“Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”. Este verso que es del poeta Fabián Casas bien podría ser un desprendimiento textual de la escritura de Virginia Ducler, o quizás, haber funcionado como epígrafe de su novela Solo soy uno que llora (UNR Editora)*.
El último libro de la narradora (autora de Cuaderno de V, publicada en 2019 por Mansalva) cuenta la historia de una familia que se reúne después de muchos años al calor del mes de diciembre para celebrar las fiestas. Todo transcurre en un mismo día y en un único escenario: una casa de fin de semana en las afueras de la ciudad. Con el correr de las horas la tensión de la reunión afectiva se empuja como dos frentes de densas nubes que chocan y forman una tormenta eléctrica. El temporal se huele en el aire desde el comienzo. El bochornoso verano rosarino gobierna el estado de ánimo de los comensales. Y la narración de Ducler se nutre de ese caldo de cultivo familiar con toques humorísticos, y por momentos dramáticos, para cocinarse lenta, pero a presión, hasta explotar.
Te puede interesar:
La escritura de la autora se apoya en dos capas que se funden y dos objetos robados conforman el núcleo del relato: el diario íntimo de Noelia, la protagonista, y el cuadro del gran pintor Oskar Kokoschka, hecho en una trinchera y traído por el abuelo de la Primera Guerra Mundial.
La autora confiesa que no podría decir con exactitud cómo trabajó esas capas, porque en su escritura no existe una técnica aprendida a priori. Pero sí que lo primero que hizo fue ponerse a estudiar la historia de la Primera Guerra Mundial. “Ésa es la aventura, ir descubriendo una técnica a medida que escribo. Pero sí puedo decir que trabajé varios archivos a la vez: el de la guerra en donde combatió el abuelo, el diario de la narradora protagonista, el relato de ese día. Después los textos empezaron a vincularse entre sí”, cuenta.
Su abuelo había estado en la Primera Guerra a los catorce años y cuando ya estaba muy anciano lo único que quedaba en su memoria eran relatos de una batalla. Fue ahí cuando Ducler, que tenía 20 años, empezó a escribir primero en su cabeza esta historia. Pero pasó mucho tiempo para llevarla a cabo. El proceso no fue nada sencillo y escribirla le llevó un poco más de siete años.
Leer la novela es en cierta forma ir y venir hacia algunas escenas de la película de Lucrecia Martel, La ciénaga. La opresión de la casa, el roce de los cuerpos, la sensación de peligro permanente, la decadencia de la economía y de las relaciones, el estado del tiempo –meteorológico y emocional también– en las dos obras se asemejan. Aunque acá la pileta está limpia y llena de niños jugando, la podredumbre está por todas partes.
“No hay aire en los vínculos familiares, por eso se les llama lazos sanguíneos. La descomposición es pegoteo. Podría decir que lo podrido es mi materia prima, aquello que la memoria familiar prefiere mantener oculto, eso que nadie quiere ver porque molesta, es lo que encuentro más rico y abundante para construir literatura”, dice.
Es la aparición de un manuscrito, el del diario íntimo de Noelia, lo que desata una ola de ataques y toda una guerra doméstica. Esa que se libra aún en las mejores familias, la que en muchas se suele vivir en la intimidad y no siempre como trapitos secándose al sol. Esa que puede aguar una fiesta, empañar una celebración, pero que pide a gritos ser luchada.
Si la escritura es más acto que plan, hay algo físico en el modo de escribir de Ducler, algo que la convoca a despertar recuerdos. En Cuadernos de V la protagonista recuerda abusos sexuales que sufrió en su infancia, y a la escritora, que es ella, le pasa lo mismo. Iba recordando los abusos a medida que iba escribiendo la novela. En cambio, cuando escribía Solo soy uno que llora, cuenta que no recordaba esos episodios traumáticos de su vida, pero asume que se estaba metiendo en ese magma que es la infancia.
“Escribo no solo para recordar, sino también para saber quién soy, cómo pienso el mundo, y para leer, a medida que escribo, algo que solo puede salir de mí”, dirá la autora como si la escritura fuese una de las herramientas a las que echa mano para llegar a esos lugares remotos en donde hay recuerdos.
“El que escribe es el que recuerda, en nombre de todos. Por eso no siempre es amado”, dice en Inundación la cordobesa Eugenia Almeida. Y es cierto. ¿Quién podría reconocer como propia a la que activa la bomba atómica que hace estallar ese relato compacto que llamamos memoria familiar?