El miércoles a la tarde pudimos ver a través de YouTube la conversación entre personajes muy diferentes del campo político e intelectual. Organizada por revista Crisis en el CCK, Rita Segato, Wado de Pedro y Carlos Pagni, coordinados por Mario Santucho, hablaron sobre el desencanto de la democracia bajo el título “¿Hoy nos volvemos a ilusionar?” El día anterior, jueces embarrados por el escándalo de la filtración de chats de Telegram entre funcionarios cambiemitas, directivos de Clarín, jueces y fiscales federales en los que planificaban su encubrimiento del delito que habían cometido: dádivas de una empresa privada a la que beneficiaron, habían condenado a Cristina Fernández de Kirchner en una causa amañada. Sus fundamentos se conocerán recién en marzo del año próximo.
En esa conversación, el ministro del Interior, Wado de Pedro, decía en su última intervención: “Tengo la sensación de que estamos en un punto tan bajo, tan crítico del sistema democrático que es el momento de iniciar y fortalecer las conversaciones y generar los acuerdos con todas las fuerzas políticas que tengan un interés y adviertan la complejidad del mundo. Adviertan lo que viene en este mundo de peleas de corporaciones, que adviertan que tal vez estamos frente a una nueva guerra fría entre EEUU y China por el 5G, por el uso de la tecnología, por el uso de la información, de la inteligencia artificial.”
Esta crisis democrática viene gestándose hace décadas. La filósofa política estadounidense Wendy Brown lo describe de modo casi teológico en En las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente, que tradujo y editó Tinta Limón en Argentina y cuenta con una excelente introducción de Verónica Gago y Cecilia Palmeiro (puede leerse online o descargar el PDF).
En su descripción del “neoliberalismo”, el teólogo Adam Kotsko señala con claridad en “Los demonios del neoliberalismo” que una de las primeras metas neoliberales es separar el poder de la política. Si poder y política van por caminos separados ¿qué puede esperarse de un sistema como el democrático, que aspira a unirlos en la figura del ciudadano?
En 1999, el crítico cultural brasileño Idelber Avelar publicó Alegorías de la derrota, un libro que analizaba los procesos de representación de la memoria de la dictadura en la democracia y postulaba que las dictaduras que se propagaron en América latina desde los 60, eran la condición misma de las actuales democracias, que no cuestionaban el orden neoliberal impuesto a sangre y fuego y se asumían como débil remedo de los intentos de democratización radical que habían propuesto los gobiernos populares derrocados. Entrevistamos a Avelar en Rea tras el triunfo de Bolsonaro.
En 2008 el filósofo político estadounidense Sheldon S. Wolin (1922-2015) publicó uno de los libros más completos sobre la decadencia democrática Democracy Incorporated: Managed Democracy and the Specter of Inverted Totalitarism [hay traducción al español: Democracia S.A., la democracia dirigida y el totalitarismo invertido –otra traducción de ese subtítulo podría ser: “la democracia gerenciada”–]. En 2017 la editorial de Princeton invitó a Chris Hedges (autor de este texto que tradujimos) a escribir un nuevo prólogo al libro de Wolin.
En el artículo que sigue, Hedges retoma los argumentos de su introducción y despliega otros. Si bien se refiere a la situación actual de Estados Unidos, su señalamiento vale para el desencanto democrático que atraviesa hoy la Argentina.
P.M.

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Hay una desconexión mortal entre un sistema político que promete igualdad democrática y libertad pero al mismo tiempo impulsa injusticias socioeconómicas que resultan en una grotesca desigualdad de ingresos y un estancamiento político.

Durante décadas, esta desconexión ha extinguido la democracia estadounidense. El despojo constante del poder económico y político fue ignorado por una prensa hiperventilada que tronaba contra los bárbaros que llegaban a la puerta —Osama bin Laden, Saddam Hussein, los talibanes, ISIS, Vladimir Putin— mientras ignoraba a los bárbaros entre nosotros. El golpe en cámara lenta ha terminado. Las corporaciones y la clase de los multimillonarios han ganado. No hay instituciones, incluida la prensa, ni un sistema electoral que es poco más que el soborno legalizado, ni la presidencia imperial, ni los tribunales o el sistema penal, que se pueda definir como democrática. Sólo queda la ficción de la democracia.

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El filósofo político Sheldon Wolin en Democracy Incorporated: Managed Democracy and the Specter of Inverted Totalitarism [Democracia S.A. La democracia dirigida y el totalitarismo invertido] llama a nuestro sistema “totalitarismo invertido”. La fachada de las instituciones democráticas y la retórica, los símbolos y la iconografía del poder estatal no han cambiado. La Constitución sigue siendo un documento sagrado. Estados Unidos continúa presentándose como un campeón de la oportunidad, la libertad, los derechos humanos y las libertades civiles, incluso cuando la mitad del país tiene que pelearla al nivel de subsistencia, la policía militarizada dispara y encarcela a los pobres con impunidad, y el negocio principal del estado es la guerra.

Este autoengaño colectivo enmascara en qué nos hemos convertido: una nación donde la ciudadanía ha sido despojada del poder económico y político y donde el brutal militarismo que practicamos en el extranjero se practica en casa.

En los regímenes totalitarios clásicos, como la Alemania nazi o la Unión Soviética de Stalin, la economía estaba subordinada a la política. Pero bajo el totalitarismo invertido, lo contrario es cierto. No hay ningún intento, a diferencia del fascismo y el socialismo de Estado, de abordar las necesidades de los pobres. Más bien, cuanto más pobre y vulnerable sos, más explotado estás, arrojado a una infernal servidumbre por deudas de la que no hay escapatoria. Los servicios sociales, desde la educación hasta la atención de la salud, son anémicos, inexistentes o privatizados para estafar a quienes se empobrecieron. Más devastados por la inflación del 8,5 por ciento, los salarios se han desacelerado drásticamente desde 1979. Los trabajos a menudo no ofrecen beneficios ni seguridad.

En mi libro America: The Farewell Tour (“Estados Unidos, la excursión de despedida”), examiné los indicadores sociales de una nación en serios problemas. La esperanza de vida en los EEUU cayó en 2021, por segundo año consecutivo. Ha habido más de 300 tiroteos masivos este año. Cerca de un millón de personas han muerto por sobredosis de drogas desde 1999. Hay un promedio de 132 suicidios por día. Casi el 42 por ciento del país está clasificado como obeso, y uno de cada 11 adultos se considera gravemente obeso.

La esperanza de vida en los EEUU cayó en 2021, por segundo año consecutivo. Ha habido más de 300 tiroteos masivos este año. Cerca de un millón de personas han muerto por sobredosis de drogas desde 1999. Hay un promedio de 132 suicidios por día. Casi el 42 por ciento del país está clasificado como obeso, y uno de cada 11 adultos se considera gravemente obeso.

Estas enfermedades de la desesperación tienen sus raíces en la desconexión entre las expectativas de la sociedad por un futuro mejor y la realidad de un sistema que no proporciona para sus ciudadanos un lugar significativo. La pérdida de un ingreso sostenible y el estancamiento social causan más que problemas financieros. Como señala Émile Durkheim en La división del trabajo en la sociedad, rompe los lazos sociales que nos dan sentido. Un declive en el estatus y el poder, la incapacidad para avanzar, la falta de educación y atención médica adecuada, y la pérdida de esperanza dan como resultado formas de humillación paralizantes. Esta humillación alimenta la soledad, la frustración, la ira y los sentimientos de inutilidad.

En Hitler and the Germans, el filósofo político Eric Voegelin descarta la idea de que Hitler, dotado de oratoria y oportunismo político pero pobremente educado y vulgar, hipnotizó y sedujo al pueblo alemán. Los alemanes, escribe, apoyaron a Hitler y a las “figuras grotescas y marginales” que lo rodeaban porque encarnaba las patologías de una sociedad enferma, acosada por el colapso económico y la desesperanza. Voegelin define la estupidez como una “pérdida de la realidad”. La pérdida de la realidad significa que una persona «estúpida» no puede «orientar correctamente su acción en el mundo en el que vive”. El demagogo, que siempre es un idiota, no es un bicho raro ni una mutación social. El demagogo expresa el zeitgeist [el espíritu de la época] de la sociedad.

La aceleración de la desindustrialización en la década de 1970, como escribo en America, The Farewell Tour, creó una crisis que obligó a las élites gobernantes a idear un nuevo paradigma político, como explica Stuart Hall en Policing the Crisis. Pregonado por unos medios complacientes, este paradigma trocó su enfoque del bien común a la raza, el crimen y la ley y el orden. Les dijo a aquellos que estaban experimentando un profundo cambio económico y político que su sufrimiento no procedía del militarismo desenfrenado y la codicia corporativa, sino de una amenaza a la integridad nacional. El antiguo consenso que apuntalaba los programas del New Deal y el estado de bienestar fue atacado por dar rienda suelta a los jóvenes negros criminales, los “planeros” y otros supuestos parásitos sociales. Esto abrió la puerta a un falso populismo, iniciado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, que supuestamente defendía los valores familiares, la moralidad tradicional, la autonomía individual, la ley y el orden, la fe cristiana y el regreso a un pasado mítico, al menos para los estadounidenses blancos. El Partido Demócrata, especialmente bajo Bill Clinton, se movió constantemente hacia la derecha hasta que se volvió prácticamente indistinguible del establishment del Partido Republicano con el que ahora es aliado. El resultado es Donald Trump, y los 74 millones de personas que votaron por él en 2020.

Pregonado por unos medios complacientes, este paradigma trocó su enfoque del bien común a la raza, el crimen y la ley y el orden. Les dijo a aquellos que estaban experimentando un profundo cambio económico y político que su sufrimiento no procedía del militarismo desenfrenado y la codicia corporativa, sino de una amenaza a la integridad nacional.

No servirá de nada, como hizo Biden el jueves en Filadelfia, demonizar a Trump y a sus seguidores del mismo modo que se demoniza a Biden y a los demócratas. Biden, con los puños en alto, iluminado por las luces rojas del infierno griego y flanqueado por dos infantes de marina estadounidenses con uniformes de gala, anunció desde su escenario dantesco que “Donald Trump y los republicanos del MAGA representan un extremismo que amenaza los cimientos mismos de nuestra República”.

Donald Trump calificó el discurso como el “discurso más vicioso, odioso y divisivo jamás pronunciado por un presidente estadounidense” y atacó a Biden como “un enemigo del estado”.

El ataque frontal de Biden amplía la división. Solidifica un sistema donde los electores no votan por lo que quieren, ya que ninguno de los dos entrega nada sustancial, sino contra lo que desprecian. Biden no abordó nuestra crisis socioeconómica ni ofreció soluciones. Era teatro político.

La antipolítica se disfraza de política. Tan pronto como termina un ciclo electoral inyectado de dinero, comienza el siguiente, perpetuando lo que Wolin llamapolítica sin política”. Estas elecciones no permiten que los ciudadanos participen en el poder. Se permite que el público exprese sus opiniones a partir de preguntas guionadas, que son empaquetadas por publicistas, encuestadores, consultores políticos y anunciantes para retroalimentar el círculo. Pocas campañas, incluido solo el 14 por ciento de los distritos del Congreso, se consideran competitivas. Los políticos no hacen campaña sobre temas sustanciales, sino sobre personalidades políticas hábilmente fabricadas y guerras culturales cargadas de emociones.

Los militaristas, que han creado un estado dentro del estado y nos sumergen en una debacle militar tras otra, mientras consumen la mitad de todo el gasto discrecional, son omnipotentes. Las corporaciones y los multimillonarios, que orquestaron un boicot fiscal virtual y desmantelaron la regulación y la supervisión, son omnipotentes. Los industriales que escribieron acuerdos comerciales para beneficiarse del desempleo y subempleo de los trabajadores estadounidenses y la explotación laboral en el extranjero son omnipotentes. Las industrias de seguros y farmacéuticas que administran el sistema de atención médica, cuya principal preocupación son las ganancias y no la salud y que son responsables del 16 por ciento de las muertes reportadas en todo el mundo por COVID-19 –aunque somos menos del 5 por ciento de la población mundial–, son omnipotentes. Las agencias de inteligencia que llevan a cabo una vigilancia masiva del público son omnipotentes. Los tribunales que reinterpretan las leyes para despojarlas de su significado original y asegurar así el control y excusar los delitos corporativos, son omnipotentes. Los tribunales nos dieron Citizens United, por ejemplo, que permite la financiación corporativa ilimitada de las elecciones al afirmar que defiende el derecho a presentar peticiones al gobierno y es una forma de libertad de expresión.

La política es espectáculo, un acto de carnaval de mal gusto donde la constante competencia por el poder de la clase dominante gobierna los ciclos de noticias, como si la política fuera una carrera hacia el Superbowl. El verdadero negocio de gobernar está oculto, llevado a cabo por lobistas corporativos que escriben la legislación, bancos que saquean el Tesoro, la industria bélica y una oligarquía que determina quién sale elegido y quién no. Es imposible votar en contra de los intereses de Goldman Sachs, la industria de los combustibles fósiles o Raytheon, no importa qué partido esté en el cargo.

En el momento en que cualquier segmento de la población, de izquierda o de derecha, se niega a participar en esta ilusión, el rostro del totalitarismo invertido se parece al rostro del totalitarismo clásico, como lo está experimentando Julian Assange.

Nuestros señores corporativos y militaristas prefieren el decoro de George W. Bush, Barack Obama y Joe Biden. Pero trabajaron de cerca con Donald Trump y están dispuestos a hacerlo nuevamente. Lo que no permitirán son reformadores como Bernie Sanders, que podrían desafiar, aunque sea tibiamente, su obscena acumulación de riqueza y poder. Esta incapacidad para reformar, para restaurar la participación democrática y abordar la desigualdad social, significa la muerte inevitable de la república. Biden y los demócratas protestan contra el culto del Partido Republicano y su amenaza a la democracia, pero ellos también son el problema.

 

Una entrevista de Chris Hedges a Samuel S. Wolin realizada en 2014 puede verse en YouTube (en inglés y sin subtítulos).
Publicado en SheerPost, en septiembre de 2022, con el título “Let’s Stop Pretending America Is a Functioning Democracy” (“Dejemos de fingir que EEUU es una democracia en funcionamiento”). Traducción y edición de Pablo Makovsky.
Nota Bene: se respetaron todos los hipervínculos de la edición original en inglés. También se agregaron otros, como el que lleva a la nota sobre la “Welfare Queen”, que es el nombre que se le da en EEUU a lo que acá nefastamente se llama “planeros”. Entre corchetes se incluyeron aclaraciones de la traducción.
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Sobre el autor:

Acerca de Chris Hedges

Chris Hedges, ganador de un premio Pulitzer, fue también uno de los autores más leídos cuando escribía en el New York Times. Es profesor de grado en el programa estatal para los prisioneros de New Jersey. Entabló una acción judicial contra Barack Obama que le valió la expulsión de los principales medios estadounidenses y se […]

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