascista en la que Estados Unidos se redujo al territorio original sobre el Atlántico –en la ficción llamado Gilead– que enfrenta una epidemia de infertilidad) muchos señalaron lo inverosímil de la fantasía: el mundo, dividido aún en dos bloques, se impulsaba en torno a valores democráticos y libertarios que difícilmente podían reflejarse en esa fábula en la que las mujeres eran reducidas a un mero órgano reproductor al servicio de los amos blancos de una nación misógina, criminal y violadora.

En 2017, cuando se estrenó la serie The Handmaid’s Tale (El cuento de la criada) en Hulu, el desembarco de Donald Trump y los evangelistas de ultraderecha en la Casa Blanca, reconfiguraron esa historia.

Hace menos de un mes, Amazon Prime estrenó la serie Star Trek Picard, que recoge a uno de los últimos héroes de la serie de películas de Star Trek, el comandante Jean-Luc Picard de la nave de exploración Enterprice, acaso una de las únicas fantasías utópicas que presentaba un futuro de unidad entre los seres de la Tierra y la galaxia conocida. Sin embargo, en sus primeros episodios, Star Trek Picard ya no nos muestra ese mundo de coherencia y unidad, sino uno dividido y en guerra solapada que, de alguna manera, estalla en principio a través de un medio masivo.

El modo en que las series observaron la política contemporánea no necesitó siquiera de la ciencia ficción. Que un padre de familia tenga que convertirse en un narcotraficante para asegurarle una propiedad y una educación a sus hijos nos lo contó Breaking Bad; a fines del año 2019, The Irishman, arrasó con los últimos «mitos» –»fábulas» sería un término más apropiado– de la utopía excepcional de «América»: los soldados heroicos de la Segunda Guerra, los ricos que se hacían cargo del poder.

A su modo sesgado y abierto, la ficción viene advirtiéndonos desde hace décadas sobre los peligros de ese sueño inducido que hoy definimos como neoliberalismo y no es otra cosa que el capitalismo: «Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo», dijo Fredric Jameson. Una frase que cobraría una importancia mayor en la pluma de Mark Fisher, quien le dio carnadura y cristalizó con ella la experiencia de un mundo sobre el que quisiéramos pisar cuando deseamos que estalle.

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Acerca de Pablo Makovsky

Periodista, escritor, crítico

"Nada que valga la pena aprender puede ser enseñado."

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